viernes, 7 de octubre de 2011

LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS del R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

por Radio Cristiandad
LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.



EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA

CAPÍTULO II
DE LA MANERA
COMO HEMOS DE ABANDONARNOS
EN MANOS DE LA PROVIDENCIA

Vimos en el capítulo anterior que en la Sabiduría y Bondad de Dios está el fundamento de la confianza y del abandono en la divina Providencia; vimos asimismo que nuestro abandono ha de ser total, tanto en las cosas que miran al cuerpo como en las que al alma se refieren, previa condición de cumplir nuestros deberes cotidianos, ciertos de que la fidelidad en las cosas pequeñas nos ha de granjear las gracias necesarias para tenerla también en las grandes.
Veamos ahora la manera de hacer abandono de nosotros en manos de la Providencia, cuál ha de ser el espíritu que en ello nos guíe y en qué virtudes se ha de inspirar.

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De las diferentes maneras de abandono en la divina Providencia
según la naturaleza de los acontecimientos

(cf. San Francisco de Sales, L’Amour de Dieu,
livre 8, ch. 5; livre 9, ch. 1, 7)
Para mejor entender esta doctrina de la santa indiferencia, conviene advertir, como lo han hecho a menudo los autores espirituales, que no es lo mismo el abandono en los acontecimientos independientes de la voluntad humana, que cuando se trata de las injusticias de los hombres o de nuestras propias faltas y de las consecuencias que de ellas se siguen.
En las cosas que no dependen de la voluntad humana, como los accidentes imprevistos, las enfermedades incurables, el abandono nunca pecará de excesivo. La resistencia, además de inútil, sólo servirá para aumentar nuestra desventura; mas la aceptación acompañada de espíritu de fe, de confianza y de amor realza el mérito de los trabajos inevitables.
Pruebas ha habido que han transformado ciertas vidas, como puede verse en la biografía del Padre Girard, que lleva por título: Vingt-deux ans de martyre. Luego de recibir el diaconado, vióse atacado de tuberculosis ósea, que le inmovilizó en el lecho durante veintidós años; todos los días ofrecía por los sacerdotes coetáneos los dolores crueles que le aquejaban. No habiendo tenido la dicha de celebrar la Santa Misa, uníase diariamente al sacrificio incruento de Jesucristo. Así quedó transformada una vocación que la enfermedad no malogró.
Cada vez que en circunstancias dolorosas nuestros labios susurran un fiat, se añade nuevo mérito a los ya adquiridos y sube de punto la virtud santificadora de la prueba real. Y aun es más; porque por medio del abandono sacamos provecho de las tribulaciones probables, que quizá nunca lleguen a suceder, como Abraham tuvo gran mérito cuando con perfecto abandono aceptó la inmolación de su único hijo, que el Señor no le exigió hasta el fin. De esta manera la práctica del abandono convierte las pruebas actuales o venideras en medios de santificación, tanto más eficaces, cuanto mayor es el amor que lo inspira.

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¿Qué hacer, cuando las pruebas vienen de la injusticia de los hombres, de la malevolencia, de las malas maneras, de la calumnia?

Tratando de las injurias, de los cargos inmerecidos, de las afrentas y detracciones, cuando sólo atañen a nuestra persona, dice el Doctor Angélico (IIa-IIæ, q. 72, a. 3, et q. 73, a. 3, ad 3) que debemos estar dispuestos a soportarlo todo con paciencia, en conformidad con aquellas palabras de Nuestro Señor: “Si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.” (Matth.5, 39).
Pero a veces, añade, conviene contestar, bien sea en provecho del que insulta, para refrenar su audacia, bien sea para evitar el escándalo que pudiera nacer de las detracciones o calumnias. Y cuando sea el caso de responder y resistir de este modo, hemos de abandonar en manos de Dios el éxito de la diligencia.
En otros términos: debemos deplorar y reprobar las injusticias, no por ser lesivas de nuestro amor propio u orgullo, sino porque ofenden a Dios y ponen en peligro la salvación de aquellos que las infieren, y también de aquellos que por las mismas pudieran extraviarse.
Por lo que hace a nosotros, en la injusticia de los hombres hemos de ver la justicia divina, que permite este mal para darnos ocasión de expiar faltas reales que nadie nos echa en cara.
Conviene también ver en ello la misericordia divina, que quiere desasirnos de las criaturas, librarnos de nuestros afectos desordenados, del argullo, de la tibieza, poniéndonos en la apremiante necesidad de recurrir a la oración de ferviente súplica.
Estas injusticias, espiritualmente consideradas, son como la incisión del bisturí, muy dolorosa, pero salvadora. El dolor que causan nos hace estimar el valor de la verdadera justicia y nos inclina a practicarla con el prójimo, iniciando a la vez en nosotros la bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de justicia, los cuales serán hartos, según promesa del Evangelio.
El menosprecio de los hombres, en lugar de producir en nosotros turbación o desabrimiento, puede ser muy saludable, poniéndonos ante la vista la vanidad de la gloria humana y, por contraste, la belleza de la gloria divina, según la han comprendido los santos. Este es el camino de la verdadera humildad, que nos hace sufrir con paciencia y amar el ser menospreciados (Santo Tomás, De gradibus humilitatis, IIa-IIæ, q. 161, a. 6).

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¿Y qué hemos de hacer cuando se trata de las molestias de todo género que pueden provenir, no ya de la injusticia de los hombres, sino de nuestras propias faltas, de nuestra imprudencia o de nuestra flaqueza?

Se han de distinguir dos aspectos en nuestras faltas y en sus consecuencias: de un lado, el desorden y la culpa; del otro, la saludable humillación.
En lo que mira al desorden, por mucho que proteste el amor propio, nunca lo lamentaremos bastante, por ser ofensa de Dios y daño de nuestra alma, y, por lo general, también de la del prójimo.
En cuanto a la humillación saludable que resulta del mismo, hemos de aceptarla gustosos abandonándonos completamente en las manos de Dios, conforme a aquellas palabras del Salmista (Ps. 118, 71-75): Bonum mihi, quia humiliasti me, Domine, ut discam justificationes tuas… Cognovi, Domine, quia æquitas judicia tua, et in veritate tua humiliasti me… “Bueno es para mí haber sido humillado, para que conociera tus preceptos. Mejor es para mí la ley de tu boca que montones de oro y plata… Bien sé, Señor, que son la misma justicia tus juicios, y que merecidamente me humillaste. Sea ahora tu piedad mi consuelo… Llegue hasta mí tu misericordia, y vuelva yo a la vida, porque en tu ley tengo mis delicias.”
La humillación que nace de las faltas cometidas es el mejor remedio contra la exagerada estima de nosotros mismos, que muchas veces guardamos a pesar de la desconsideración o del menosprecio de los demás. Nos sublevamos a veces con orgullo por la humillación que nos viene del prójimo y nos damos el incienso que el vecino nos niega. Esta es una de las especies de amor propio y orgullo más sutiles y peligrosas; de la cual quiere la misericordia divina corregirnos por medio de la humillación que nos causan nuestras propias faltas, las cuales de esta suerte son en manos de la bondad divina un instrumento de santificación; es, pues, preciso aceptarlas con perfecto abandono en la Providencia, tratando al mismo tiempo de corregirnos de las mismas.
Bonum mihi, quia humiliasti me, Domine… Este es el camino que conduce a la práctica de aquella hermosa sentencia de la Imitación, tan fecunda para quienes la saben comprender: Ama nesciri et pro nihilo reputari: desea que no te conozcan, y que te estimen en nada. Es preciso practicar esta doctrina según dependan o no de nosotros los acontecimientos.

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Cuál haya de ser el espíritu del abandono en manos de la Providencia

¿Habremos de llegar en el abandono en las manos de Dios hasta la renuncia de la esperanza de nuestra salud eterna, como pretenden los quietistas, con pretexto de mayor perfección?
Todo lo contrario: el abandono ha de ir inspirado por la fe, la confianza y el amor.
La voluntad de Dios significada en los mandamientos es que pongamos en Él nuestra esperanza y trabajemos confiadamente en el negocio de nuestra salvación, por grandes que sean los obstáculos que se ofrezcan; y esta voluntad significada es objeto de la obediencia, más no del abandono.
El abandono mira al divino beneplácito, del cual dependen nuestro incierto porvenir y las cosas que a diario ocurren en la vida, como la salud y la enfermedad, el buen éxito o el infortunio (Cf. San Francisco de Sales, L’Amour de Dieu, livre 9, ch. 5; Bossuet, États d’oraison, livre 8, 9).
Renunciar a la salvación, a la eterna beatitud, con pretexto de cosa más perfecta, es completamente contrario al apetito natural de felicidad, el cual nos viene de Dios, junto con la naturaleza.
Es también contrario a las esperanza cristiana, no sólo del común de los fieles, de los imperfectos, mas también de los santos, los cuales en las pruebas más duras esperaron heroicamente “contra toda esperanza humana”, en frase de San Pablo, cuando todo parecía perdido.
Es, finalmente, contraria a la caridad la renuncia de nuestra salud eterna; porque la caridad nos inclina a amar a Dios por Él mismo y a desear poseerle para glorificarle eternamente.
El apetito natural, que nos viene de Dios y nos inclina a desear la felicidad, no es desordenado, por cuanto nos lleva a amar a Dios, bien soberano, más que a nosotros mismos. Lo demuestra el Doctor Angélico (Ia, q. 60, a. 5).
Vemos, dice, en nuestro organismo que la mano está naturalmente inclinada a amar todo el cuerpo más que a sí misma, a sacrificarse por él, si necesario fuere. Asimismo la gallina cobija por instinto bajo sus alas los polluelos, como dice Nuestro Señor, y da su vida, si es preciso, por defenderlos del milano; porque de manera inconsciente ama el bien de su especie más que la propia vida; También en el hombre existe análoga inclinación natural, pero de superior categoría.
Y amando como conviene la parte más noble de su naturaleza, el hombre ama todavía más a su Creador; sería alejarnos de Dios el dejar de querer nuestra perfección y la salud eterna.
No es, pues, el caso de renunciar al deseo de la eterna felicidad so pretexto de mayor perfección, como opinaron los quietistas.
Al contrario, el abandono en las manos de Dios es el ejercicio perfecto de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, juntas en uno.
Algunos autores hablan de la virtud del abandono. Realmente el acto de abandono no depende de una virtud especial del mismo nombre, sino de las tres virtudes teologales y del don de piedad.
Verdad es que Dios purifica nuestro deseo de la salvación del amor propio que se le mezcla, por medio de alguna incertidumbre que permite se suscite en nosotros, la cual nos obliga a amarle por sí mismo y con más pureza.
Es necesario hacer abandono de sí mismo en Dios con espíritu de fe, creyendo, como dice San Pablo (Rom, 8, 28) que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios y perseveran en el amor.
Este acto de fe hizo el santo Job cuando, privado de sus bienes y de sus hijos, se mantuvo fiel a Dios, diciendo: El Señor lo dio, el Señor lo quitó; sea bendito el nombre del Señor. (Job, 1, 21).
De esta manera se dispuso Abraham a obedecer a Dios que le pedía la inmolación de su hijo, y con profunda fe se abandonó en el beneplácito divino en lo tocante a la descendencia. San Pablo lo recuerda al decirnos en su Carta a los Hebreos (11, 17): Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el mismo que había recibido las promesas, ofrecía al unigénito suyo, aunque se le había dicho: De Isaac saldrá la descendencia que llevará tu nombre. Mas él consideraba dentro de sí mismo que Dios podría resucitarle después de muerto.
Nuestras pruebas son, ciertamente, mucho menores, aunque por nuestra flaqueza nos parezcan a veces muy pesadas.
Creamos, por lo menos, a ejemplo de los santos, que el Señor todo lo hace bien: lo mismo cuando nos envía humillaciones y sequedades, que cuando nos colma de honores y de consuelos.
Como nota el P. Piny (Le plus parfait, ch. 7) no hay fe más grande y viva que la de quien cree que Dios dispone todo para nuestro bien espiritual, cuando parece que nos destruye y trastorna nuestros mejores planes, cuando permite que nos calumnien, cuando altera nuestra salud de un modo irremediable, o permite cosas aun más dolorosas.
Vemos en la vida de muchos santos que las graves calumnias que hubieron de sufrir fueron otras tantas ocasiones permitidas por Dios para crecer de una manera prodigiosa en el amor divino.
Aquí se encierra una fe profundísima, por cuanto creemos lo que parece increíble: que Dios, humillándonos, nos ensalza; y porque lo creemos, no sólo en teoría y en abstracto, sino de un modo práctico y real.
Esto es vivir realmente el Evangelio: El que se ensalza (como el fariseo), será humillado; y el que se humilla (como el publicano) será ensalzado. (Luc, 18, 14).
Es vivir las palabras del Magníficat: Deposuit potentes de sede, et exaltavit humiles; esurientes implevit bonis, et divites dimisit inanes: Derribó del solio a los poderosos y ensalzó a los pequeños. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. (Luc. 1, 52).
Hemos de asemejarnos a estos pequeños por la humildad, y a los hambrientos por el vivo deseo de la verdad divina, que es el verdadero pan del alma.
Así pues, previo cumplimiento de los deberes cotidianos, hemos de abandonarnos en manos de Dios con gran espíritu de fe. Debemos hacerlo también con filial confianza en su paternal bondad. La confianza (fiducia o confidentia), dice Santo Tomás (IIa-IIæ, q. 129, a. 6), es la esperanza firme o fortalecida que nace de la fe profunda en la bondad de Dios, autor de la salud eterna.
El motivo formal de la esperanza es la bondad divina, siempre dispuesta a ayudar, conforme a sus promesas: Deus auxilians.
Nos recuerdan este motivo formal de la esperanza de modo especial el nombre de Jesús, que quiere decir Salvador, y diversos títulos de la Madre de Dios: María Auxiliadora, Refugio de los pecadores, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
“Dichosos, dice el Salmista, los que confían en el Señor” (Ps. 2, 12). “Los que en El confían son como el monte Sión; no trepida, su firmeza es eterna.” (Ps. 124, 1). “Guárdame, oh Señor, pues en ti espero.” (Ps. 15, 1). “En ti he puesto mi refugio, jamás seré confundido.” (Ps. 30, 1).
San Pablo, hablando de Abraham, el cual, no obstante su avanzada edad, creyó en la promesa divina, que sería padre de un gran número de gentes, dice: “Habiendo esperado contra toda esperanza, creyó…; no dudó ni tuvo la menor desconfianza de la promesa de Dios; antes se fortaleció en la fe, dando a Dios la gloria, plenamente persuadido de que Dios es poderoso para cumplir todo cuanto tiene prometido.” (Rom. 4, 18).
Como cumplamos nuestros deberes cotidianos, hemos de esperar que Nuestro Señor cumplirá su palabra: “Mis ovejas oyen mi voz; y yo las conozco, y ellas me siguen…, y ninguno las arrebatará de mis manos.” (loann. 10, 28).
Cómo nota el P. Piny, ser como una oveja es abandonarse confiadamente en manos de Nuestro Señor, una vez cumplidos escrupulosamente los deberes. ¿Se puede oír mejor la voz del buen Pastor que acatando constantemente sus mandamientos, rogándole amorosamente se apiade de nosotros y abandonándonos confiadamente en brazos de su misericordia, con todas nuestras faltas y nuestras penas? Es también ser como una oveja depositar en el seno de Dios nuestros temores sobre lo pasado y lo porvenir. Este santo abandono, lejos de oponerse a la esperanza, es la confianza filial más santa, juntamente con el amor cada vez más puro.
En efecto, el amor más puro consiste en alimentarse de la voluntad de Dios, a ejemplo de Nuestro Señor, que dijo: “Mi manjar es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra,” (loann. 4, 34). “No pretendo hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.” (lonn. 5, 30). “Para esto bajé del cielo.” (loann. 6, 38).
No hay, pues, manera más noble, perfecta y pura de amar a Dios, que hacer de la voluntad divina la nuestra propia, cumpliendo la voluntad significada y abandonándonos luego en el divino beneplácito.
Para las almas que siguen esta ruta, Dios lo es todo; éstas pueden por fin decir: Deus meus et omnia. Dios es su centro, y no hallan paz sino en Él, sometiendo sus aspiraciones al divino beneplácito y aceptando con sosiego cuanto Él hace y dispone.
En los momentos difíciles recordaba Santa Catalina de Sena las palabras del Maestro: “Piensa en mí, que yo pensaré en ti”.
Léase, por ejemplo, la vida del Beato Cottolengo, donde se verá cómo Dios amó tiernamente a esta alma tan admirablemente abandonada en la divina Providencia y de qué manera ha bendecido la piccola casa de Turín, donde encuentran hoy asistencia diez mil pobres. ¡Prueba admirable de la bondad de Dios para con nosotros!
Si las estrellas del cielo pregonan la gloria de Dios, mucho más alto la proclaman las obras de misericordia de este género.
Pocas son las almas que llegan a tanta perfección; pero es preciso aspirar a ella.
He aquí una hermosa página de San Francisco de Sales: “Nuestro Señor ama con extremada ternura a aquellos que cifran su dicha en abandonarse totalmente a su cuidado paternal, dejándose gobernar por la divina Providencia, sin pararse a considerar si los efectos de esta Providencia les serán útiles y provechosos, o perjudiciales; guíales la certeza que tienen de que nada les ha de enviar este divino y amabilísimo corazón, ni cosa alguna permitir que les suceda, que no sea para utilidad y provecho de sus almas, con sólo que pongan en él toda su confianza… Como nos abandonemos enteramente a la divina providencia, supuesto el cumplimiento de nuestros deberes cotidianos, Nuestro Señor cuida de todo y lo dirige todo… Entonces el alma es para con Él como un niñito para con su madre; cuando ella le deja en tierra para caminar, camina hasta que de nuevo le toma en sus brazos; y si la madre quiere llevarle, no se opone: no sabe ni piensa a dónde va, mas se deja llevar y conducir a donde su madre quiera. De la misma suerte esta alma, amando en todo cuanto le sucede la voluntad divina de beneplácito, se deja llevar y camina a pesar de todo, cumpliendo con el mayor esmero cuanto sea voluntad significada de Dios”. (Entretien 2).
La íntima persuasión expresada en esta página, fruto de las virtudes teologales y de los dones del Espíritu Santo, está muy por encima de la especulación teológica.
Con razón puede entonces decir a ejemplo de Nuestro Señor: “Mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre”; ahí encuentra la paz, esa paz que es en nosotros como un anticipo de la vida eterna, inchoatio vitæ æternæ.

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