DECIMOSEPTIMO DOMINGO
DESPUES DE PENTECOSTES
Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.
Estando reunidos los fariseos, les propuso Jesús esta cuestión: ¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo? Dícenle: De David. Díceles: Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor, cuando dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies?” Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?
Nadie era capaz de contestarle nada; y desde ese día ninguno se atrevió ya a hacerle más preguntas.
El Evangelio de hoy refiere la crucial pregunta planteada por Nuestro Señor a fariseos y escribas: ¿Qué pensáis acerca del Cristo?
Nuestro Señor, queriendo iluminar a los judíos acerca de su divinidad, les propone la gran cuestión de la filiación del Mesías.
Jesús los pone a prueba, no con malignidad, sino para enseñarles la verdad: ¿Qué pensáis acerca del Cristo? Es una pregunta general, para concentrar la atención de sus oyentes en ésta, más concreta: ¿De quién es hijo?
Jesús trata de remover un prejuicio del espíritu de sus oyentes: creían ellos que el Cristo sería un egregio descendiente del Rey David, pero simple hombre, que restauraría el trono de su progenitor y que arrojaría a los romanos, injustos dominadores.
Jesús quiere elevar su consideración a una filiación más alta…, y les plantea una objeción que no esperaban.
La profecía de David contiene tres verdades de suma importancia:
1ª: el Mesías esperado será más que un hombre, porque es Dios.
2ª: el Cristo, el Mesías, es Dios, igual á su Padre.
3ª: el Cristo será infinitamente poderoso y, por numerosos y fuertes que sean sus enemigos…, triunfará de todos ellos y su reinado será eterno.
Esta magnífica exposición de la doble naturaleza, humana y divina, del Mesías y de su reinado eterno, era un misterio para los fariseos.
Nuestro Señor presenta un texto indiscutible y fulmina un argumento imposible de refutar.
Vencidos, quedarán mudos ante Jesús; pero, orgullosos, no querrán caer a sus pies para adorarle…
Como los Herodianos y los Saduceos, también se reducen al silencio ante todo el pueblo estos Fariseos orgullosos; humillados en un punto esencial de la religión, como es la naturaleza del Mesías…
Con un poco de humildad y de buena voluntad habrían podido pedir al manso Salvador que los iluminase y les explicase este gran misterio.
Pero no, cegados por Satanás, que avivó aún más su odio, se endurecieron cada vez más en su malicia e incredulidad; y, en lugar de reconocer la divinidad de Jesús y rendirle culto como a Cristo, Mesías y Dios, y estuvieron a la espera para atraparlo, maltratarlo y matarlo…
Vencidos los adversarios, cuando creían triunfar de Jesús, lejos de confesarle y admitir su doctrina, se retiran, temerosos de su poder, dejando el campo de las disputas doctrinales para perderle en el de la intriga política y religiosa, en que eran maestros.
Es la posición mental de muchos millares que vendrán, después de los fariseos, para tentar a Jesús…
Dice San Jerónimo: Esta pregunta nos aprovecha hasta hoy contra los judíos; porque los que dicen que el Cristo ha de venir, afirman que es un simple hombre, aunque Santo, de la descendencia de David. Preguntémosles, por lo tanto, como nos enseñó el Señor: si es únicamente hombre, y tan sólo hijo de David, ¿cómo es que David le llama su Señor?
Y San Beda el Venerable agrega: Lo que se les reprocha, pues, no es que le llamen Hijo de David, sino que no le crean Hijo de Dios.
¿Qué pensáis acerca del Cristo?
Mis hermanos, meditemos a menudo esta pregunta… Y retengamos la respuesta y sus consecuencias; pues contiene grandes verdades, preciosas y consoladoras… ¡Máxime para los tiempos que nos tocan vivir!
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Por eso mismo, conviene recordar aquí aquella otra escena que nos relata el Santo Evangelio en otro lugar:
Llegado Jesús a la región de Cesárea de Filipo, pregunta a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y ellos respondieron: Los unos, que Juan el Bautista; los otros, que Elías; y los otros, que Jeremías, o uno de los Profetas. Y Jesús les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
El Señor, queriendo afirmar en la fe a sus discípulos, comienza por alejar de sus espíritus las opiniones y los errores de sus contemporáneos. Por eso les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?
Jesús sabe lo que las multitudes piensan de su Persona; pero su intención, al proponer solemnemente esta cuestión gravísima, era sin duda preparar una segunda pregunta que reclamase la definición absoluta y precisa de su Naturaleza y Persona.
Eran graves y frecuentes las controversias de la gente sencilla, no pervertida por la malicia de escribas y fariseos, sobre la personalidad del gran Maestro y Taumaturgo. Todos le creían un hombre extraordinario, de mayor poder que los antiguos Profetas.
Pero imbuido el pueblo en las desviadas ideas de la magnificencia y poder terrenal del Mesías, ninguno le reconocía por tal.
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Pregunta el Señor a los discípulos para que conozcamos nosotros, por las respuestas de los Apóstoles, las diversas opiniones que había entonces sobre Cristo entre los judíos; y para que investiguemos la opinión que se forman los hombres hoy en día sobre Jesucristo.
San Juan Crisóstomo, aclara: No pregunta: ¿qué dicen los escribas y los fariseos de mí?, sino: ¿qué dicen los hombres de mí? Investiga la opinión del pueblo, porque no estaba inclinado hacia el mal. Y aunque su opinión sobre Cristo era inferior a la realidad, estaba, sin embargo, puro de toda malicia. No así la opinión de los fariseos, que era sumamente maliciosa.
Y Jesús, yendo al fondo del pensamiento de los Apóstoles, les dice: Mas vosotros, acentuando el pronombre y distinguiéndoles de las multitudes, indicándoles ya con eso que espera de ellos otra respuesta, ¿quién decís que soy yo?
Vosotros, que estáis siempre conmigo y que habéis presenciado milagros más grandes que los que ha visto el pueblo…; vosotros, bajo ningún concepto debéis tener sobre mí la misma opinión que éstos.
Vosotros, ¿pensáis de mí como el vulgo?
Señala muy finamente San Jerónimo: Observad por el contexto de las palabras, cómo los apóstoles no son llamados hombres, sino dioses…
Que equivale a decir: aquellos que son hombres, tienen una opinión mundana, pero vosotros que sois dioses, ¿quién decís que soy yo? La pregunta del Señor es admirable; porque los que hablan del Hijo del hombre, son hombres y los que comprenden su divinidad no se llaman hombres, sino dioses.
Que equivale a decir: aquellos que son hombres, tienen una opinión mundana, pero vosotros que sois dioses, ¿quién decís que soy yo? La pregunta del Señor es admirable; porque los que hablan del Hijo del hombre, son hombres y los que comprenden su divinidad no se llaman hombres, sino dioses.
¿Qué encierra la pregunta de Nuestros Señor? San Hilario responde con mucha profundidad: Dio a entender que debían tenerle por otra cosa distinta de lo que veían en Él. Él era, efectivamente, Hijo del hombre. ¿Qué deseaba, pues, que opinaran sobre Él? No debemos opinar sobre lo que Él mismo confesó de sí, sino de lo que está oculto en Él, que es el objeto de la pregunta y la materia de nuestra fe. Nuestra confesión debe estar basada en la creencia de que Cristo no solamente es Hijo del hombre, sino también Hijo de Dios; y en que sin las dos cosas no podemos abrigar esperanza alguna de salvación.
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San Pedro confesó: Tú eres el Cristo, cosa que ignoraban los judíos. Y lo que es aun más: El Hijo de Dios vivo…
La definición que da Pedro de Jesús es llena, precisa, enérgica: Tú eres el Cristo, el Mesías en persona, prometido a los judíos y ardientemente por ellos esperado. Mas: Tú eres el Hijo de Dios, no en el sentido de una relación moral de santidad o por una filiación adoptiva, como así eran llamados los santos, sino el Hijo único de Dios según la naturaleza divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Le llama también Dios vivo para distinguirle de aquellos dioses que llevan el nombre de dioses, pero que están muertos como todas las ficciones de los idólatras.
San Hilario enseña que la fe verdadera e inviolable consiste en creer que el Hijo de Dios fue engendrado por Dios y que tiene la eternidad del Padre. Y la confesión perfecta consiste en decir que este Hijo tomó cuerpo y fue hecho hombre. Pedro comprendió pues en sí todo lo que expresa su naturaleza y su nombre, en lo que está la perfección de las virtudes.
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Repetidamente se llama a Jesús en los Evangelios Hijo del hombre. Esto se debe a que en Jesús hay, en cuanto es Dios, la plenitud de la naturaleza y de la vida divina; y, en cuanto Hombre, posee asimismo la plenitud de la naturaleza y de la vida humana.
Es perfecto Dios y perfecto Hombre; engendrado de la substancia del Padre antes todos los siglos, nacido en el tiempo de la substancia de la madre, como dice el Símbolo de San Atanasio.
Es Jesús Dios verdadero de Dios verdadero; pero es, al propio tiempo, verdadero hombre como nosotros, compuesto de alma y cuerpo, con las mismas facultades espirituales, con los mismos elementos orgánicos, con iguales sentimientos, bien que todo está en Él sublimado a la máxima altura de perfección, porque es el Hombre-tipo.
En distintas ocasiones se emplea en el Antiguo Testamento la locución Hijo del hombre, y en todas ellas, excepto una sola, tiene la significación simple de hombre.
Es el Profeta Daniel quien emplea por primera vez la locución Hijo del hombre en el sentido concreto de alguien que es el Hijo del hombre por antonomasia.
En la famosa visión de los cuatro imperios, se le presenta al Profeta como un Hijo de hombre, que debía fundar el quinto imperio, indestructible, que no será otro que el Reino Mesiánico: Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí que venía uno como Hijo de hombre con las nubes del cielo, y llegó hasta el Anciano… Y dióle la potestad y el honor y el reino… Su potestad es potestad eterna, que no será destruida… (Dan. 7, 13-14).
Desde esta célebre profecía, el Hijo del hombre es sinónimo de Mesías, entre los hebreos.
Es un Hombre que será Dios al mismo tiempo: la naturaleza humana viene manifestada por el apelativo ordinario Hijo del hombre; la naturaleza y el poder divinos se expresan con la forma con que en el Antiguo Testamento se presenta Dios a los hombres: sobre las nubes del cielo.
De hecho, los judíos del tiempo de Cristo hacían sinónimas las dos locuciones; y Caifas, a la respuesta de Jesús Veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo…, entendió la alusión de Jesús a la profecía de Daniel y se rasgó las vestiduras, por creerle blasfemo, pues se atribuía la naturaleza divina.
Jesucristo se presenta a los hombres como Verbo encarnado; es por su Humanidad, unida a su Persona Divina, que Jesús obra, sufre y triunfa; por ello aparece como Hijo del hombre en todos los textos que se refieren a sus funciones de Redentor, de Dios hecho hombre.
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¡Es necesario confesar, con San Pedro, que Jesús es el Hijo de Dios!
Hijo de Dios es el título más glorioso de Jesucristo, y en el que se funda toda la grandeza de los demás que se le atribuyen; el que le ha conquistado más seguidores y más acérrimos enemigos.
En el sentido estricto de la palabra, Jesús es el Hijo natural de Dios, y, por lo mismo, es Dios.
Jesús es el Hijo de Dios, no adoptivo, sino natural, único. Esta afirmación sale de los labios de amigos y enemigos, pero es especialísima aseveración del mismo Jesús.
Es inútil la estrategia de sus enemigos, de todos los tiempos, de ponderar la grandeza del lado humano de Jesús disimulando o combatiendo abiertamente su divinidad.
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En el pueblo judío, el futuro salvador de las naciones se llamó Mesías, palabra que equivale a Cristo o Ungido, por cuanto debía recibir la plenitud de la unción, no la unción meramenmte litúrgica o material, sino lo por ella simbolizada, que no es otra cosa que la efusión, sobre el ungido, de los dones del divino Espíritu.
El espíritu eminentemente nacionalista de los judíos, las sucesivas catástrofes, políticas y guerreras, en que la independencia de Israel sucumbió bajo el poder de asirios y babilonios, y una tradición secular de grandeza fundada en las promesas divinas, hizo que tomara cuerpo en el pueblo judío la idea y la esperanza de un Mesías que sería un capitán invicto, que llevaría sus huestes a la conquista del mundo, y a Israel a la hegemonía sobre todos los pueblos. Jerusalén sería la gran ciudad, centro y cabeza de la teocracia universal.
Era todo ello un sueño de revancha con que Judá esperaba desquitarse de sus pasadas humillaciones.
Tomó mayor incremento esta idea en tiempo de Jesucristo. Se había ya cumplido la casi totalidad del vaticinio de Daniel: tocaban ya a su término las setenta semanas de años por él anunciadas como prefacio histórico al advenimiento del Mesías. Había el cetro salido de la casa de Judá y pasado al idumeo Herodes. Los romanos oprimían toda la Palestina con el peso de su dominación férrea. Coincidía el tiempo señalado para la llegada del Mesías con la pérdida de la nacionalidad y de la autonomía política.
Fue entonces cuando el sentido tradicional de independencia y de grandeza tomó cuerpo en violentas revoluciones contra los poderes constituidos, que fueron ahogadas en sangre de las multitudes fanatizadas por falsos mesías que soliviantaban el pueblo contra sus dominadores.
Tan profundamente arraigado se hallaba este sentimiento en el pueblo judío, que más de un episodio de los Evangelios nos revela esta hipertensión espiritual producida por la inminencia de la venida del Mesías y por las humillaciones a que al mismo tiempo se veía sujeto.
Los mismos enemigos de Jesús le acusan porque se hace rey, frente al poder del César, reconociendo con ello el carácter político del futuro Mesías, según los prejuicios populares, y la inminencia de su venida.
Hasta los mismos Apóstoles, aun después de la resurrección de Jesús, sienten las ansias de la restauración política de Israel.
Pero el triunfo del Mesías debía ser de orden espiritual, y por ahí debía empezar la siembra del grano de mostaza que es el reino de Dios. Cuando a fuerza de tiempo y de gracia se imponga Cristo a los espíritus, el mismo orden temporal de las cosas se le sujetará.
Por esto, Jesús sólo reivindica para sí el título de Mesías en los lugares y ocasiones en que la declaración de su mesianidad no fomentará equivocados prejuicios ni pondrá en peligro su obra, mientras que rehúye el título y la consideración de Mesías en los lugares y ante auditorios en que dominaba el prejuicio de un Mesías político que debiese restaurar el antiguo esplendor de Israel.
Pero cuando Jesús ha realizado ya su obra de evangelización y ha puesto los cimientos de su reino espiritual, deja todo reparo y se presenta claramente como Mesías.
Cuando pocos días antes de su última Pascua entra con solemnidad en Jerusalén, y las turbas le reciben como Mesías a los gritos de Hosanna al hijo de David.
Y la noche antes de morir, al solemne conjuro del Sumo Sacerdote que le exige, en el nombre de Dios vivo que diga si es el Cristo Hijo de Dios, responde Jesús: Tú lo has dicho, es decir, sí, lo soy: y añade un rasgo que en la mente de todo judío era inseparable del carácter de Mesías-Dios, a saber, el presentarse un día Él, sentado a la diestra del Dios poderoso, viniendo sobre las nubes del cielo.
Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies.
Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Mis hermanos, meditemos a menudo y retengamos estas respuestas y sus consecuencias; pues contiene grandes verdades, preciosas y consoladoras… ¡Máxime para los tiempos que nos tocan vivir!
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