viernes, 18 de noviembre de 2011

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA MISERICORDIA – 2º PARTE

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA MISERICORDIA – 2º PARTE

LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.


LA PROVIDENCIA, LA JUSTICIA
Y LA MISERICORDIA
CAPITULO II
LA PROVIDENCIA Y LA MISERICORDIA

Hemos examinado las relaciones de la Providencia con la Justicia divina, que a todos dispensa las gracias necesarias para alcanzar su fin, recompensa los méritos y castiga las faltas y los crímenes. Trataremos ahora de las relaciones de la Providencia con la Misericordia divina.
Parece a primera vista que la Misericordia es distinta de la Justicia y aun contraria de ella; diríase que se opone a la Justicia y restringe los derechos de la misma.
En realidad dos perfecciones divinas, por muy diferentes que sean, no pueden ser contrarias la una de la otra; no puede la una ser negación de la otra; ambas se armonizan y componen, corno se dijo, hasta identificarse por modo eminente en la Deidad o en la vida íntima de Dios.
La Misericordia, lejos de oponerse a la Justicia imponiéndole restricciones, únese a ella haciéndole ventaja, dice Santo Tomás (I, q. 21, a. 4). “Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad (o justicia), leemos en el Salmo 24, 10.
Pero, añade el Apóstol Santiago: “la Misericordia sobrepuja a la Justicia” (Iac. 2, 13).
¿En qué sentido se ha de entender esto? En el sentido, dice Santo Tomás (I, q. 21, a. 4), de que toda obra de Justicia supone una obra de Misericordia o de bondad completamente gratuita y se funda en ella. En efecto, si Dios debe algo a su criatura, es en virtud de un don anterior… (Si está obligado a concedernos las gracias necesarias para la salvación, es porque primero nos creó por pura bondad suya y nos llamó a una felicidad sobrenatural; y si debe remunerar nuestros méritos, es porque antes nos concedió la gracia de merecer.) De esta manera, la Misericordia (o la pura Bondad) es como la raíz y el origen de todas las obras de Dios, les infunde su virtud y las domina. Como fuente primera de todos los dones, no hay influencia superior a la suya; y por lo mismo aventaja a la Justicia, que ocupa el segundo lugar y le está subordinada.
La Justicia es como una rama del árbol del amor de Dios; la Misericordia o la pura Bondad, comunicativa y radiante, es el árbol mismo.
Conviene examinar las relaciones de la Providencia con la Misericordia, en la forma como lo hicimos al hablar de la Justicia: primero en la vida presente, luego en la hora de la muerte, y finalmente en la otra vida.

***

La Providencia y La Misericordia durante nuestra vida

Si en la vida presente la Justicia da a cada uno lo necesario para vivir como se debe y alcanzar su fin, la Misericordia nos concede mucho más de lo estrictamente necesario.
En este sentido sobrepuja a la Justicia.
Así por ejemplo, Dios podía habernos creado en un estado puramente natural, dándonos solamente el alma espiritual e inmortal, sin la gracia; mas por pura bondad nos concedió desde el día de la creación el participar sobrenaturalmente de su vida íntima; nos dio la gracia santificante, principio de nuestros méritos sobrenaturales.
De igual modo, después de nuestra caída pudo en Justicia abandonarnos en nuestra desgracia. También pudo levantamos del pecado, por algún otro medio sencillo, anunciado por algún profeta, bajo determinadas condiciones.
Pero hizo por nosotros muchísimo más: por pura Misericordia nos dio a su propio Hijo por víctima redentora; de donde siempre podemos apelar a los méritos infinitos del Salvador. La Justicia no pierde sus derechos, pero triunfa la Misericordia.
Después de la muerte de Jesús, bastaba que nuestras almas fueran movidas por gracias interiores y por la predicación del Evangelio; la Misericordia divina nos otorgó mucho más: nos dio la Eucaristía, que perpetúa sustancialmente en nuestros altares el sacrificio de la Cruz y nos aplica sus frutos.
Finalmente, cada uno de nosotros, al nacer en el seno de una familia cristiana y católica, ha recibido de la Misericordia divina incomparablemente más de lo estrictamente necesario, que Dios concede a los salvajes del interior de África. Si el salvaje provisto de lo estrictamente necesario no resiste a las primeras gracias provenientes, recibirá las demás gracias indispensables para su salvación. Pero nosotros desde la infancia, hemos recibido todavía muchos más.
Bien mirada la cosa, hemos sido guiados por las manos invisibles de la Providencia y de la Misericordia, que nos han preservado de muchos tropiezos y levantado individualmente de nuestras caídas.
Así también, si ya acá en la tierra la Justicia divina recompensa nuestros méritos, la Misericordia los remunera con creces.
Dice la oración de la Dominica 11a después de Pentecostés; “Omnipotente y eterno Dios, cuya infinita bondad rebasa los méritos y aun los deseos de los suplicantes; derrama sobre nosotros tu misericordia y perdona los castigos que nuestra conciencia teme, dándonos aquello que no osamos esperar de nuestras súplicas. Por nuestro Señor Jesucristo”.
La gracia de la absolución de un pecado grave no es merecida, sino don gratuito. ¡Y cuántas veces se nos ha dispensado ese don!
La gracia sacramental de la Comunión no se debe a nuestros méritos, antes bien es fruto del sacramento de la Eucaristía que la produce en nosotros por sí mismo, diariamente, si lo queremos. ¡Cuántas comuniones nos ha concedido la Misericordia divina! Sí fuésemos fieles en combatir el apego al pecado venial, cada una de nuestras comuniones sería sustancialmente más fervorosa que la anterior, porque cada una debe aumentar en nosotros la caridad, disponiéndonos a recibir a Nuestro Señor al día siguiente con mayor fervor y voluntad más pronta.
Si atendiéramos a esta ley de aceleración del amor de Dios en el alma de los justos, quedaríamos asombrados.
Así como la piedra cae con tanta mayor rapidez cuanto más se acerca a la tierra que la atrae, de la misma suerte las almas de los justos deben caminar con tanta mayor rapidez hacia Dios cuanto más se le acercan y con más fuerza son atraídas por él. Misericordia Domini plena est terra, dice el Salmista, “la tierra está llena de la Misericordia del Señor”. (Ps. 32, 5). Y los pecadores pueden repetir lo del Salmo 89, 14: “Vuelve por fin a nosotros, oh Señor, y ten misericordia de tus siervos. Cólmanos pronto de tus favores, para que nos alegremos y regocijemos toda nuestra vida.”
Si contemplásemos el curso de nuestra existencia tal como está escrito en el Libro de la Vida, cuántas veces veríamos en él la intervención de la Providencia y de la Misericordia, que contribuyeron a soldar la cadena de nuestros méritos, rota quizá a menudo por nuestros pecados.
No es menos bella la intervención de la Misericordia en el momento supremo,

***

La Providencia y La Misericordia en la hora de la muerte
 
De intervenir en aquel momento solamente la Justicia, todos los que vivieron mal morirían también de mala manera: desatendidos tantos avisos de la Providencia, tampoco atenderían el postrero, ni del remordimiento pasarían a la contrición saludable.
Pero gracias a la Misericordia, este último llamamiento se hace más apremiante que todos. Si la Justicia inflige la pena debida al pecado, también aquí la Misericordia la supera por el perdón.
Perdonar significa “dar sobre” lo debido. Quedan a salvo los derechos de la Justicia, pero triunfa la Misericordia, inspirando a menudo al pecador moribundo un acto de sincero amor de Dios, de contrición que borra el pecado mortal y remite la pena eterna que corresponde al mismo.
De esta manera, por mediación de la Misericordia, por los méritos infinitos del Salvador, por la intercesión de María, refugio de los pecadores, y de San José, abogado de la buena muerte, acaban muchos de muy distinta manera de como vivieron. Son los obreros de la última hora, de que habla la parábola evangélica (Matth. 20,9); reciben como los demás la vida eterna en la medida proporcionada a los pocos actos meritorios que realizaron antes de morir, en su agonía.
Así expiró el buen ladrón, que, conmovido por la bondad de Jesús moribundo, se convirtió y tuvo la dicha de oír de labios del Salvador: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Esta intervención de la Misericordia en el punto de la muerte es una de las cosas más sublimes de la religión verdadera. Ocurrió con frecuencia en la guerra pasada; muchos que, de haber continuado viviendo en circunstancias ordinarias, entretenidos en sus ocupaciones y en los placeres, se habrían perdido, se salvaron muriendo trágicamente después de recibir la absolución.
Lo vemos también en los hospitales cristianos, donde muchos desdichados, advertidos por la enfermedad, se preparan para una buena muerte al oír las exhortaciones de alguna religiosa o de algún sacerdote, que por fin consigue reconciliarlos con Dios después de treinta o cuarenta años de vida poco menos que indiferente y descuidada.
La Misericordia divina llama a todos los moribundos en conformidad con aquellas palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabados y cargas, que yo os aliviaré.” (Matth. 11, 28). Jesús murió por todos los hombres. Él es el Cordero de Dios que borra los pecados del mundo, como lo recuerdan las bellas oraciones de los agonizantes.
La muerte del pecador arrepentido es una de las manifestaciones más admirables de la Misericordia divina. De ello encontramos muchos ejemplos en la vida de Santa Catalina de Sena, escrita por su confesor el Beato Raimundo de Capua. Con reiteradas súplicas en favor de dos criminales condenados al último suplicio, que aun en el tormento de tenazas ardientes no cejaban en sus blasfemias contra Dios, obtuvo la Santa que Nuestro Señor se apareciese a aquellos desdichados cubiertos de llagas, invitándoles a convertirse y prometiéndoles el perdón. Entonces pidieron con grandes instancias un sacerdote, confesaron sus pecados con vivo dolor, trocaron sus blasfemias en alabanzas y fueron, alegres a la muerte, como si se dirigieran a las puertas del cielo. Los testigos de este hecho quedaron profundamente sorprendidos y no acertaban a adivinar la causa de cambio tan repentino en las disposiciones interiores de aquellos criminales.
En otra ocasión asistió la Santa personalmente al suplicio del noble Nicolás Tuldo, condenado a muerte por haber hablado mal del gobierno. Como este joven tuviese apego excesivo a la vida y no se resignara a un castigo que le parecía injusto, la Santa le preparó para comparecer ante Dios. De esta manera refiere la santa en una carta a su confesor Raimundo de Capua: “Cuando me vio (en el lugar del suplicio), comenzó a sonreír. Quiso que yo trazara sobre él la señal de la cruz. Hecho esto, le dije: ¡De rodillas, dulce hermano mío, a las bodas! Vas a comenzar la vida que nunca acaba. Entonces se tendió con gran dulzura y yo le extendí el cuello. Inclinada hacia él, le recordaba la sangre del Cordero divino. El no acertaba a decir otra cosa que ¡Jesús! ¡Catalina! Y todavía lo estaba repitiendo, cuando recibí su cabeza entre mis manos. Fijé entonces mis ojos en la divina Bondad y dije: “¡Lo quiero!” Y vi el costado abierto del Hombre Dios, como vemos la claridad del sol. La sangre del ajusticiado penetraba en la Sangre divina, y la llama del santo deseo concebido por gracia especial a aquella alma penetraba en la llama de la caridad divina”.
Si la muerte del pecador arrepentido es una manifestación de la misericordia divina, todavía es más bella la muerte del justo que siempre ha sido fiel.
Generalmente los últimos momentos son tranquilos, porque en vida triunfó del enemigo, y su alma está preparada para pasar a la eternidad.
Aquel sacrificio, en unión con las misas que se celebran, es el último que ofrece de reparación, de adoración, de acción de gracias y de súplica para obtener la gracia de la perseverancia final, que lleva consigo la certeza de la salud eterna.

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La Providencia y la Misericordia después de la muerte
 
Las sendas de Dios son Misericordia y Justicia, nos dice el Salmista (Ps. 24, 10), si bien la primera predomina en ciertas obras, como la conversión del pecador, y la segunda en otras, como el castigo del pecado.
Después de la muerte, dice el Angélico Doctor (I, q. 21, a. 4, ad 1), “la Misericordia se ejerce aun en los réprobos, por cuanto son castigados con menos rigor que el merecido”. Si solamente interviniera la Justicia, sufrirían todavía más.
Lo dice también Santa Catalina. La Misericordia mitiga la Justicia aun con los que han encendido el odio entre los individuos, entre las clases y los pueblos, hasta con los más perversos, con esos monstruos, que, como Nerón, demostraron malicia refinada y obstinación rebelde a todos los consejos.
Claro es que la Misericordia divina se manifiesta todavía más en las almas del Purgatorio, inspirándoles el amor de reparación, que suaviza en cierto modo las penas purificadoras que padecen y confirma la certeza de su salvación.
En el Cielo, la misericordia divina resplandece en cada uno de los Santos, según el grado de amor de Dios.
Nuestro Señor los acoge con estas palabras: “Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; encarcelado, y vinisteis a verme.”
A lo cual los justos le responderán diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos nosotros hambriento…, sediento…, y fuimos a visitarte?” Y el Rey en respuesta les dirá: “En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”.’
¡Qué alegría será la del momento de nuestra, entrada en la gloria, cuando recibamos la lumbre de gloria para ver a Dios cara a cara con aquella visión que ya no acabará nunca jamás y cuya medida será el único instante de la eternidad inmutable!
¡Qué gran consuelo pensar en esta Misericordia infinita, que supera, toda malicia y que nunca se ha de agotar!
Nunca, pues, desespere el pecador por muy vergonzosas y criminales que sean sus caídas. La mayor ofensa que podemos hacer a Dios es pensar que no sea suficientemente bueno para perdonarnos. Como lo dijo Santa Catalina de Sena, “su Misericordia es incomparablemente mayor que todos los pecados que puedan cometer todas las criaturas juntas”.
Tengamos presentes las palabras de los Salmos que a este propósito nos trae a la memoria la Liturgia con tanta frecuencia: Misericordias Domini in æternum cantabo... Cantaré eternamente las bondades del Señor… Tan estable como los cielos es tu fidelidad… Poderoso eres, Señor, revestido de tu fidelidad… Tú domas la soberbia de los mares y el orgullo de los malvados, para venir en socorro de los débiles. (Ps. 88, 2…)
Misericors Dominus, longanimis et multum misericors. Misericordioso y compasivo es el Señor, tardo en la cólera y rico en bondad; su enojo no dura para siempre. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así es grande su misericordia. Como el padre se apiada de sus hijos, así se apiada el Señor de los que le temen; porque él conoce bien nuestra hechura; acuérdase que somos polvo.
¡El hombre! Como los del heno son sus días; como la flor del campo, así florece pasa un soplo de viento sobre él, y se esfuma… Mas la misericordia del Señor dura eternamente con los que le temen. Misericordia autem Domini ab æterno et usque in æternum super timentes eum (Ps. 102, 8-17.) Dignaos, Señor, cumplir en nosotros estas tus palabras, para que os glorifiquemos por toda la eternidad: Misericordias Domini in æternum cantabo…
Rara vez han sido expresadas con tanto acierto como en el Dies iræ las relaciones de la Misericordia, de la Justicia y de la Providencia.
Dies iræ, dies illa, solvet sæclum in favilla… ¡Día de cólera, aquel en que el mundo se reducirá a pavesas, según las profecías de David y los oráculos de la Sibila!
Quantus tremor est futurus, Quando Judex est venturus… ¡Cuál no será el terror de los hombres cuando el Juez vendrá a escudriñarlo todo con rigor, cuncta stricte discussurus!
Mors stupebit et natura, Cum resurget creatura, Judicanti responsura: Pasmarse han de asombro la muerte y la naturaleza, cuando resuciten los mortales para responder ante el Juez.
Líber scriptus proferetur, In quo totum continetur, Unde mundus judicetur. Abriráse el libro que contiene el sumario del juicio del mundo.
Judex ergo cum sedebit, Quidquid latet apparebit: Nihil innultum remanebit. Y sentado el Juez en su tribunal, aparecerán las cosas más escondidas; ningún delito ha de quedar inulto…
Rex tremendæ majestatis, Qui salvando salvas gratis, Salva me, fons pietatis. ¡Oh Rey de temerosa majestad! que a tus elegidos los salvas de gracia, qui salvandos salvas gratis, sálvame, fuente de bondad…
Recordare, Jesu pie, Quod sum causa tuæ viæ, Ne me perdas illa die. Acuérdate, dulce Jesús, que por mí viniste al mundo; no me pierdas en aquel día.
Quærens me, sedisti lassus: Redemisti crucem passus: Tantus labor non sit cassus. Buscándome, fatigado te sentaste; me redimiste sufriendo en la cruz: ¡que no sea en vano tanto trabajo!
Juste Judex ultionis, Donun fac remissionis, Ante diem rationis, ¡Oh, justo Juez de las venganzas! concédeme el perdón antes del día de la cuenta…
Qui Mariam absolvisti, Et latronem exaudisti, Mihi quoque spem dedisti. Tú que perdonaste a María (Magdalena) y oíste al buen Ladrón, también a mí me diste esperanza…
Oro supplex et acclinis, Cor contritunt quasi cinis, Gere curam mei finis, Ruégote suplicante y postrado, con el corazón deshecho como el polvo, que tengas piedad en mi último trance.
Huic ergo parce Deus: Pie Jesu Domine, Dona eis requiem. ¡Apiádate de ellos, Dios mío! Señor, Jesús misericordioso, dales el descanso eterno, Amén.
Acostumbrémonos a rogar por los agonizantes, para que la Misericordia divina les asista; de esta manera también nosotros seremos ayudados por las oraciones de otras almas en el momento de nuestra muerte.
No sabemos cómo ni dónde hemos de morir; quizás nos hallemos solos en aquel trance; pero si en vida hemos rogado con frecuencia por los agonizantes, si atenta y fervientemente hemos rezado a menudo: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, la misericordia divina se inclinará hacia nosotros en el momento supremo.

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