martes, 22 de noviembre de 2011

Homilía del Beato John Henry Cardenal Newman: Pecados de debilidad

Homilía: Pecados de debilidad

(un poco de ánimo para los cristianos mediocres, como ud. y como yo)
por el Beato John Henry Cardenal Newman

La carne desea en contra del espíritu, 
y el espíritu en contra de la carne, 
siendo cosas opuestas entre sí, 
a fin de que no hagáis cuanto querríais.
Gál. V:17

No resulta  infrecuente que se diga de la Iglesia Católica, y nos podemos congratular humildemente por eso, que, aunque abrigue en su seno errores, desacuerdos y pecados extremos por cuenta de sus miembros tomados por separados, sin embargo todo lo que los fieles hacen en común, lo que hacen combinadamente, lo que hacen cuando se juntan, o lo que reciben o confiesan universalmente, son cosas divinas y santas; de tal modo que los pecados de cada fiel en particular se borran, y en sus vagabundeos por la heterodoxia los fieles se ven reconducidos de tal modo que terminan en la verdad, a pesar, y en cierto sentido, por medio, del error. 

No digo aquí que el error tenga poder alguno para arribar a la verdad, ni que sea una condición previa necesaria, sino que le place a Dios Todopoderoso llevar a cabo su obra y cumplir con sus divinos propósito valiéndose de las debilidades de los hombres y sus pecados. Así a Balaam le pusieron una palabra en la boca (Núm. XXIII:5) y Caifás profetizó en el acto mismo de persuadir que mataran a Nuestro Señor (Jn. XI:50). 

Lo que es verdad respecto de la Iglesia como cuerpo, resulta ser también cierto de cada uno de los miembros que cumple con su vocación: su fe produce resultados justos y santos por mucho que el proceso que desemboca en esos resultados incluya imperfecciones de su agente; de tal modo que si pudiésemos ver su alma como la ven los ángeles, se vería, visto a la distancia, con un rostro joven y revestido de luminosidad; mas si nos acercáramos, veríamos que su faz está arrugada y que tiene los vestidos andrajosos. Por tanto su justicia parecería entonces, no diré superficial (esto induciría a error), mas en lo profundo de su alma se vería que las obras buenas han sido arrancadas de pecados y que son el resultado de un combate permanente―que no son el fruto de una naturaleza espontánea, sino de un dominio de sí mismo adquirido a fuerza de hábito.

Aquí abajo la fe verdadera no tiene aspecto pacífico sino que más bien se encuentra en continuo conflicto, y que un hombre peque continuamente no es prueba de que no esté en estado de gracia, con tal de que esos pecados no permanezcan en él cuando (lo que yo daría en llamar) los resultados finales, sino que se convierten en algo que no nos pertenece, que nos es enteramente desemejante―se convierten en verdad y justicia. Así como obtenemos la felicidad a través del sufrimiento, así también llegamos a la santidad pasando por debilidades puesto que la condición del hombre es la de caído, y el alma que sale del país del pecado por fuerza antes hubo de atravesarlo. 

Y así es que hombres santos se ven impedidos de contemplarse con satisfacción, o de descansar en cosa alguna que no sea la muerte de Nuestro Señor como único fundamento de su confianza. Y es que aunque aquella muerte ha suscitado vida en ellos en cierta medida, y ha efectuado el propósito por el cual ocurrió, sin embargo a sí mismos se ven únicamente como pecadores, su renovación queda escondida a sus propios ojos por razón de las circunstancias que la rodean. Cuanto mucho, lo más que pueden decir a su favor es que no están cometiendo ninguno de esos pecados que evidentemente los excluiría de la gracia, mas cuán poca esperanza firme pueden poner en semejante evidencia negativa, se deduce a las claras de las palabras de San Pablo sobre el particular, quien, refiriéndose a las censuras que padecía de parte de los corintios, dice “aunque de nada me acusa la conciencia no por eso estoy justificado. El que me juzga es el Señor” (I Cor. IV:4). 

En efecto, así como los hombres en combate no pueden saber cómo va la batalla, así tampoco los cristianos disponen de signo seguro de la presencia de Dios en sus corazones y sólo pueden contemplar a su Señor y Salvador esperando tímidamente en Él. De tal modo que fácilmente aceptarán las conocidas palabras, no como expresión de una doctrina sino de la experiencia que tienen de sí mismos: “El escaso fruto de santidad que damos, sabe Dios, es corrupto e inconsistente; no ponemos en él ninguna clase de confianza… nuestra protesta continua ante Él es, y debe ser, que soportamos nuestras debilidades y pedimos perdón por nuestras ofensas” (Hooker “On Justification”,  § 9).

Enumeremos pues, algunas de las debilidades a las que me refiero aquí, falencias que ciertamente aquejan a quienes no están en estado de gracia (y eso con cosas adicionales que las agravan aun más), pero que también pueden aquejar a quien se mantiene en la obediencia y cuya existencia no necesariamente implica ausencia de fe viva y verdadera. La revista servirá para humillarnos, y tal vez le proporcione aliento a quienes se sienten deprimidos, recordándoles que no son réprobos por mucho que no alcancen a ser lo que debieran. 

Pues bien, de los pecados que nos manchan, bien que sin un grado de consentimiento como para alejar la gracia, debo mencionar en primer lugar al pecado original. Cómo es que nacemos bajo una maldición sin arte ni parte nuestra, no lo sabemos; es un misterio; pero cuando nos convertimos en cristianos, la maldición es quitada. Ya no estamos bajo la ira de Dios; nuestra culpa resulta perdonada, bien que la infección que produce, permanece. Me refiero que aún vive dentro nuestro un principio de iniquidad que deshonra nuestras mejores obras. Hasta qué punto, por la gracia de Dios, seamos capaces de reprender, restringir y destruir esta infección, es harina de otro costal; con todo, ciertamente no es quitada enteramente y a una con el bautismo y por eso necesariamente constituye una grave humillación para los que se esfuerzan de “andar de una manera digna del Señor” (Col. I:10). Es cosa involuntaria, y por tanto no expulsa a la gracia; y con todo en sí misma esta infección producto del pecado original nos hace sentir miserables en extremo y resulta harto humillante: y todos pueden descubrir esto en sí mismos, con tal que se observen cuidadosamente. Me refiero a lo que se llama el viejo Adán, la soberbia, hipocresía, engaño, incredulidad, egoísmo, avaricia, me refiero a la herencia del Árbol del conocimiento del bien y del mal; pecados que las palabras de la serpiente sembraron en los corazones de nuestros primeros padres que crecieron y dieron fruto, en algunos multiplicándose por treinta, en otros por sesenta, en otros por cien, y que hemos heredado por descendencia carnal.

Otra clase de pecados involuntarios, que a menudo no ascienden a tanto como para expulsar la gracia de nuestras almas al igual que la infección de nuestras naturalezas vulneradas, pero que sin embargo son más humillantes y que causan gran preocupación, consiste en aquellos que provienen de hábitos de pecado anteriores, por más que haga mucho que se los haya abandonado. No podemos deshacernos del pecado cuando queremos; por mucho que nos arrepintamos, por mucho que Dios nos perdona, sin embargo estos pecados antiguos conservan cierto poder sobre nuestras almas, aparecen en nuestros hábitos y habitan en nuestras memorias. Han dado color a nuestros pensamientos, palabras y obras, y aunque, con muchos esfuerzos, intentamos lavarlos de nuestras almas, sin embargo esto no se logra sino gradualmente. Hombres que han sido perezosos, o altaneros, u obstinados, o impuros, o mundanos cuando jóvenes y luego se convierten a Dios, y que ahora darían un brazo por haber sido distintos de lo que han sido, pero a quiénes su personalidad anterior les queda asida, como un vestido envenenado que come de ellos. No pueden hacer cosas que querrían, y de tiempo en tiempo se ven otra vez casi reducidos a ese estado de paganos. Y contra esto protesta el Apóstol cuando exclama, “¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?” (Rom. VII:24).

Otra clase de pecados involuntarios son los que surgen por falta de señorío sobre sí mismo; esto es, del hecho que sus almas poseen más luz en la inteligencia que fuerza de voluntad: la conciencia está formada, pero los principios que la gobiernan son débiles. El alma del hombre ha sido pensada para que allí reine un orden político, en donde residen muchas potestades y facultades y a cada una le corresponde su debido lugar. Ahora bien, que estas se extralimiten constituye pecado; y con todo no pueden mantenerse en sus límites sino por un prudente gobierno―siendo que no estamos a la altura de semejante tarea, sino después de extendida costumbre. 

Mientras estamos aprendiendo a gobernarnos nos vemos constantemente expuestos al riesgo, o más bien a que efectivamente se sucedan incontables fracasos. Fracasamos mientras andamos de camino, bien que triunfemos al final; y así, como acabo de sugerir, el proceso de aprender a obedecer a Dios es, en cierto sentido, un proceso de pecados, por la naturaleza del caso mismo. Se nos tiene que perdonar mucha cosa; y peor aún, cuanto más nos esforzamos más se nos tiene que perdonar. Cuantas más elevadas nuestras metas, más grandes son los riesgos que corremos. Aquellos que apuestan mucho con sus talentos, ganan mucho, y al final pueden oír las palabras, “Bien hecho, siervo bueno y fiel”, pero han sufrido tantos fracasos durante el camino que a sí mismos no se ven más que como un enorme fracaso. No pueden creer que han realizado algún progreso; y aunque así lo crean, en sus obras seguramente habrá mucho para perdonar. Son como David, hombres ensangrentados; pelean el buen combate de la fe, pero salen manchados de la batalla.

No estoy hablando de ejemplos de devoción extraordinaria, sino de lo que todos han de saber respecto de su propio caso, cuán difícil es mantener el dominio de uno mismo y hacer lo que se propone―cuán débil se muestra el principio de gobierno de su alma, y cuán pobre e imperfectamente arriba a sus propias nociones de justicia y verdad; cuán difícil resulta mandar sobre sus sentimientos, pena, ira, impaciencia, júbilo, temor, cuán difícil resulta gobernar su propia lengua, decir justo lo que conviene; cuán difícil hacerse de la determinación necesaria para cumplir con lo que se ha propuesto, en este tiempo o en aquel otro; cuán difícil salir de la cama a la mañana; cuán difícil cumplir escrupulosamente con sus deberes y no quedar perezoso; cuán difícil comer y tomar lo justo, cuán difícil prestar atención cuando se reza; cuán difícil regular los pensamientos durante la jornada; cuán difícil mantener alejados los pensamientos que deben mantenerse a distancia. 

Somos seres de cabeza débil, excitables, afeminados, caprichosos, irritables, veleidosos, miserables. Si nadie manda sobre nosotros, no es sino porque estamos parcialmente sujetos al dominio del Rey de los Santos. Ni bien tratamos de hacer cuanto nos propusimos, ni bien rezamos con el fervor necesario, que no cesan de aparecer tiempos de prueba: ni siquiera alcanzamos nuestras metas de perfección, sino que estamos muy lejos de semejante cosa, y a lo mejor incluso hacemos exactamente lo contrario de lo que nos proponíamos. Mientras no se nos muestra una tentación externa en el presente, nuestras pasiones duermen, y creemos que todo está bien. Luego pensamos, y reflexionamos, y nos determinamos a hacer alguna cosa. Mas cuando aparece la tentación ¿qué nos ocurre entonces? Somos como Daniel en la jaula de los leones; y nuestras pasiones son los leones; excepto que no contamos con la gracia de Daniel para lograr de Dios que cierre la boca de aquellas fieras, no fueran a devorarnos. Es entonces que nuestra razón se revela como el domador que habitualmente está a la altura de su trabajo, pero no cuando las fieras se muestran excitadas.

¡Helás! No importa cuál sea la afección que sufre el alma, ¡cuán miserable se siente! Quizá sea una monótona y abrumadora pereza, o una cobardía, la que extiende sus inmensos brazos para abrazarnos con fuerza, dejándonos sin aliento y obligándonos a despreciarnos, al mismo tiempo que resultamos impotentes en resistirlas. O tal vez sea la ira o alguna otra pasión baja, que, por el momento, escapa a nuestro control, lanzándose sobre su víctima, para nuestro horror y desgracia; y en cualquier caso, el alma ¡en qué miserable jaula de brutas fieras se convierte y nosotros (digo yo) literalmente incapaces de ayudarla! Por supuesto que aquí no estoy hablando de actos inicuos, los frutos de la obstinación, no sé, como malicia, o venganza, o impureza, o destemplanza, o violencia, o robo, o fraude―¡helás! el corazón pecador frecuentemente pasa a cometer pecados que inmediatamente lo esconden de la luz de la faz de Dios, no, no me refiero a eso, sino que estoy suponiendo lo que ocurrió en el caso de Eva cuando miró hacia el árbol y vio que el fruto era bueno, pero eso sí, antes de tomarlo, antes de que la concupiscencia hubiese concebido para dar a luz al pecado que al nacer estaba completo y engendró la muerte. Estoy suponiendo que no transgredimos al  punto de alejar a Dios de nosotros, que Él ante nuestras súplicas encadena a los leones antes de que no hagan más que asustarnos con sus rugidos―antes de que caigan sobre nosotros y nos destruyan: y aun así, ¡qué miseria, cuanta polución, cuanto sacrilegio, qué caos hay en aquel lugar consagrado que constituye templo del Espíritu Santo! 

¿Cómo puede ser que la lámpara de Dios no se apague de inmediato, cuando pareciera que el alma tiende hacia el infierno y la esperanza prácticamente ha desaparecido? En verdad, constituye un caso de misericordia asombrosa, ¡misericordia que tanto soporta! ¡Paciencia incomprensible de parte del Santo, para avenirse a morar en semejante desierto, en compañía de bestias tan salvajes! Y es que hay una divina virtud excesiva en la gracia que se nos otorga y que no resulta apagada.

Pero así es la promesa, no para los que pecan alegremente después de recibir la gracia, pues no hay esperanza para quienes así se comportan; mas allí donde el pecado no es parte de una corriente, por más que verdaderamente sea pecado, sea pecado de nacimiento, o de hábitos cristalizados hace mucho tiempo, o que ocurren por la falta de señorío que estamos tratando de recuperar, Dios misericordiosamente nos tolera y los perdona, y “la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado” (I Jn. I:7).

Más todavía, podría detenerme en los pecados en que caemos cuando somos tomados por sorpresa―cuando la tentación es repentina, como le pasó a San Pedro, cuando negó a Cristo la primera vez (aunque si eso se convirtió en otra cosa cuando lo negó por segunda y por tercera vez no es asunto a tratar aquí).

Y también, esos pecados que nacen de las tentaciones del diablo, inflamando las heridas y mataduras de pecados antiguos ya curados, o casi; excitando la memoria, y haciéndonos tropezar; y así, recurriendo a nuestras antigua persona para oponerla a nuestra voluntad actual.
O aquellos pecados que nacen de una deficiencia en la experiencia práctica o que proceden de una cierta ignorancia sobre cómo llevar a cabo nuestros deberes ni bien nos lo proponemos. Los hombres se determinan a ser generosos y recaen en la prodigalidad, quieren mostrarse firmes y celosos y terminan siendo crueles; quieren ser benévolos y resultan indulgentes en exceso y débiles; hacen daño allí donde querían hacer el bien; se involucran en empresas, o promueven planes, o manifiestan opiniones, o fijan un modelo a seguir de todo lo cual proceden males; homologan cosas malas; confunden errores con la verdad; son celosos en su afán por defender doctrinas falsas; se oponen a la causa de Dios. Apenas si podríamos decir que todo esto se hace sin pecar, y sin embargo bien puede ser que se trate de pecados involuntarios y que con sólo reconocerlos resulten perdonados. 

Pero también podría referirme a esos motivos bajos, perspectivas mundanas, error en los principios, falsas máximas que nos rodean por doquier, cosas todas de las que nos contagiamos (por así decirlo) los unos de los otros―ese espíritu del mundo que respiramos y que mancha todo lo que hacemos, bien que difícilmente pueda sostenerse que se trate de una contaminación deliberada: más bien resultan ser pecados consistentes con la presencia de la gracia de Dios en nosotros y que esa gracia los borrará de una vez y para siempre.

Por último, muchos se podría decir sobre el tema de aquello que las letanías dan en llamar “negligencias e ignorancias”, sobre olvidos, faltas de atención, displicencia, falta de seriedad, frivolidades y toda una variedad de debilidades que nos aquejan, de las que somos concientes en nosotros o que vemos en otros.

Tales son algunas de las clases de pecado que puede que se encuentren en uno cuya voluntad está rectamente enderezada y que vive su fe; y que eso no es contradictorio con la posibilidad de que aun así permanezcan en estado de gracia y que puedan considerarse como pecados de debilidad. Desde luego, siempre habrá que recordar que no siempre las debilidades han de ser consideradas como debilidades; se pegan también a quienes viven cometiendo pecados deliberadamente, gente que no dispone de garantía ninguna de que están predestinados.

Los hombres nunca dejan de estar bajo la influencia del pecado original, o bajo la de pecados de años anteriores: ahora, agregando ofensas más graves aún, tampoco recuperarán el dominio de sí ni desaprenderán sus hábitos de negligencias e ignorancias. Los que no están en estado de gracia padecen debilidades y muchas cosas más. Y siempre permanecerá en ellos una tendencia a justificar sus pecados deliberados sosteniendo que son de debilidad, no más. Siempre hay que tener esto presente. 

Tampoco estoy intentando trazar una línea demarcatoria entre las debilidades y las transgresiones; sólo digo que, estas falencias, más allá de que se le pegan a toda clase de personas, puede que se le peguen también a quienes están libres de la transgresión, y que no tienen por qué entristecerse o sentirse miserables por cuenta de sus debilidades que en ellos no destruye la fe ni son incompatibles con la gracia.

Quiénes son estos sólo lo sabe de cierto Aquel que “escudriña los riñones y el corazón” (Jer. XI:20), que “sabe cuál es el sentir del Espíritu” (Rom. VIII:27), que “discierne entre el impío y el justo” (Mal. III:18). Él es capaz, en medio del laberinto de motivos y principios que guerrean dentro nuestro, de trazar limpiamente la obra perfecta de justicia que allí continúa su marcha y establecer los rudimentos de un nuevo mundo que ascienden de ese caos. Él puede discernir entre lo que es habitual y lo que resulta accidental; qué cosas crecen y cuáles están en decadencia; qué cosa es un resultado y qué cosa permanece indeterminada; qué cosas son veramente nuestras y qué cosas están dentro nuestro. Dios estima la diferencia entre una voluntad que le está dedicada con honestidad y una que no es sincera. Y allí donde hay un alma voluntariosa, la acepta “conforme a lo que uno tiene, no a lo que no tiene” (II Cor. VIII:12). En aquellos con voluntad santa, Él esta presente para la santificación y la aceptación; y, como los rayos del sol en alguna cueva en la tierra, su gracia lo ilumina todo y consume todas las nieblas y vapores que de allí proceden.

En verdad, no contamos con conocimientos como los de Él; por elevados que estuviésemos en el favor de Dios, no contaríamos con la certeza de nuestra justificación. Y sin embargo, con sólo saber esto, que las debilidades no son necesariamente señal de reprobación, de que los elegidos de Dios las padecen, y que posiblemente nuestros pecados no sean más que debilidades, todo esto, por sí solo, seguramente constituye un consuelo.

Y pensar que por lo menos Dios continúa adhiriéndonos visiblemente a su Iglesia; que no retira las ordenanzas de su gracia; que nos suministra medios de instrucción, modelos de santidad, guía religiosa, buenos libros; que nos permite frecuentar su casa y que nos presentemos delante de Él en la liturgia y la comunión; que nos otorga oportunidades para la oración privada; que cuida de nuestras almas; que nos proporciona cierta ansiedad por asegurar nuestra salvación; un deseo de ser más estrictos y concienzudos, más sencillos en la fe, con más amor que ahora; todo esto tiende a apaciguarnos y darnos aliento cuando la conciencia de nuestras debilidades nos atemoriza. 

Y más todavía, si Dios parece estar haciendo de nosotros sus instrumentos para alguno de sus propósitos, sea enseñando, advirtiendo, guiando o consolando a otros, resistiendo errores, desparramando el conocimiento de la verdad, o edificando su Iglesia, esto también reforzará en nosotros la convicción, no de que Dios sin género de dudas está contento con nosotros, pues el amor puede quedar escindido del conocimiento de los misterios, sino que a pesar de nuestros pecados no nos ha abandonado por completo: todavía nos recuerda, nos conoce por nuestro nombre y desea nuestra salvación.

Es más, si a pesar de todas nuestras debilidades podemos señalar algunas ocasiones en que hemos sacrificado alguna cosa en el servicio de Dios, o vencido, más o menos, algún hábito pecaminoso o inicua tendencia de nuestra naturaleza; o si podemos notar alguna costumbre de negarnos que habitualmente practicamos, o alguna obra que hemos llevado a cabo para la mayor gloria y honor de Dios; esto a lo mejor puede llenarnos con la humilde esperanza de que Dios trabaja en nosotros y que por tanto, está en paz con nosotros.

Por último, si contamos, por la misericordia de Dios, con un sentido interior de nuestra propia sinceridad e integridad, si sentimos que podemos protestar ante Dios con San Pedro que lo queremos a Él solo y que deseamos complacerlo en todo lo que hacemos―en la medida en que sentimos esto, o por lo menos en los tiempos en que lo sentimos, con eso nuestro corazón se ha reasegurado de que contamos con su favor y que nos hallamos en plena batalla por ser dignos herederos de su Reino Eterno.                           

Fuente: Et voilà !  

Visto en: http://devocioncatolica.blogspot.com/

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