domingo, 31 de julio de 2011

31 de julio - SAN IGNACIO DE LOYOLA, CONFESOR

domingo 31 de julio de 2011

SAN IGNACIO DE LOYOLA, CONFESOR

SAN IGNACIO nació probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres
hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.

Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario
quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como consecuencia,
tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el
enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo
empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.

Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería
(aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de  santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: "Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron". Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo.

Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

Le visita la Virgen; purificación en Manresa Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a San Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza.

Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año.

"A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a El, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo". Se decidió a "escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo"...hasta lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la
oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los
sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de
escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación.

En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro
de los "Ejercicios Espirituales". Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más
profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad
singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección
espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había
aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades.

Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
Tierra Santa En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía designios para esta alma tan generosa.
De nuevo en España donde es encarcelado por la inquisición.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues "pensaba que eso le
serviría para ayudar a las almas". Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le
asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y
tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino "amare" se convertía en un simple pretexto para pensar: "Amo a Dios. Dios me ama". Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.

Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar
lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.

Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. San Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. S. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
Estudios en París
Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año.
Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros.

San Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a S. Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, San Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.
El Señor le da compañeros Las palabras fervorosas de S. Ignacio, llenas del Espíritu Santo, abrió los corazones de algunos compañeros. Por aquella época, se unieron a S.  Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de San Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534.San Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. El Santo partió de
París, en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el se negó a
habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Bendición del Papa; aparición del Señor
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre
venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de San Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto San  Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que S. Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (San Ignacio no empleó nunca el nombre de "jesuita". Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de "La Storta", el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: "Ego vobis Romae propitius ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró al padre Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, San Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaban en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.

La Compañía de Jesús
San Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, "para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado". No por eso descuidaban la oración que debía tomar al menos una hora diaria. La primera de las obras de caridad consistiría en "enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios". La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el
asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes
órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía
de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540.San  Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.

El Santo pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: "Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo
pecado". Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del
rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo.

Los padres Goncalves y Juan Nuñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur.
Un baluarte de verdad y orden ante el protestantismo
El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y
Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los
pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de
desplegar presuntuosa- mente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de San Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, San Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano.
San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que San Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.

En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento
fracasó. Ignacio ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. "La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas" (cardenal Manning). A este propósito citaremos las,
instrucciones que San Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt,
acerca de sus relaciones con los protestantes: "Tened gran cuidado en predicar la verdad
de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y
moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores". El
santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.

Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los Los Ejercicios
Espirituales. Es la obra maestra de la ciencia del discernimiento. Empezó a escribirlo en
Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los
Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de San Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, San Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad.
La prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era
con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba
de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: "A la mayor gloria de Dios". A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: "Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa.
 
Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos
quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos.

Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.

Reflexiones claves del Diario Espiritual de San Ignacio De Loyola
- Dios me ama más que yo a mí mismo.
- ¡Siguiéndoos, Jesús, no me puedo
perder!
- Dios proveerá lo que le parezca mejor.
- ¡Señor, soy un niño! ¿A dónde me
lleváis?
- ¡Jesús, por nada del mundo te dejaría!
- ¿Qué queréis, Señor, de mí?
- ¡Señor, sostenedme con vuestra
gracia!
- ¡No merezco, Señor, cuanto recibo!
- ¡Dadme, Señor, vuestro amor y
gracia, éstas me bastan!
- Jesús, sé mi guía, condúceme.


Fuente:
Adaptado del trabajo de Alban Butler et all (edición en español de R. P. Wilfredo Guinea): La Vida de los Santos de Butler

domingo, 24 de julio de 2011

Monseñor Juan Straubinger: Job - LAS PRUEBAS DEL JUSTO

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job



LAS PRUEBAS DEL JUSTO
Continuación






O BEATA SOLITUDO !
Viene a nuestra mente, de un modo especial en esta hora, el recuerdo de los que sufren cautiverio o prisión, víctimas quizá de la injusticia humana y por eso, más parecidos a Cristo. A ellos, y a todos los cautivos que la enfermedad o el dolor retiene lejos del mundo, dedicamos especialmente este libro.
Ellos serán sin duda los que mejor lo aprovechen, gracias a que son más ricos que nadie para disponer de ese oro del tiempo, que es la tela de que está hecha la vida.
Los que están libres, o creen estarlo en el mundo, son los menos dueños de su libertad, porque no se vive hacia afuera, con movimientos corporales, sino hacia adentro, y en la medida en que la atención puede vacar al espíritu.
El caso de San Ignacio, que debió a la cárcel el abrir los ojos a la luz, es tan frecuente como el de Cervantes, que le debió El Quijote.
Del Evangelio se deduce otra consideración, que es inmensa para la felicidad de los que así sufren cautivos, o enfermos, o hambrientos o desnudos.
¿Quién no se alegraría en su pena, al saber que el Rey había manifestado vehementes deseos de ayudarlo? Pues bien, si yo quiero avivar mi fe y apreciar los sentimientos que Cristo me manifiesta, veré que Él me ama con una predilección tal, que llega hasta agradecer, y sentir como hecho a Él mismo, todo cuanto se haga en favor mío: "¿Y cuándo, Señor, te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo, pues, te vimos peregrino y te hospedamos, o desnudo y te cubrimos? Y respondiendo el Rey le dirá: En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a alguno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hacíais a Mí" (Mat. 25).
¿Y acaso podemos pensar que ahora se dejará estar ocioso el Rey? ¿Acaso quien tanto desea nuestro socorro, hasta mirarlo como propio, no se encargará de mandárnoslo, eligiendo a ese prójimo que debe traerlo, o trayéndolo Él mismo en cualquier forma?
Nuestro socorro no viene de un cualquiera, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra: "Adjutorium nostrum in nomine Dómine, qui fecit cælum et terram" (S. 123, 8).
DESCONFIAR DEL CORAZÓN
Desconfiar, pues, de ese yo enemigo que llevamos dentro, empezando por desconfiar del corazón, que ya hemos visto nace maleado y no es sino "la carne que desea contra el espíritu" (Gal. 5, 17).
Balmes, en "El Criterio", muestra en forma amena y brillante, aun del simple punto de vista humano y psicológico, las fallas de ese corazón traidor, que un día parece colmado de sublime generosidad, y otro día (o al cuarto de hora) nos llevaría simplemente al odio y al crimen, y así también nos lleva a unas alegrías locas, para sumergirnos luego en la más negra melancolía.
¿Puede haber peor consejero que éste en las pruebas del dolor? ¿Cómo, pues, no quitar a semejante tirano el dominio de nuestra vida?
En cuanto a desconfiar de nuestra inteligencia y sabiduría, basta recordar las palabras del Salmista (S. 93, 11) que San Pablo cita e interpreta en I Cor. 3, 20: "El Señor penetra las ideas de los sabios y conoce la vanidad de ellas".
Es notable que David se refiriera de un modo general a todos los hombres, y el Apóstol refiere la cita a los sabios, mostrando así que ella se aplica aun a los más eminentes. Léase a este respecto los cuatro capítulos iniciales de esa primera Epístola a los Corintios y se verá lo que él pensaba sobre este aspecto de nuestra suficiencia.
Las citas de otros textos serían muy copiosas, por lo cual simplemente señalamos algunas a los lectores que se interesen por ahondar en esta materia fundamental: Luc. 10, 21; S. 115, 2 citado en Rom. 3, 4; Sab. 9, 14; Is. 40, 23; Rom. 1, 22; 3, 27; Gal. 1,12; Col. 2, 8; I Tes. 5, 21; I Tim. 4,1 ss.; II Tim. 3, 1-5; I Juan 4, 1, etc.
¿ES DIFÍCIL NEGARSE?
Pretender que el hombre pueda negarse a sí mismo mientras no desconfíe de sí mismo, es pedir un absurdo: ¿Cómo voy a renunciar yo a lo que creo bueno?
De ahí que la humildad ha de ser reflexiva, es decir, apoyada en una convicción dogmática. La Escritura nos brinda innumerables textos para enseñarnos esta verdad fundamental. Y por su parte, el Magisterio infalible la tiene definida de modo categórico al señalar, contra la herejía de Pelagio, que es la de Rousseau y de los semipelagianos, el alcance de nuestra caída original.
Porque: "de tal manera declinó y se deterioró el libre albedrío, que nadie desde entonces puede rectamente amar a Dios, o creerle, y obrar por amor a Dios lo que es bueno sino aquel que haya sido socorrido previamente por la gracia de la divina misericordia" (Denz. 199).
Estas admirables enseñanzas, que el mundo nos hace fácilmente olvidar, nos dan la fórmula básica para renunciar a nosotros mismos: desconfiar.
Entonces la renuncia resulta fácil, pues vemos claramente que no hay en ello tal sacrificio, como a primera vista parece, sino que vamos a pura ganancia.
"Maldito el hombre que confía en hombre, y se apoya en un brazo de carne", nos dice Dios por boca de Jeremías (Jer. 17, 5). Y Jesús nos lo confirma mostrándonos que Él no se fiaba de los hombres, "porque sabía Él mismo lo que hay dentro del hombre" (Juan 2, 24 s.). De ahí que Él nos enseñase la sencillez de la paloma para con Dios, y la prudencia de la serpiente para con los hombres: Guardaos de ellos (Mat. 10, 17); guardaos de los falsos profetas; lobos con piel de oveja son (Mat. 7, 15), etc.
Ahora bien, ¿cómo cumplir esta regla específica de desconfiar, de no poner nuestra fe en el hombre, si no empezamos por aplicárnosla a nosotros mismos?
De aquí la gran luz sobrenatural que nos hará mucho más fácil librarnos de nuestro hombre viejo, ya que nos persuadimos de que no perdemos gran cosa con dejarlo, antes por el contrario, vamos a pura ventaja.
Puestos así en este terreno de la desconfianza sistemática, la abnegación de sí mismo, que tanto choca al orgullo humano, se vuelve fácil y aún muchas veces agradable. De otra manera, no podría Jesús haber dicho que su yugo es suave, si fuera pesado eso de negarse a sí mismo, que Él puso, según vimos, como una condición indispensable para ser su discípulo (Mat. 16, 24).
Poco nos cuesta dejar un amigo cuando le hemos perdido la estimación. Porque, como enseña Jesús, nuestro corazón está donde está nuestro tesoro, o sea, nos lleva hacia aquello que creemos deseable. El día en que descubrimos que no es deseable, lo dejamos sin esfuerzo, para correr tras el nuevo amor que preferimos.
¿No es éste, acaso, el sentido de las Parábolas de la Perla Preciosa y del Tesoro Escondido? (Mat. 13). El que los encuentra, no se adhiere a ellos como una obligación, sino con ansia vehementísima.
¿Y QUÉ ES EL DOLOR?
El filósofo griego definía el placer como "la cesación del dolor". Hay buena partida verdad en esto, y de ahí el gran consuelo que nos viene cuando pasan las pruebas: consuelo que tantas veces usamos para volver al mal, como lo expresa la hermosa oración de San Agustín: "Si hieres, clamamos que nos perdones. Si perdonas, otra vez te provocamos a que hieras."
Como el placer suele ser la cesación del dolor, así también nuestros dolores suelen no ser sino el cese de placeres que antes gozábamos, y de los cuales quizás hacíamos poco caso, por aquello de que el bien no se conoce hasta que se lo pierde.
¿Qué no daríamos por recuperar un ojo, un brazo, una pierna perdidos, nosotros que ahora los disfrutamos como cosa normal y sin soñar que con esa salud poseemos una riqueza superior a todo otro bien temporal?
Todas éstas son simples verdades naturales.
Si nos elevamos al orden sobrenatural que es la única realidad para el cristiano, veremos que (fuera del dolor físico, en el cual ni siquiera Job fue tentado sobre sus fuerzas) el mal moral no existe sino en el pecado. El sabio aforismo popular: "No hay mal que por bien no venga", no es sino la expresión de lo que para el cristiano constituye una verdad de fe: que Dios, siendo bueno, todopoderoso y amante de los hombres, no puede admitir nada que no sea para nuestro bien, aunque nuestra ignorancia sea incapaz de verlo.
Aquel que, siendo nosotros sus enemigos, fue capaz de darnos su Hijo único, ¿cómo podría, dice San Pablo, dejar de darnos con Él todos los bienes? (véase Rom. 5, 8 s.; 8, 32).
Si no creemos en esto, negamos la fe y a nadie podemos culpar más que a nosotros mismos, del desconsuelo en que vivimos.
¿PUEDE DIOS SER UN IMPOSTOR?
¿Qué diríamos si alguien formulara tal acusación contra Dios Padre, y contra su Hijo Jesucristo, y aun afirmara que no hay en el mundo impostores más grandes que ellos?
Meditemos esto: Cuando alguien no está muy dispuesto a cumplir, se mide en el prometer, a menos que sea hombre falso y se proponga engañar. Frente a esta verdad, consideremos el grado sin límites a que llegan las promesas de Jesús, en nombre de su Padre. Él, que tilda a Pedro de ser muy prometedor (porque se atreve a prometerle que no le negaría y vemos que lo negó) no vacila en prometer por su parte, hasta hacernos dejar, por ejemplo, la más elemental preocupación de lo porvenir, queriendo que no pensemos en el mañana, porque de ello cuida el divino Padre que alimenta a los pájaros muy inferiores al hombre.
Pensemos ¿qué nombre merecería un amigo que nos apartase de toda medida de previsión, prometiéndonos su ayuda, y luego nos la negase? ¡Qué especie de falsía y maldad tan refinada!
Pues tales son, y muchas más, las promesas que Jesús nos hizo hace veinte siglos en su Evangelio. ¡Qué fama tendría si hubiese fallado en ellas...! Y vemos, cosa singular, que quienes se han atenido a esas promesas, jugándose el todo por el todo —es decir, los que más desengañados debían sentirse por haber sido crédulos— son precisamente los que proclaman la indefectible, la superabundante fidelidad de su cumplimiento: "Oh Dios mío, habéis sobrepujado cuanto yo esperaba", exclama Teresa de Lisieux.
Y David, desde el Antiguo Testamento, pone una y mil veces en boca de Israel palabras como éstas: "En medio de la tribulación invoqué al Señor; y otorgóme el Señor libertad y anchura...
Voces de júbilo y de salvación se oyen en las moradas de los justos. La diestra del Señor hizo proezas; la diestra del Señor me ha exaltado, triunfó la diestra del Señor.
No moriré, sino que viviré; y publicaré las obras del Señor. Castigado me ha el Señor severamente; mas no me ha entregado a la muerte... Te canto himnos de gratitud, por haberme oído, y sido mi salvador (Salmo 117, 5. 15-18. 21).
¿TENEMOS ALGÚN DERECHO NATURAL?
Después de tantas meditaciones como llevamos hechas sobre los distintos aspectos del misterio del dolor, vayamos finalmente al fondo del problema, para aplicarnos plenamente las enseñanzas que el libro de Job nos da a través de toda la Escritura.
Hemos-visto ya la necesidad que tenemos de ser probados, seamos justos o pecadores; hemos visto que no estamos entre aquéllos sino entre éstos; hemos reconocido que todo en nuestra naturaleza está fuertemente inclinado al mal, desde que Satanás adquirió dominio sobre ella. Y hemos visto, por otra parte, la bondad paternal de Dios, las ventajas de las pruebas que Él permite para nosotros, el sostén y los consuelos que fielmente nos promete, y la sublimidad de nuestra bienaventurada esperanza.
Veamos ahora, después de tantas luces: Si alguien, que fuese elegido como Job para grandes pruebas, no quisiera reflexionar ni aceptar ninguna de las dulces e infinitas verdades que hemos contemplado, ¿le asistiría acaso algún derecho a la rebeldía, desde cualquier punto de vista en que quisiera colocarse?
Pensemos, por ejemplo, en esos lamentables oradores que en el sepelio de un amigo se quejan contra la injusticia de Dios o del destino, después de haber hecho profesión de ateísmo.
Si no existe tal Dios, ¿hay nada más absurdo que desatarse contra lo que no existe, sólo por hacer un desahogo irracional de nuestra ira?
Y si existe ese Dios infinito, que por definición tiene que ser tan superior a nosotros, ¿no es grotesco querer pedirle cuenta de lo que Él hace?
Tal es el argumento que Dios formula a Job, cuando irónicamente se presenta Él mismo como un colegial, e interroga a Job, como si éste fuera su maestro, y le dice: "Yo te preguntaré y tú respóndeme: ¿dónde estabas tú cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, ya que tanto sabes..." (Job 38, 3 s.). Véase también Job 23, 15 y 27, 2, con las notas respectivas.
Quiere decir, pues, en primer lugar, y según el orden natural, que hemos aparecido en el mundo por obra de una voluntad y de una fuerza totalmente ajenas a nosotros mismos, sin que se nos pidiese para ello ni nuestra colaboración, ni siquiera nuestro propio consentimiento.
¿Puede haber algo más contundente para situarnos en nuestra modestísima posición de creaturas? "Polvo eres y al polvo volverás" (Gen. 3, 19), nos repite la Iglesia. Y San Bernardo nos ayuda con este vigoroso tríptico: "¿Qué fui? Semen putridum. ¿Qué soy? Saccus stercorum. ¿Qué seré? Cibus vermium."
Ante estas saludables verdades naturales, y si hemos de prescindir de la fe y del amor, cualquiera puede comprender la razón terminante de San Pablo cuando nos dice: "Oh hombre, ¿quién eres tú para reconvenir a Dios? ¿Acaso un vaso de barro dice al que lo labró: Por qué me has hecho así? (Rom. 9, 20; Jer. 18, 6).
Continuará...

Fuente: RadioCristiandad

sábado, 16 de julio de 2011

Santoral Católico 16 de julio: Nuestra Señora del Carmen

Santoral Católico 16 de julio

  • Nuestra Señora del Carmen
  • San Eustaquio de Antioquía, Obispo
  • Santa María Magdalena Postel, Virgen
  • San Atenógenes
  • Santa Reineldis
  • Beata Ermengarda
  • Beato Milo de Sélincourt

Y en otras partes, otros muchos santos Mártires y Confesores, y santas Vírgenes.  
R. Deo Gratias.


NUESTRA SEÑORA 
DEL CARMEN
Jesús dijo a su Madre: He ahí a tu hijo;
y, en seguida, al discípulo: He ahí a tu Madre.
(San Juan, 19, 26-27)
Es una piadosa creencia que aquellos que llevan el escapulario de la Virgen del Carmen serán preservados del infierno, y que si rezan las oraciones prescritas serán liberados del purgatorio el sábado siguiente al día de su muerte. Este escapulario representa en pequeño el escapulario que la Santísima Virgen en persona dio a simón Stock, religioso carmelita inglés. La fiesta de este día ha sido establecida para recordar este gran beneficio acordado por la Madre de Dios, y excitar a los fieles a aprovecharlo.

MEDITACIÓN 
SOBRE EL ESCAPULARIO
 
I. Un buen servidor tiene a honra vestir la librea de su señor: debemos tener como un honor el llevar la librea de la Reina del Cielo. ¿Qué gloria, después de aquella de servir a dios, puede compararse a la de ser servidores e hijos de María? ¡Y cuán generosa es esta buena Madre para con los cristianos que la honran! Aun por los menores homenajes, Ella concede los favores más grandes. (San Andrés de Creta)
 
II. Pero, para gozar de las gracias anexas al escapulario, hay que llevarlo piadosamente. Y la primera condición para ello, es estar en gracia de Dios. ¿Cómo gozar de los favores de María, si se es enemigo de Jesús? ¿No sucederá que, a veces, nos prevalemos del escapulario para pecar más libremente, so pretexto de que los que lo llevan no podrían condenarse? ¡Qué indignidad prevalerse de la protección de la Madre para ofender al Hijo! ¡Ah! si estamos en pecado mortal, gimamos al menos por nuestro estado, aspiremos a salir de él, imploremos la ayuda de Aquélla a quien la Iglesia llama refugio de los pecadores. Ella rogará por nosotros y nos devolverá a la amistad con Dios: porque su poder y clemencia sobrepujan incomparablemente la multitud de nuestros pecados. (San Jorge de Nicomedia).
 
III. Es preciso también, si se quiere participar de todas las ventajas del escapulario, recitar las oraciones y cumplir las buenas obras que se te han asignado cuando fuiste recibido en la Cofradía. ¡Nos imponemos mil sacrificios cuando se trata de preservarnos contra la miseria; y, para escapar de las llamas del purgatorio, retrocedemos ante algunas oraciones que debemos rezar, ante algunas mortificaciones que debemos hacer! ¡Cuánto arrepentimiento deben experimentar, tardío e inútil, en el purgatorio, las almas que no han sido suficientemente fieles a estas prácticas! Prevengamos esos arrepentimientos tardíos e inútiles, y sintámonos dichosos de poder abreviar a tan poco costo, un suplicio tan horrible.


La devoción al escapulario
Orad por la Cofradía de la Virgen del Carmen. 
 
ORACIÓN
 

Señor, que habéis honrado a la Orden del Carmelo con el glorioso título de la Bienaventurada Virgen María, vuestra Madre, dignaos concedernos, hoy que celebramos solemnemente su memoria, la gracia de llegar, por su protección, a la beatitud eterna. Por J. C. N. S. Amén.
Fuente: http://devocioncatolica.blogspot.com/

lunes, 11 de julio de 2011

Resumen: Fuera de la Iglesia Católica NO hay salvación

San Pedro

“(…) en nombre de Jesucristo Nazareno (…) En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre se nos ha dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos”

(Hechos 4, 10-12)

Fuera de la Iglesia Católica NO hay salvación

Fuera de la Iglesia Católica NO hay salvación


CREER EN EL DOGMA TAL COMO FUE DECLARADO

Sólo hay una sola manera de creer en el dogma: tal como la santa madre Iglesia una vez lo ha declarado.
Papa Pío IX, Concilio Vaticano I, sesión 3, cap. 2 sobre la revelación, 1879, ex cathedra:De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia”18.
Esta definición del Concilio Vaticano I es de vital importancia para la pureza del dogma, porque la

SS. Pio IX
principal manera en que el Diablo intenta corromper las doctrinas de Cristo, es logrando que los hombres entiendan los dogmas de la Iglesia de manera distinta a como una vez han sido declarados. No hay un sentido de un dogma que no sea el que las palabras mismas dicen y declaran, es por eso que el diablo intenta hacer que los hombres “comprendan” e “interpreten” esas palabras de una manera que es diferente de cómo la santa madre Iglesia los ha declarado.
Muchos de nosotros hemos tratado con personas que intentan explicar el claro significado de las definiciones fuera de la Iglesia no hay salvación diciendo, “usted debe entenderlos”. Lo que en realidad quieren decir es que usted tiene que entenderlos de una manera diferente de lo que las palabras mismas dicen y declaran. Y esto es exactamente lo que el Concilio Vaticano I condena. Él condena el alejarse de la comprensión de un dogma a un significado diferente a como una vez los ha declarado la santa madre Iglesia, bajo el pretexto (falso) de una “compresión más profunda”.
Además de los que sostienen que hay que “entender” los dogmas de una manera diferente de lo que las palabras dicen y declaran, hay quienes que, cuando se les presentan las definiciones dogmáticas sobre fuera de la Iglesia no hay salvación, dicen, “esa es tú interpretación”. Ellos desestiman las palabras de una fórmula dogmática a nada más que una interpretación privada. Y esto también es herejía.
Papa San Pío X, decreto Lamentabili contra los errores del modernismo, 3 de julio de 1907, # 22: “Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados, no son verdades bajadas del cielo, sino una interpretación de hechos religiosos que la mente humana se elaboró con trabajoso esfuerzo. – Condenado”19.
Papa San Pío X, decreto Lamentabili contra los errores del modernismo, 3 de julio de 1907,# 54: “Los dogmas, los sacramentos, la jerarquía, tanto en su noción como en su realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron el exiguo germen oculto en el Evangelio. – Condenado”20.

San Pio X, Papa
Los dogmas de la fe, como fuera de la Iglesia no hay salvación, son verdades bajadas del cielo; no son interpretaciones. Acusar a quien adhiere fielmente a esas verdades bajadas del cielo de incurrir en una “interpretación privada” es decir una herejía. El propósito de una definición dogmática es definir con precisión y exactitud lo que la Iglesia quiere decir por las palabras mismas de la fórmula. Si no se hiciera esto por las palabras mismas de la fórmula o del documento (como dicen los modernistas), entonces ella fracasaría en su objetivo principal – el definir – y sería inútil y sin valor.
El que dice que debemos interpretar o entender el significado de una definición dogmática, de una manera que contradice su redacción real, niega todo el propósito de la Cátedra de Pedro, de la infalibilidad papal y de las definiciones dogmáticas. Él está afirmando que las definiciones dogmáticas son inútiles, sin valor y fatuas, y que la Iglesia es inútil, sin valor y fatua por hacer tal definición.
Además, los que dicen que las definiciones infalibles deben interpretarse por declaraciones no infalibles (por ejemplo, los teólogos, los catecismos, etc.) están negando todo el propósito de la Cátedra de Pedro. Ellos están subordinando la enseñanza dogmática de la Cátedra de Pedro (las verdades bajadas del cielo) a la reevaluación de documentos falibles humanos, invirtiendo de ese modo su autoridad, pervirtiendo su integridad y negando su propósito.
Papa Gregorio XVI, Mirari vos, # 7, 15 de agosto de 1832: “(…) nada debe quitarse de cuanto ha sido definido, nada mudarse, nada añadirse, sino que debe conservarse puro, tanto en la palabra como en el sentido”21.
Por lo tanto, no hay una interpretación “rigurosa” o “liberada” del dogma fuera de la Iglesia no hay salvación, como les gusta decir a los liberales herejes; sólo debe entenderse como la Iglesia lo ha una vez declarado.
________
18 Denzinger 1800.
19 Denzinger 2022.
20 Denzinger 2054.
21 Las Encíclicas Papales, vol. 1 (1740-1878), p. 236.

Hno. Peter Dimond, O.S.B. (3 de mayo de 2004)
2ª edición (14 de septiembre de 2006)

domingo, 10 de julio de 2011

Monseñor Juan Straubinger: EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE (continuación)

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE


Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job
Continuación...
Mons. Juan Straubinger



LAS PRUEBAS DEL JUSTO


LA ESPERANZA

FUNDAMENTO DE LA PACIENCIA




Nunca podremos insistir bastante sobre la distinción entre el estoicismo pagano y la paciencia cristiana, siendo aquél un falso heroísmo que suele llevar al suicidio, mientras que ésta, la paciencia, produce como fruto la esperanza, esa esperanza que "jamás será confundida" (Rom. 5, 5).
Valdría la pena recoger en un libro de oro todos los pasajes en que el Espíritu Santo nos enseña el valor de la paciencia, comenzando por el libro de Job, el cual es el himno más grandioso a ese don de Dios, hasta el Apocalipsis, que concluye, como San Pablo su Ia Carta a los Corintios, con el "Maranatha" o "Ven, Señor" (Apoc. 22, 20); la expresión más viva de la esperanza de los primeros cristianos, que se preparaban para el retorno glorioso de Cristo no sólo cada día, sino cada hora, como dice San Clemente Romano (II ad. Cor. 12) y alegraban su paciencia con esta "bienaventurada esperanza" (Tit. 2, 13).
No otro es el motivo que el Apóstol Santiago da como fundamento de la paciencia a los pobres y afligidos: "Tened, pues, oh hermanos, paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad como el labrador con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias, temprana y tardía. Esperad, pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca" (Sant, 5, 7 s.).
San Pablo, usa palabras casi idénticas:
"No queráis, pues, perder vuestra confianza, la cual recibirá un gran galardón. Porque os es necesaria la paciencia para que haciendo la voluntad de Dios obtengáis la promesa. Pues dentro de un brevísimo tiempo vendrá el que ha de venir, y no tardará. Entretanto, el justo mío vive por la fe" (Hebr. 10, 35-38).
Y otra vez:
"El Señor está cerca. No os inquietéis por nada, sino haced presentes vuestras necesidades a Dios por medio de la oración y de las plegarias, acompañadas de acciones de gracia. Y la paz divina, que sobrepuja todo sentido, sea la guardia de vuestros corazones y de vuestras inteligencias en Cristo Jesús" (Filip. 4, 5-7).

¿Y LA MUERTE?

Importa mucho notar que en ninguna parte de las Sagradas Escrituras, se nos da como consuelo del dolor la idea de la muerte. ¡Triste consuelo, en verdad! Bien sabía el Apóstol que "nadie aborreció nunca su propia carne" (Ef. 5, 29). Y que lo que deseamos, cuando gemimos agobiados, no es "vernos despojados (de esta tienda del cuerpo) sino ser revestidos por encima" (de ella), de manera que la vida absorba lo que hay de mortalidad en nosotros" (II Cor. 5, 4).
Pues bien, tal idea que pareciera un sueño, tal esperanza de librarnos de la muerte, es exactamente lo que San Pablo nos promete, como un admirable misterio que no quiere que ignoremos, para ese suspirado día de la Parusía de Jesús, que puede ser cuando menos pensamos, pues, que el Señor anuncia que vendrá como un ladrón, cuando menos lo pensamos (Luc. 12, 40; I Tes. 5, 2; II Pedr. 3, 10; Apoc. 3, 3; 16, 15).
Veamos lo que nos dice en I Cor. 15, 51-55 (texto del original griego):"He aquí un misterio que os revelo: no todos nos dormiremos (moriremos), pero todos seremos transformados, en un instante, en un guiño de ojo, al son de la última trompeta; porque la trompeta sonará y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros (los vivos) seremos transformados. Porque es menester que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad. Cuando este cuerpo corruptible se haya revestido de incorruptibilidad, y este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu victoria? (la que obtuviste sobre los muertos, pues ahora resucitan). ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón?" Esto es, el aguijón con el cual matabas a los vivos, pues he aquí que estos vivos no morirán, sino que serán revestidos de eternidad lo mismo que los muertos resucitados (I Tes. 4,16).
Según San Jerónimo, en este capítulo no se trata sino de la resurrección de los fieles justificados. Muchos de ellos se hallarán entre los vivos en el momento de la venida de Cristo, pero no por eso entrarán en la gloria con su cuerpo natural. Han de transformarse, sin pasar por la muerte, según lo explican San Agustín y Santo Tomás. El complemento de esta revelación está en I Tes. 4, 14-17, como todos los expositores han notado: "Los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos (los resucitados) sobre nubes al encuentro de Cristo en el aire, y allí estaremos con el Señor eternamente" (I Tes. 4, 16).
¿Puede haber perspectiva más consoladora? Pero, ¿qué mucho que se nos descubra así estas revelaciones en el Nuevo Testamento, si ya las vemos anunciadas por el mismo Job?
En efecto, después de insinuar como escondidamente (14, 13) el misterio de la resurrección de la carne, nuestro Patriarca lo presenta más adelante con una amplitud que asombraba ya a San Jerónimo (véase cap. 19, vers. 23 ss. y las notas respectivas).

¡BIENAVENTURADO
EL QUE SUFRE LA PRUEBA!

He aquí todavía un pequeño ramillete de palabras divinas sobre el privilegio que significa la paciencia, y sobre la excelencia de esta vocación a que todos somos llamados. Lo ofrecemos a las almas pequeñas que en medio de las tormentas de esta vida buscan a Dios con sincero corazón.
Eclesiástico 2, 3-5: "Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios. Estréchate con Dios y ten paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida. Acepta todo cuanto te enviare, y en medio de los dolores sufre con constancia, y lleva con paciencia tu abatimiento; pues al modo que en el fuego se prueba el oro y la plata, así los hombres aceptos se prueban en la fragua de la tribulación."
Tobías 2, 12: "El Señor permitió que (a Tobías) le sobreviniese esta prueba, con el fin de dar a los venideros un ejemplo de paciencia, semejante al del santo Job."
Judit 8, 21-24: "Ahora, pues, oh hermanos míos, ya que vosotros sois los ancianos del pueblo de Dios... alentad sus corazones, representándoles cómo nuestros padres fueron tentados, para que se viese si de veras honraban a su Dios. Deben acordarse de cómo fue tentado nuestro padre Abrahán, y cómo después de probado con muchas tribulaciones, llegó a ser el amigo de Dios. Así, Isaac, así Jacob, así Moisés, y todos los que agradaron a Dios, pasaron por muchas tribulaciones, manteniéndose siempre fieles. Al contrario, aquellos que no sufrieron las tentaciones con el temor del Señor, sino que manifestaron su impaciencia y prorrumpieron en injuriosas murmuraciones contra el Señor, fueron exterminados. "
San Pablo: "Antes bien, nos portamos en todas las cosas como ministros de Dios, con mucha paciencia en medio de tribulaciones, de necesidades, de angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones..." (II Cor. 6, 4-5).
"Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad" (Gal. 5, 22-23).
"Si padecemos con Cristo, reinaremos también con Él" (II Tim. 2, 12).
"Tú, varón de Dios... sigue la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre" (I Tim. 6, 11).
"Porque os es necesaria la paciencia, para que haciendo la voluntad de Dios, obtengáis la promesa" (Hebr. 10, 36).
Véase también Rom. 5, 3-5, citado más arriba.
San Juan: "Ya que has guardado la doctrina de mi paciencia, Yo también te libraré del tiempo de la prueba" (Apoc. 3, 10).
Santiago: "La prueba de vuestra fe produce la paciencia. Mas la paciencia perfecciona la obra para que seáis perfectos y cabales, sin faltar en cosa alguna" (Sant. 1,3-4).
"Bienaventurado aquel hombre que sufre tentación, porque después que fuere probado, recibirá la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman" (Sant. 1, 12).
San Pedro: "Si obrando bien sufrís con paciencia, en eso está el mérito para con Dios" (I Pedr. 2, 20).
Jesucristo: "Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas" (Luc. 21, 19).
"Dad frutos en paciencia" (Luc. 8, 15).
"Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mat. 5, 9-10).

¡HÁGASE TU VOLUNTAD!

El libro de Job nos ayuda a decir a nuestro Padre Celestial lo que Jesús nos enseñó como lo más perfecto: ¡Hágase tu voluntad! (Mat. 6, 10).
Nos libra así de los escrúpulos y de la tentación de confundir la voluntad de Dios con el puro dolor voluntario del propio cuerpo, según enseña San Pablo: "Estas cosas no tienen más que una apariencia de sabiduría, naciendo de una falsa piedad y de una humildad afectada que no cuida del cuerpo privándolo del sustento necesario." (Col. 2, 23. Véase a este respecto Summa Theologica 2-2, q. 88, 2 ad 3; q. 147, 1 ad 2; q. 188, 6 ad 3).
No es eso lo que aprendemos de Jesús; es más bien una sana y veraz desconfianza de nosotros mismos y una filial sumisión a los designios de Dios, lo que el Divino Maestro nos pone por delante, tanto en la humilde oración de Getsemaní, pidiendo que el Padre aparte de Él el cáliz, cuanto en la caída de Pedro que reniega de Él tres veces, ante la servidumbre, después de haber jurado que daría por Él la vida, y que sin duda no habría incurrido en tal miseria si hubiera desconfiado de sí mismo.
Así, cuando Santa Gertrudis, en una visión tiene por delante para elegir la salud o la enfermedad, no busca ni la una ni la otra, sino que se arroja en el Corazón de Cristo para que sea Él quien resuelva.
¡Hágase tu voluntad! Recemos así, pero no como quien agacha la cabeza ante una fatalidad ineludible y cruel, sino como el niño que dice al Padre: Elige tú lo que me conviene, pues lo sabes mejor que yo, y sé que quieres mi bien.
María dice Fiat y también Magníficat.
Tal es la espiritualidad auténticamente evangélica, que en estos últimos tiempos ha proclamado Santa Teresa de Lisieux, como fácil camino de infancia espiritual, como ascensor que nos lleva al cielo en los brazos de Cristo, y que los soberanos pontífices han señalado y recomendado como verdadero secreto de la santidad, fundándose en la terminante sentencia de Jesús: "Si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mat. 18, 3).
El gran mérito de Sta. Teresita, observa acertadamente el Cardenal Bourne, es el haber sabido suprimir "las matemáticas de la santidad", esos mil escrúpulos que obstaculizan el camino de la infancia espiritual y filial sumisión a los designios del Padre.
¡Hágase tu voluntad! Hagamos nosotros esta humilde oración de Jesús y digamos con Él: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (Luc. 22, 42); "No lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieres" Marc. 14, 36).
La sagrada voluntad del Padre sea nuestra obsesión como lo era de Jesús: su comida (Juan 4, 34); su propósito (Juan 5, 30); su obra toda (Juan 17, 4). Y todo eso redundó en favor nuestro, porque como observa S. León: "¿Quién podría soportar los odios del mundo, los torbellinos de las tentaciones, los terrores de las persecuciones, si Cristo, padeciendo en todos y por todos, no hubiera dicho al Padre: Hágase tu voluntad?".

NEGARSE A SI MISMO

"Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame" (Mat. 16, 24). ¿No suenan estas palabras de Jesús como un Evangelio de dolor?
Bien es cierto que muchos las toman en sentido pesimista, viendo en el Cristianismo la religión de la desgracia, pero no menos cierto es que el negarse a sí mismo, en boca de Cristo, lejos de ser una crueldad es una amorosa advertencia para que nos libremos de nuestro peor enemigo que somos nosotros mismos.
"La carne es flaca", dice Jesús (Mat. 28, 41); sólo "el espíritu está pronto". Ahora bien, el espíritu no es cosa propia nuestra, sino que nos es dado, como enseña San Pablo (Rom. 5, 5; I Tes. 4, 8). Es el Espíritu Santo, qué viene a nosotros y nos anima, como el viento es capaz de hacer volar una hoja seca.
De ahí la fórmula de San Ireneo: "El nombre es cuerpo y alma. El cristiano es cuerpo, alma y espíritu" (véase I Tes. 5, 23).
Este espíritu, que siempre "está pronto", es lo único que puede vencer a esa carne débil y mala, cuyos deseos son contrarios al espíritu.
Mientras obra en nosotros el espíritu, San Pablo nos asegura que no realizaremos esos malos deseos de la carne (Gal. 5, 16 s.).
Éstos son los que nos llevan, no sólo al pecado, sino también a la tristeza y al desaliento en las pruebas.
Negarse a sí mismo es entonces, en primer lugar, desconfiar de nosotros y buscar consuelo y fuerza en los pensamientos revelados por Dios. Es la receta que da el mismo Jesús a los discípulos en el pasaje antes citado, durante las angustias de Getsemaní: "Velad y orad para no entrar en la tentación" (Mat. 26, 41).

Continuará...

Fuente: RadioCristiandad