viernes, 14 de octubre de 2011

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS: EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA – 3º PARTE


por Radio Cristiandad
LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA
CAPITULO III
LA PROVIDENCIA Y EL DEBER
DEL MOMENTO ACTUAL

Omne quodcumque facitis in verbo aut in opere, omnia in nomine Domini facite. Todo cuanto hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor.” (Coloss. 3, 17).
Para mejor ver cuál haya de ser cada día nuestra confianza y nuestro abandono en Dios, conviene tener la atención puesta en el deber del momento actual y en la gracia que se nos dispensa para cumplirlo. Trataremos primero del deber del momento presente, según lo han entendido los Santos, e ilustraremos luego la conducta de éstos por medio de la doctrina de la Sagrada Escritura y de la Teología, la cual es para todos nosotros.
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Del deber del momento actual,
según la han entendido los Santos, y de la luz que contiene
Tocante a nosotros, a nuestra vida individual, la expresión de la voluntad divina se encierra en el deber de cada momento, por insignificante que parezca.
María vivió unida a Dios cumpliendo por momentos la voluntad divina manifestada en las obligaciones cotidianas de su vida, tan sencilla y vulgar en apariencia como la de las demás mujeres de su condición.
Los Santos vivieron entregados al cumplimiento de la voluntad de Dios tal cual se les mostraba por momentos, sin conturbarse por las contrariedades imprevistas. Su secreto consistía en tratar de ser en todo instante lo que la acción divina quería hacer de ellos. En esta acción veían lo que habían de obrar y padecer, sus deberes y sus cruces. Estaban persuadidos de que el acontecimiento actual es un signo de la voluntad o de la permisión divina para bien de los que le buscan.
Hasta la vista del mal, ejercitando su paciencia, mostrábales por contraste lo que debe hacerse para evitar el pecado y sus funestas consecuencias.
Los santos ven de esta manera en la cadena de los acontecimientos una enseñanza providencial y creen que por cima de la serie de los hechos exteriores de nuestra vida hay otra serie paralela de gracias actuales, que de continuo se nos ofrecen para que saquemos el máximo provecho espiritual de los sucesos agradables o dolorosos.
Si atentamente considerásemos la serie de los acontecimientos, descubriríamos en ella lecciones prácticas de nuestro Dios, algo así como una revelación prolongada o el Evangelio aplicado hasta el fin de los tiempos.
Solemos distinguir en todos los órdenes la enseñanza teórica o abstracta y la práctica o aplicada. Lo mismo ocurre en el orden espiritual, donde el Señor nos da ambas enseñanzas: la una en el Evangelio, y la otra en nuestra vida.
Con frecuencia olvidamos esta gran verdad. En cuanto nos visita la contrariedad o el infortunio, todo se vuelve quejas y murmuraciones. Parécenos que la enfermedad nos aprieta cuando más necesidad teníamos de trabajar, que carecemos de ciertas cosas que nos son en absoluto indispensables, que nos privan de los medios necesarios, que nos ponen obstáculos insuperables en el cumplimiento de nuestras obligaciones, en el apostólico ministerio.
En tales circunstancias y en otras mucho más difíciles los Santos dicen: La única cosa verdaderamente necesaria es cumplir cada día la voluntad de Dios. El Señor nunca manda cosas imposibles; mas hay en cada momento y para cada uno de nosotros un deber que Él hace realmente posible de cumplir, para lo cual sólo exige de nosotros generosidad y amor.
Cuando, pues, cierto acontecimiento doloroso es consecuencia de nuestras faltas, hemos de ver en ello una lección providencial, y recibirlo con humildad, y sacar provecho para lo venidero.
Y cuando sin culpa nuestra permite el Señor que seamos privados de ciertos bienes, señal cierta es de no ser ellos necesarios para la santificación y la salud eterna de nuestras almas.
Paréceles a los Santos que en cierto sentido nada les falta, como no sea el suficiente amor a Dios.
Si supiéramos lo que son los acontecimientos que llamamos obstáculos, contrariedades, reveses, contratiempos, infortunios o fracasos, lamentaríamos ciertamente el desorden que pueda haber en ellos —los Santos lo deploraban más que nadie y sufrían por ello mucho más que nosotros—, pero más bien nos reprocharíamos las murmuraciones y pondríamos la mira en el bien superior que Dios busca en todo cuanto dispone y aun en las cosas que permite.
Léese en el Libro II de los Reyes (16, 6), que un cierto Semeí, pariente de Saúl, insultaba a David y le arrojaba piedras con su mano y maldiciones por su boca. Quiso un oficial de David dar muerte al provocador; pero se lo impidió el piadoso Rey, diciendo: Dejadle maldecir; pues si el Señor le ha dicho: Maldice a David, ¿quién osará decirle: por qué haces esto?… Déjale que me maldiga… ¿Quién sabe si el señor no mirará mi congoja y me bendecirá en retorno de esta maldición?
Estas palabras nos recuerdan las de Nuestro Señor en el huerto de Getsemaní, cuando a Pedro recomienda calma, se deja prender por los hombres que guía Judas y sana la oreja de Malco, herido por la espada de Pedro. ¡Cuántos hechos semejantes encontramos en las vidas de los Santos, realizados tan luego se les presentaba la ocasión!
No hemos de sorprendernos de que los caminos de la Providencia estén a veces envueltos en un misterio tal que desconcierta nuestra razón. El justo vive de la fe, dice la Escritura; vive particularmente del misterio de la Providencia y sus caminos. Y acaba por comprender que, lejos de ser contradictorio el misterio, no podemos negarlo sin que resulte contradicción toda nuestra vida.
Leemos en diversos lugares de la Escritura: Dios da la muerte y da la vida, conduce al sepulcro y libra de él.
Cuanto más la acción divina nos hace morir al pecado y sus consecuencias, tanto más nos aleja de todo lo que no es Dios y tanto más nos vivifica. Se dice que la gracia es a veces como un verdugo; y sin embargo, lejos de destruir la naturaleza en lo que ésta tiene de bueno, la perfecciona, la restaura y la eleva. Se le puede aplicar lo que se dice de Dios: mortificat et vivificat.
El P. Caussade, explicando los caminos de la Providencia, dice: Cuanto es más oscuro el misterio, tanta más luz contiene, pues la oscuridad proviene de la luz demasiado refulgente para ojos tan flacos como los nuestros.
Además, lo que principalmente instruye al hombre es la propia experiencia adquirida en los acontecimientos, donde se manifiesta la voluntad o la permisión divina en cada momento. Y eso es lo que forma en nosotros elconocimiento experimental del gobierno divino, sin el cual apenas podemos dirigirnos en materia de espíritu ni ser de provecho para los demás.
Así se explica el bien sobrenatural que han hecho a muchas almas algunos Santos, como el Cura de Ars, el cual carecía de cultura teológica profunda, pero tenía conocimiento admirable del gobierno de Dios en toda clase de almas. Así se explica que el Santo, sin tiempo apenas para reflexionar, pudiera dar el mismo día a cientos de personas consejo seguro y de inmediata aplicación.
Sobre todo en el orden espiritual, nada sabemos con perfección que no nos lo haya enseñado la experiencia por medio del sufrimiento o de la acción. Nuestro Señor, que desde el primer instante de su venida al mundo tenía en su alma santísima la visión beatífica y la ciencia infusa, quiso tener también el conocimiento experimental que se adquiere cada día, el cual hace ver las cosas, aun las previstas de un modo infalible, en un aspecto especial que da el contacto con la realidad.
Prevemos que cierto amigo muy querido, que se halla gravemente enfermo, presto va a morir, pero si sabemos abrir los ojos, su misma muerte encierra una nueva enseñanza, por medio de la cual nos instruye Dios a medida que transcurre el tiempo.
Esa es la escuela del Espíritu Santo, ésas son sus lecciones, que no se aprenden en los libros y varían de un alma a otra; lo que es útil para una, no lo es para otra.
Sin pretender con espíritu supersticioso dar valor a meras coincidencias insignificantes, escuchemos con sencillez lo que nos enseña la Providencia a cada uno en particular en las lecciones que nos da. No es menester materializar ni mecanizar esta doctrina; sólo se trata de dar sentido sobrenatural a todas las cosas, sin entrar en vanas disputas y ridículas disquisiciones.
Como dice el autor que acabamos de citar: La revelación del momento actual es una fuente inagotable de santidad… Los que estáis sedientos, sabed que no tenéis por qué ir a buscar muy lejos la fuente de agua viva; brota muy cerca de vosotros, en el momento actual; apresuraos a correr hacia ella. Teniendo el manantial tan a la mano, ¿por qué os fatigáis tras los arroyuelos?…
¡Oh amor ignorado! parece que se han acabado tus maravillas y que no queda otro recurso que copiar tus antiguas obras y citar tus discursos pasados. Y nadie ve que tu acción inagotable es fuente infinita, de nuevos pensamientos, de nuevos sufrimientos, de nuevas acciones… de nuevos santos.
El Corazón de Jesús es un foco de gracias siempre nuevas.
Los Santos de cada época no han tenido necesidad de copiar la vida ni los escritos de quienes les precedieron, sino de vivir perpetuamente entregados a las secretas inspiraciones de Dios; en esto imitan a sus antecesores, a pesar de ser las circunstancias distintas en cada época y en cada vida individual.
Si acertásemos a ver la luz divina que encierra el momento presente, en él echaríamos de ver que, ora sea como prueba, ora por contraste, todo puede ser para nosotros medio, instrumento o, al menos, ocasión de aprovechamiento espiritual en el amor de Dios. Según el orden establecido por la Providencia, este momento actual está relacionado con nuestro último fin, que es lo único necesario; por donde cada instante del tiempo que pasa tiene relación con el instante único de la eternidad perdurable.
Si acertásemos a ver esta relación, no sólo sería para nosotros santificadora la hora de la Misa, la de la oración o la de la visita al Santísimo Sacramento, mas también cualquier otra hora del día tendría sentido sobrenaturaly nos recordaría que vamos caminando hacia la eternidad.
De aquí la santa costumbre de bendecir la hora que comienza o de pedir para ella la bendición divina. En cada minuto debemos estar dentro del orden divino; no hay momento del día en que no tengamos algún deber que cumplir para con Dios o para con el prójimo, por lo menos de paciencia, cuando no es posible el acto externo.
Cada minuto debemos santificar el nombre de Dios, como si no tuviéramos otra cosa que hacer en el tiempo, como si de inmediato hubiéramos de entrar en la eternidad.
Así vivían en el campo de batalla los buenos cristianos en la pasada guerra, expuestos a los tiros de artillería que se repetían cada tres minutos: Quizá dentro de un momento hayamos de morir, se decían; y procuraban vivir el momento actual pensando en la eternidad.
Así vivieron los Santos, no sólo en circunstancias excepcionales, sino durante el curso normal de su existencia, sin perder, por decirlo así, la presencia de Dios. Ahora bien, su conducta se explica por los principios del Evangelio de que venimos hablando, los cuales se aplican también a nosotros.
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Doctrina de la Sagrada Escritura y de la Teología
sobre el deber del momento presente
San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto, les decía: Ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios. (II Cor. 10, 31). Y a los Colosenses: Cuanto hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, dando por medio de Él gracias a Dios Padre. (Coloss. 3,17).
Nuestro Señor mismo lo dijo, según refiere San Mateo (12, 36): De la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; y el hombre malo, del mal tesoro saca cosas malas. Yo os digo que de cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres han de dar cuenta en el día del juicio
Santo Tomás declara el sentido y el alcance de esta, doctrina cuando enseña (Ia-IIæ, q. 18, a. 9) que no hay acto deliberado que, tomado en concreto, hic et nunc, sea indiferente en lo que a la moral toca.
Cada uno de nuestros actos, o es bueno, o es malo. ¿Por qué? Porque el acto deliberado del ser racional debe ser racional, que es lo mismo que decir ordenado a un fin bueno y honesto; y el acto deliberado de un cristiano debe estar ordenado a Dios, por lo menos virtualmente.
Hecho en estas condiciones, el acto es bueno; de lo contrario, será malo. No hay término medio.
Nuestras mismas recreaciones, las diversiones, los paseos, deben tener un fin honesto. El hecho de pasear, considerado en abstracto, es, ciertamente, indiferente. Puede ser también indiferente pasear en este lugar o en aquel otro; pero el paseo debe tener una finalidad racional, como reparar las fuerzas para proseguir el trabajo. De esta manera adquiere condición moral el esparcimiento del ánimo y tiene mérito en la vida del ser racional.
Todos nuestros actos deliberados, decía un eximio predicador, son como gotas de lluvia que caen en las cumbres, en la divisoria de las aguas; de ellas, unas van a la derecha, buscando tal río y tal océano, otras corren a la izquierda, hacia otro río y otro océano opuesto y muy lejano.
De la misma suerte, todos nuestros actos deliberados van unas veces hacia el bien, y en último término hacia Dios, otras hacia el mal. Ninguno de estos actos es indiferente, tomado en la realidad concreta de la vida.
Tal doctrina puede parecer a primera vista demasiado rígida. No lo parecerá, si se considera que basta una intención virtual o implícita, renovada por la mañana en el momento de la oración y cuantas veces nos mueve el Espíritu Santo a elevar el corazón a Dios.
Es, por el contrario, una doctrina muy consoladora; pues de ella se infiere que en la vida del justo cualquier acto deliberado que no sea pecaminoso es moralmente bueno y meritorio, sea fácil o difícil, pequeño o grande.
Es también muy santificante esta doctrina, si bien se entiende y practica, porque nos mueve a pensar quecuanto Dios hace en cada momento bien hecho está y es un signo de su voluntad.
Así Job, viéndose privado de todo, vio en la privación la voluntad de Dios, que le ponía a prueba para santificarle, y en vez de maldecir aquel minuto tan aflictivo, bendijo el nombre del Señor.
Aprendamos, pues, a reconocer en lo que nos sucede en cada momento del día, ora una voluntad positiva de Dios, ora una permisión dirigida siempre a un bien superior. De esta manera conservaremos la paz, venga lo que viniere.
San Francisco de Sales resume esta doctrina en pocas palabras: Cada momento llega a nosotros con una orden de Dios y va luego a sumergirse en la eternidad, para ser por siempre jamás lo que de él hayamos hecho.
La visión casi continua de la voluntad divina manifestada en el deber del momento actual procede principalmente del don de sabiduría, que en cierta manera nos hace ver en Dios, Causa Primera y Fin Último, todos los acontecimientos, ora sean dolorosos, ora agradables.
De aquí se ve que este don corresponde, como nota San Agustín, a la bienaventuranza de los pacíficos, es decir, de los que conservan la paz donde tantos otros la pierden, de los que muchas veces devuelven la paz a los más conturbados: Beati pacifici, quia filli Dei vocabuntur.

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