martes, 29 de noviembre de 2011

Homilía del Beato John Henry Cardenal Newman: El poder de la voluntad

Homilía: El poder de la voluntad

Beato John Henry Cardenal Newman

Beato John Henry Cardenal Newman


Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder.
Ef. VI:10

Bien sabemos que hay una gran multitud de cristianos profesos que, ¡helás!, de hecho se han apartado de Dios con deliberada voluntad y propósito y que por tanto al presente están alejados de la gracia de Dios; y eso aunque no lo sepan ni les importe. Pero un gran número de almas, por lo menos la mitad del total de los cristianos, se hallan en otras circunstancias. No se han apartado del estado de gracia, ni tampoco tienen que arrepentirse y volverse a Dios, en el sentido en que sí lo tienen que hacer quienes se han permitido transgresiones deliberadas después de acceder al conocimiento de la verdad que les fuera enseñada.

A ellos nos queremos referir: son una gran cantidad de cristianos que se encuentran en toda clase de situaciones, que habiendo contado con buenos padres y consejeros, o familias seguras, o que se han embarcado en una vida religiosa, o que por razón de la falta de pasión y vivos sentimientos, o por lo que fuera, son cristianos de quienes no se puede presumir que se hayan desprendido de las vestiduras de la gracia divina, ni que hayan apostatado para pasarse a las filas enemigas. Y con todo, no están seguros. Puesto que ciertamente no se alcanza el cielo con sólo evitar el mal, resulta fácil de entender que no hay más alternativa que la de seguir el bien.

¿Cuál, entonces, es el peligro que corren? Es sencillo: el del siervo inútil que escondió los talentos de su señor. Existe igual distancia entre aquel siervo perezoso y quienes obtuvieron ganancias con sus talentos, que la que hay entre dos clases de cristianos que conviven aquí abajo como hermanos―hay una clase que está usando de la gracia que le fue conferida y otra que se muestra negligente en esto; hay cristianos que progresan y otros que se quedan quietos; unos que trabajan por la recompensa y otros que nada hacen y que valen bien poco. Siempre deberíamos conservar esta manera de ver las cosas cuando hablamos del estado de gracia. A los ojos de Dios gozamos de su favor en diferentes grados, quizás estemos gozando de más y más favor o tal vez de cada vez menos; es posible que no hayamos perdido enteramente la gracia a sus ojos, y sin embargo, a lo mejor no la aseguramos: puede que al presente estemos seguros pero siempre ante perspectivas peligrosas. Puede que seamos más o menos “hipócritas”, “perezosos” o “infructuosos” y que sin embargo aún no haya pasado nuestro día de gracia. Quizás aún conservamos restos de nuestra nueva naturaleza, que la influencia de la gracia todavía se hace notar, tanto como el poder de la enmienda y de la conversión dentro nuestro. A lo mejor todavía contamos con talentos que podemos hacer fructificar y dones que podemos hacer valer. Tal vez no hemos sido arrojados de nuestro estado de justificación y sin embargo carecemos de aquel amor de Dios, ese amor por la verdad de Dios, esa hambre de santidad, de obediencia generosa y activa, de ese grado de franca entrega que, sólo ellas, pueden garantizarnos que algún día oigamos las benditas palabras: “¡Bien!, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor.” (Mt. XXV:21).

La única condición que nos garantiza el cielo es el amor de Dios. Puede que nos abstengamos de pecados graves y sin embargo nos encontramos faltos de este divino don “sin el cual estamos muertos” a los ojos de Dios. Esto, el amor de Dios, modifica toda nuestra existencia; esto hace que vivamos; esto nos hace crecer en gracia y buenas obras; esto nos hace dignos de poder un día comparecer en su presencia.

Ahora, bien, hasta aquí he dicho una cantidad de cosas cada una de las cuales merece mayor desarrollo y sobre las que habrá que insistir.

Indudablemente una y otra vez se nos exhorta en la Escritura a ser santos y perfectos, a ser santos e irreprochables a los ojos de Dios, a ser santos como Él es santo, a guardar sus mandamientos, a cumplir con toda la ley, a que nos llenemos de los frutos de la justicia. ¿Por qué no obedecemos como debiéramos? Muchos dirán que es porque tenemos una naturaleza caída y que eso dificulta nuestros propósitos; que no lo podemos evitar, por mucho que debiésemos lamentarlo, que aquí estriba la razón de nuestros defectos. No es así: podemos remediar este estado de cosas, nada lo impide; lo que nos falta es voluntad; y si es así, es por culpa nuestra. Se nos han concedido todas las cosas; Dios nos ha otorgado sus mercedes sobreabundantemente; en nuestro interior hay una profunda fuente de poder y fuerza: pero el caso es que no le aplicamos el corazón, no tenemos la voluntad, no contamos con el deseo de usarlos. Nos falta esta única cosa: el deseo de ser renovados enteramente; y se me hace que si cualquiera de nosotros se examina cuidadosamente reconocerá que así es y que esa es la razón por la que no puede y de hecho no obedece ni progresa en la santidad.
De la Escritura se desprende claramente que contamos con este gran don dentro nuestro o que estamos en estado de gracia (pues ambas cosas quieren decir prácticamente lo mismo). Todos sabemos lo que dice la Escritura sobre el particular, lo que no quita que incluso aquí no haríamos mal en detenernos en uno o dos pasajes para recordar esto a ver si se nos imprime en el alma.

Por tanto, consideremos las palabras de Nuestro Salvador: “Quien beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota hasta la vida eterna.” (Jn. IV.14) Vacíen los océanos, toda esa agua no llenará los espacios infinitos de los cielos, pero el don dentro nuestro puede manar hasta llenar la eternidad.

Y en otro lugar, consideremos las admirables palabras en la epístola cuyo texto comentamos, cuando alaba a “Él que es poderoso para hacer en todo, mediante su fuerza que obra en nosotros, incomparablemente más de lo que pedimos y pensamos” (Ef. III:20). Aquí observamos que a nosotros los cristianos nos es dado un poder “que obra en nosotros”, un poder especial, misterioso y oculto, que nos convierte en sus instrumentos.
Incluso esto de que contamos con almas es cosa extraña y misteriosa. No vemos nuestras almas; pero las vemos en los demás y somos concientes de un principio dentro nuestro que rige nuestros cuerpos y hace de ellos seres enteramente diferentes a los animales. Disponemos dentro nuestro de aquello que informa nuestros cuerpos y los convierte de cuerpos animales en humanos. Los animales no pueden hablar; los rostros de los animales apenas si cuentan con la capacidad de expresarse; no pueden conformar sociedades; no pueden progresar. ¿Por qué? Porque no cuentan con ese don escondido que nosotros sí tenemos―la razón. ¿Y bien? Del mismo modo San Pablo refiere a los cristianos como contando ellos también con un poder interior que obtienen porque son cristianos (o cuando se convierten en tales), y lo designa, en el texto que aquí comento, como “el poder que obra en nosotros”. En un capítulo anterior de esta misma epístola habla de “la soberana grandeza de su poder para con nosotros los que creemos” (Ef. I:19) y dice que los ojos de nuestros corazones necesitan ser iluminados para reconocerlo; y lo compara a ese poder divino que reside en Cristo Nuestro Salvador que en el tiempo oportuno lo resucitó de entre los muertos, de tal modo que las ataduras de la muerte ya no tenían dominio sobre Él. Así como las semillas, que parecen inertes, contienen vida, así también el Cuerpo de Cristo, cuando muerto, contenía la vida misma; e igualmente, aunque de manera diferente, nosotros también, pecadores como somos, disponemos de un principio espiritual dentro nuestro―con tal de que lo usemos―tan grande, tan maravilloso, que todos los poderes del mundo visible, todas las fuerzas y apetitos de la materia, todos los milagros físicos que en nuestro tiempo están siendo descubiertos, casi más allá del tiempo y del espacio, que prescinden de los números y rivalizan con la mente, todos esos poderes de la naturaleza son nada comparados con este don nuestro. ¿Por qué digo semejante cosa? Porque el Apóstol nos dice que mediante esto Dios es capaz de “hacer incomparablemente más de lo que pedimos y pensamos”. Ya ven que se encuentra a vueltas con las palabras por encontrar las que pudieran expresar la exuberante, desbordante plenitud, la vasta e inconmensurable profundidad de aquello que acaba de designar como “la anchura y largura y alteza y profundidad” del don que se nos ha dispensado. Y de aquí en otro lugar dice “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Phil. IV.13), lugar éste en el que recurre al mismo vocablo que ocurre en el texto: “Mis hermanos, sed fuertes en el Señor y en la fuerza de su poder.” ¿No ven cómo acumula las palabras? Primero, sed fuertes, o fortaleceos. ¿Fuertes en qué? Fuertes en poder. ¿En qué poder? En la fuerza de su poder, el poder de Dios. Tres palabras se usan, una detrás de la otra, para expresar el don múltiple con el que Dios nos regaló. Él agregó a la fuerza el poder, y al poder lo ha hecho crecer en fortaleza. Contamos con la fuerza de su poder; no sólo eso, sino con el poder de la fuerza de su poder que es Todopoderoso.
Y precisamente esto es lo que refiere San Lucas cuando nos cuenta en el libro de los Hechos sobre el estado de San Pablo después de su conversión: “Saulo, empero, fortalecíase cada día más y confundía a los judíos que vivían en Damasco” (Hechos IX:22). Se hacía más y más fuerte. Y al final de su carrera, cuando se lo hizo comparecer ante los romanos: “El Señor”, dice, “me asistió y me fortaleció” (II Tim. IV:17) para luego a su vez exhortar a Timoteo: “Por tanto, hijo mío, vigorízate en la gracia que se halla en Cristo Jesús, lo que me oíste en presencia de muchos testigos, eso mismo transmítelo a hombres fieles, los cuales serán aptos para enseñarlo a otros. Sufre conmigo los trabajos como un buen soldado de Cristo Jesús.” (II Tim. II:1-3).
Dije recién que no necesitábamos de la Escritura acerca de este poder que nos ha sido divinamente dispensado, que con nuestra propia conciencia alcanzaba. No quiero decir con eso que nuestra conciencia alcanzará para expresarnos con la plenitud que hallamos en las expresiones del Apóstol; porque, claro, la tribulación no puede nunca certificar cuál es el alcance un don inagotable. Todo lo que podemos saber por experiencia es que se trata de un poder que nos supera a nosotros, que nunca hemos podido medirlo, que hemos recurrido a él y nunca lo hemos agotado, que contamos con la evidencia de tener un poder con nosotros, cuán grande no lo sabemos, que hace por nosotros lo que nosotros solos no podríamos, y que siempre está a la altura de todas nuestras necesidades. Y en esta medida disponemos de abundante evidencia de esto mismo.

Preguntémonos, pues, ¿por qué sucede tan a menudo que deseamos hacer el bien y no podemos? ¿Por qué razón somos tan endebles, débiles, lánguidos, veleidosos, cortos de vista, fluctuantes, perversos? ¿Por qué no podemos “hacer lo que querríamos”? ¿Por qué razón, día tras día, permanecemos irresolutos, servimos a Dios tan pobremente, tenemos tan poco dominio de nosotros mismos, no podemos gobernar nuestros pensamientos, que nos mostramos tan perezosos, cobardes, descontentos, sensuales, ignorantes? Pregunto por qué es que nosotros, que confiamos en que no hemos caído del estado de gracia por haber pecado deliberadamente (pues de estos hoy no hablamos), por qué es que nosotros que no somos gobernados por ningún señor inicuo y que no estamos dominados por la solicitación terrena, que no somos codiciosos, ni llevamos una vida licenciosa, ni tampoco somos mundanos, ni ambiciosos, ni envidiosos, ni soberbios, que no nos hallamos faltos de compasión ni deseosos de fama―¿por qué nosotros, que pertenecemos al mismísimo reino de la gracia, que nos hallamos rodeados de ángeles y con santos que nos preceden, podemos hacer tan poco y, en lugar de ascender con alas como águilas, nos arrastramos en el polvo, y sólo podemos pecar y confesar que hemos pecado, alternativamente? ¿Será que el poder de Dios no reside dentro nuestro? ¿Será que no somos capaces, literalmente, de guardar los mandamientos de Dios? ¡Que el diablo sea sordo!

Sí que lo somos. Contamos con aquello que se nos ha dado y que nos hace capaces. No estamos en el estado de naturaleza. Aquel don de la gracia fue plantado en nuestros corazones. Disponemos de un poder dentro nuestro para cumplir con lo que se nos manda. ¿Dónde está la deficiencia? ¿En la falta de poder? No; en la falta de voluntad. De lo que carecemos es de la real, sencilla, empeñosa, sincera inclinación y deseo de recurrir a aquello que Dios nos ha dado y que abrigamos en nuestro interior. Esto lo sabemos, digo, por experiencia. No se trata de una cuestión meramente doctrinaria, mucho menos una cuestión de palabras, sino de cosas: aquí nos referimos a un asunto sencillamente práctico.

Por poner un ejemplo que ilustra su sencillez. ¿Acaso no contamos por naturaleza con la potestad de usar nuestras propias piernas? ¿Qué cosa es la pereza entonces, sino una falta de voluntad? Cuando no nos fijamos en un objeto lo bastante como para vencer el inconveniente de un esfuerzo, nos quedamos como estamos―si en ese caso debiésemos caminar, nos mostramos perezosos. Mas ¿por ventura es aquel esfuerzo siquiera un esfuerzo cuando en verdad deseamos aquello que requiere de este esfuerzo? De igual manera, para ilustrarlo con algo más importante. ¿Acaso los sentimientos de remordimiento y arrepentimiento son tan distintos que apenas si se parecen? En ambos un hombre se muestra muestra compungido y avergonzado por lo que ha hecho; en ambos presiente dolorosamente que a lo mejor vuelve a pecar nuevamente a pesar de su presente pena. Quizás han oído a un hombre lamentarse de que es tan débil que teme qué pasará la próxima vez, por muchas que sean sus buenas resoluciones. Indudablemente hay casos en que un hombre resulta así de débil, aunque conserve una voluntad empeñosa; y desde luego, continuamente le ocurre que se ve dominado por sentimientos ingobernables y pasiones bajas que su razón le señala.

Pero en una gran multitud de casos esta protesta de falta de fuerzas en realidad consiste en un caso de falta de voluntad. Cuando alguien se queja que está bajo el dominio de un mal hábito, que se pregunte seriamente si alguna vez quiso deshacerse de él. ¿Puede sencillamente, en la presencia de Dios, decir “quiero deshacerme de esto”?

A modo de ejemplo, pongamos el caso de uno que no puede prestar atención cuando reza; su mente divaga; aparecen pensamientos intrusos; el tiempo pasa, y siempre es lo mismo. ¿Diremos que esto sucede por debilidad, por falta de poder? Por supuesto, podría ser así; pero antes que diga semejante cosa, que considere si alguna vez se llamó al orden a sí mismo, se sacudió, se despertó a sí mismo, obligándose por así decirlo, a prestar atención. Bien conocemos la sensación en medio de una pesadilla, cuando nos decimos a nosotros mismos “esto es un sueño” y sin embargo no podemos movilizar de tal manera la voluntad como para liberarnos de esa fea sensación y cómo a la larga, mediante un esfuerzo de voluntad nos movemos y el encanto se rompe de inmediato: nos hemos despertado. Así pasa con la pereza y la indolencia; el Inicuo pesa mucho en nosotros, pero sólo tiene poder sobre nosotros en la medida en que somos remisos en librarnos de él. No puede combatir contra nosotros; huye; ni bien nos proponemos combatirlo ya nada puede hacer.

Existe el famoso ejemplo de un santo hombre de la Antigüedad que, antes de su conversión intuía agudamente la excelencia de la pureza pero que no alcanzaba en sus oraciones a ir más allá que decir: “Señor, dame la castidad, pero no todavía.” No seré tan desconsiderado como para menguar el poder de ninguna tentación sea de la clase que sea, ni tampoco caeré en la presunción de decir que Dios Todopoderoso ciertamente protegerá a un hombre de la tentación que lo acosa con tal que el tentado lo desee; pero cada vez que los hombres se quejan de lo arduo que resulta alcanzar ciertas virtudes, por lo menos no estaría mal que primero se hagan la pregunta, si en verdad lo desean.

En los días que corren se oye mucho acerca de la imposibilidad de una pureza celestial―y lejos estoy de negar que cada cual recibe sus dones propios de la mano de Dios, uno de un modo y otro de otro―pero ¡vosotros los hombres de este mundo!, cuando habláis como lo hacéis tan extendidamente sobre la imposibilidad de esta gracia sobrenatural o de esta otra, cuando descreéis de la existencia de un severo gobierno de sí, cuando os mofáis de las santas resoluciones y difamais a quienes así lo hacen, ¿estáis seguros de que la imposibilidad a la que se refieren no procede de la naturaleza, sino de la voluntad? Tratemos de querer en serio y nuestra naturaleza se ve modificada “conforme al poder que obra en nosotros”. No digáis para excusaros o para disculpar a otros que no podéis ser distintos de cómo os hizo Adán; nunca os habéis resuelto a quererlo―la sola idea les resulta insoportable. No soportáis la idea de ser distintos de lo que sois. Así, se les ocurre la peregrina idea de que si fuerais diferentes, la vida estaría como en blanco, mas aquello que efectivamente sois por no desear un don, esto mismo usáis a modo de excusa: que no disponéis de ese poder.

Pongamos de ejemplo la prueba que más os guste―la ridiculización del mundo o su censura, la pérdida de oportunidades, la pérdida de admiradores o amigos, la pérdida de confort, el soportar dolores corporales―y recordad cuán fácil ha sido el camino ni bien nos determinamos a someternos a él; cuán simple resultó todo lo demás, cuán admirablemente una cantidad de dificultades fueron removidas sin participación nuestra, y cómo el alma se vio fortalecida interiormente con sólo hacer lo que había que hacer. Sólo que pocas veces contamos con el corazón para arrojarnos, por así decirlo, sobre el Brazo Divino; no nos animamos a caminar sobre las aguas, aunque Cristo nos invita a eso mismo. No contamos con el amor de San Pedro para pedirle permiso para dirigirse hacia Él caminando sobre las aguas. Ahora, ni bien nos vemos llenos de aquel celestial amor, lo podemos todo, porque lo intentamos todo―pues el intentarlo equivale a hacerlo.

Querría que cada uno de ustedes considere cuidadosamente si alguna vez halló que Dios les falló en una prueba cuando el propio corazón no fallaba; y si acaso no han encontrado que se les ha otorgado más y más fuerza en la medida en que les hacía falta; si acaso no han obtenido una clara prueba en el día de la tentación de que efectivamente sí cuentan con un poder divino dentro vuestro además de una cierta convicción, en medio de todo, de que no han recurrido a ese poder enteramente, que nunca lo agotaron. La gracia siempre supera la oración. Abrahán dejó de interceder antes de que Dios cesara de otorgar. Joás derrotó a los sirios en tres oportunidades cuando bien podría haber obtenido cinco o seis victorias. Todos disponen del don, muchos ni siquiera lo usan, nadie lo agota. Uno lo envuelve en una servilleta, otro gana cinco libras, otro diez. Pero fructificará por treinta, o por sesenta, o por cien. No sabemos lo que somos, o podríamos ser. Así como la semilla contiene dentro suyo un árbol, así también los
hombres contienen dentro suyo ángeles.

De aquí el gran énfasis que hallamos en la Escritura acerca del crecimiento en la gracia. Las semillas han sido hechas para crecer y convertirse en árboles. Somos regenerados para que nos veamos renovados diariamente a imagen de Aquel que nos regeneró.

En los lugares que siguen se establece cuál es nuestra vocación para “despertar la rectitud del espíritu con aquello que os recuerdo” (II Pet. III:1). “Fortaleceos en el Señor”, dice el Apóstol, “y en la fuerza de su poder. Revestíos de la armadura de Dios… ceñidos los lomos con la verdad y vestidos con la coraza de la justicia, y calzados los pies con la prontitud del Evangelio de la paz. Abrazad en todas las ocasiones el escudo de la fe, con la cual podréis apagar todos los dardos encendidos del Maligno. Recibid asimismo el yelmo de la salud y la espada del Espíritu” (Ef. VI: 10, 11, 13-17). En nosotros, primero una gracia y luego otra serán perfeccionadas en nosotros. Cada día traerá su propio tesoro hasta que nos hallemos de pie, como espíritus benditos, capaces y esperando cumplir la voluntad de Dios.

Y aún más apropiadas son las palabras de San Pedro que fundan toda esta doctrina sobre la que hoy he estado insistiendo, punto por punto. En primer lugar nos dice que “su divino poder nos ha dado todas las cosas conducentes a la vida y a la piedad” (II Pet. 3), esto es, que contamos con un don. Luego se refiere al objeto que ese regalo mismo ha de realizar―“preciosos y grandísimos bienes se nos han obsequiado para que merced a ellos llegaseis a ser partícipes de la naturaleza divina”, para que nosotros, que por nacimientos somos hijos de la cólera, fuésemos interior y realmente hijos de Dios, dejando de lado lo que éramos antes, o, como lo dice él, “dejando la corrupción del mundo que vive en concupiscencias”, esto es, limpiándonos de la última rémora que queda en nosotros del pecado original, la infección de la concupiscencia. Con lo que concuerda muy precisamente San Pablo cuando se dirige a los Corintios: “Teniendo tales promesas”, dice, “purifiquémosnos de toda contaminación de carne y de espíritu, santificándonos cada vez más con un santo temor de Dios” (II Cor. VII:1). Pero sigamos con San Pedro: “Poned todo vuestro empeño”, dice, “en unir a vuestra fe la rectitud, a la rectitud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la paciencia, a la paciencia la piedad, a la piedad el amor fraternal, y al amor fraternal la caridad” (II Pet. I:5-7). Luego habla de los que, aunque no se puede decir de ellos que hayan perdido la gracia de Dios, sin embargo por razón de una voluntad indolente y un amor tibio, se han vuelto de ningún provecho y no son más que obstrucciones en la viña del Señor, “porque quien no posee estas cosas está ciego y anda a tientas, olvidado de la purificación de sus antiguos pecados” (II:I:9)―se ha olvidado de la limpieza que una vez recibió cuando fue introducido al reino de la gracia. “Por lo cual, hermanos, esforzaos más por hacer segura vuestra vocación y elección; porque haciendo esto no tropezaréis jamás. Y de este modo os estará ampliamente abierto el acceso al reino eterno de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo.” (II Pet. I:10). Día tras día entraréis más y más profundamente en la plenitud de las riquezas de aquel reino al cual pertenecéis.

Y si no, por último, considerad la relación que hace San Pablo de aquel mismo crecimiento y su curso, en su Epístola a los Romanos: “La tribulación obra paciencia; la paciencia, prueba; la prueba, esperanza; y la esperanza no engaña”. Tales son la serie de dones: paciencia, experiencia, esperanza, un alma sin vergüenza―¿y de dónde procede todo esto? Continúa, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” (Rom. V:3-5).

El amor lo puede todo; “la caridad nunca desfallece” (I Cor. XIII:8); el que quiere, dispone del poder. Diréis: “¿Pero no es que la voluntad misma del hombre procede de Dios?, y que, por tanto, después de todo, ¿no es Él quién todo lo hace, no nosotros, si nosotros no tenemos voluntad?”. Respondo diciendo que indudablemente, por naturaleza nuestra voluntad está atada; no podemos querer el bien; pero por la gracia de Dios nuestra voluntad ha sido liberada; obtenemos nuevamente, hasta cierto punto, el don del libre arbitrio; por tanto, podemos querer o no querer. Si queremos, indiscutiblemente eso procede de la gracia de Dios, quien nos dio la potestad de querer, alabado sea su santo nombre; pero procede de nosotros también, porque hemos usado de ese poder que Dios nos dio. Dios nos permite querer y obrar; por naturaleza no podemos querer, pero sí lo podemos por gracia; y si ahora nos falta voluntad es por causa de un defecto nuestro. ¿Qué puede hacer por nosotros la Misericordia Todopoderosa que no haya hecho ya? “Nos ha dado todas las cosas conducentes a la vida y a la piedad” y por tanto, nosotros, podemos “hacer segura nuestra vocación” (II Pet. I:3, 10), como lo hicieron los santos hombres de Dios de antaño.

¡Ah, cómo nos avergüenzan aquellos antiguos santos!, ¡cómo “cobraron fuerza de su flaqueza, se hicieron poderosos en la guerra” (Heb. XI:34) y se convirtieron en ángeles sobre la tierra en lugar de hombres! ¿Y por qué? Porque tenían un corazón con el que contemplar, planear, querer grandes cosas. Indiscutiblemente, en muchos respectos, no somos sino hombres hasta el fin; tenemos hambre, tenemos sed, necesitamos sustento, dormir, vida en sociedad, instrucción, aliento, ejemplos; y con todo, ¿quién puede decir qué alturas no pueden alcanzar a su debido tiempo en todas las cosas, comenzando de a poco y sin embargo anticipando en la distancia la sombra de grandes cosas?

“Dilata el lugar de tu tienda, que se hagan más anchas las pieles de tu pabellón; no seas parca en ello, alarga tus cuerdas y afianza tus estacas, pues te extenderás a la derecha y a la izquierda… No temas, pues no quedarás confundida; no te avergüences, porque no tendrás de qué avergonzarte... Serás restablecida en justicia y estarás lejos de la opresión, puedes nada tendrás que temer y estarás lejos del espanto, el cual no te alcanzará más… Esta es la herencia de los siervos de Yahvé y la justicia que de Mí les vendrá, oráculo de Yahvé.” (Is. LIV:2-4, 14, 17).

Palabra elevadas como éstas refieren en primer lugar a la Iglesia, mas indudablemente se cumplen en su medida en cada uno de sus hijos verdaderos.

Pero nosotros nos sentamos fría e indolentemente y nos quedamos en casa; juntamos las manos y pedimos “dormir un poquito más”, cerramos los ojos, no podemos ver cosas en lontananza, no podemos “ver la tierra que está en la distancia”; no entedemos que Cristo nos llama en su seguimiento; no oímos las voces de sus heraldos en el desierto; no tenemos corazón bastante para acercarnos a Él que multiplica los panes y que nos alimenta con cada palabra salida de su boca. Otros hijos de Adán antes que ahora han hecho con el poder de Cristo lo que ahora nosotros dejamos de lado. Tememos ser demasiado santos. Nos avergüenzan; alrededor nuestro los hay quienes están haciendo lo que nosotros no nos animamos. Otros están entrando más profundamente al reino de los cielos que nosotros. Otros están peleando contra sus enemigos más verdaderamente y con mayor bravura. Los iletrados, los faltos de recursos, los jóvenes, los débiles y los simples, con una honda y piedras del arroyo, salen al encuentro de Goliat como si tuviesen una armadura divina. Día tras día la Iglesia se eleva hacia los cielos a nuestro alrededor y nosotros no hacemos más que objetar, o explicar, o criticar, o disculparnos o admirarnos. Tememos juntar nuestra suerte con la de los santos, no sea que nos convirtamos en una secta; tenemos miedo de buscar la puerta estrecha, no vaya a ser que seamos de los elegidos y no de los muchos.

¡Oh, que podamos mostrarnos leales y afectuosos antes que se termine nuestra carrera! Antes de que el sol se ponga sobre nuestra tumba, ¡quiera Dios que podamos aprender siquiera un poquito más acerca de aquello que el Apóstol llama el amor de Cristo que excede todo conocimiento y podamos atrapar algunos de los rayos de amor que proceden de Él!

Especialmente en este tiempo, cuando Cristo nos convoca al desierto, ciñémonos los lomos y obedezcamos sus órdenes sin pensarlo dos veces. Tomemos su cruz y sigámoslo. Revistámonos con “la armadura de Dios, para poder sostenernos contra los ataques engañosos del diablo. Porque para nosotros la lucha no es contra la sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritud de la maldad en lo celestial. Tomad por eso, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, habiendo cumplido todo, estar en pie.” (Ef. VI:11-13).


Fuente: Et Voilà
Leído en: devocioncatolica.blogspot

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