sábado, 15 de junio de 2013

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job
LAS PRUEBAS DEL JUSTO
Continuación
LA ESPERANZA
FUNDAMENTO DE LA PACIENCIA
Nunca podremos insistir bastante sobre la distinción entre el estoicismo pagano y la paciencia cristiana, siendo aquél un falso heroísmo que suele llevar al suicidio, mientras que ésta, la paciencia, produce como fruto la esperanza, esa esperanza que "jamás será confundida" (Rom. 5, 5).
Valdría la pena recoger en un libro de oro todos los pasajes en que el Espíritu Santo nos enseña el valor de la paciencia, comenzando por el libro de Job, el cual es el himno más grandioso a ese don de Dios, hasta el Apocalipsis, que concluye, como San Pablo su Ia Carta a los Corintios, con el "Maranatha" o "Ven, Señor" (Apoc. 22, 20); la expresión más viva de la esperanza de los primeros cristianos, que se preparaban para el retorno glorioso de Cristo no sólo cada día, sino cada hora, como dice San Clemente Romano (II ad. Cor. 12) y alegraban su paciencia con esta "bienaventurada esperanza" (Tit. 2, 13).
No otro es el motivo que el Apóstol Santiago da como fundamento de la paciencia a los pobres y afligidos: "Tened, pues, oh hermanos, paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad como el labrador con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias, temprana y tardía. Esperad, pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca" (Sant, 5, 7 s.).
San Pablo, usa palabras casi idénticas:
"No queráis, pues, perder vuestra confianza, la cual recibirá un gran galardón. Porque os es necesaria la paciencia para que haciendo la voluntad de Dios obtengáis la promesa. Pues dentro de un brevísimo tiempo vendrá el que ha de venir, y no tardará. Entretanto, el justo mío vive por la fe" (Hebr. 10, 35-38).
Y otra vez:
"El Señor está cerca. No os inquietéis por nada, sino haced presentes vuestras necesidades a Dios por medio de la oración y de las plegarias, acompañadas de acciones de gracia. Y la paz divina, que sobrepuja todo sentido, sea la guardia de vuestros corazones y de vuestras inteligencias en Cristo Jesús" (Filip. 4, 5-7).
¿Y LA MUERTE?
Importa mucho notar que en ninguna parte de las Sagradas Escrituras, se nos da como consuelo del dolor la idea de la muerte. ¡Triste consuelo, en verdad! Bien sabía el Apóstol que "nadie aborreció nunca su propia carne" (Ef. 5, 29). Y que lo que deseamos, cuando gemimos agobiados, no es "vernos despojados (de esta tienda del cuerpo) sino ser revestidos por encima" (de ella), de manera que la vida absorba lo que hay de mortalidad en nosotros" (II Cor. 5, 4).
Pues bien, tal idea que pareciera un sueño, tal esperanza de librarnos de la muerte, es exactamente lo que San Pablo nos promete, como un admirable misterio que no quiere que ignoremos, para ese suspirado día de la Parusía de Jesús, que puede ser cuando menos pensamos, pues, que el Señor anuncia que vendrá como un ladrón, cuando menos lo pensamos (Luc. 12, 40; I Tes. 5, 2; II Pedr. 3, 10; Apoc. 3, 3; 16, 15).
Veamos lo que nos dice en I Cor. 15, 51-55 (texto del original griego):"He aquí un misterio que os revelo: no todos nos dormiremos (moriremos), pero todos seremos transformados, en un instante, en un guiño de ojo, al son de la última trompeta; porque la trompeta sonará y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros (los vivos) seremos transformados. Porque es menester que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad. Cuando este cuerpo corruptible se haya revestido de incorruptibilidad, y este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu victoria? (la que obtuviste sobre los muertos, pues ahora resucitan). ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón?" Esto es, el aguijón con el cual matabas a los vivos, pues he aquí que estos vivos no morirán, sino que serán revestidos de eternidad lo mismo que los muertos resucitados (I Tes. 4,16).
Según San Jerónimo, en este capítulo no se trata sino de la resurrección de los fieles justificados. Muchos de ellos se hallarán entre los vivos en el momento de la venida de Cristo, pero no por eso entrarán en la gloria con su cuerpo natural. Han de transformarse, sin pasar por la muerte, según lo explican San Agustín y Santo Tomás. El complemento de esta revelación está en I Tes. 4, 14-17, como todos los expositores han notado: "Los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos (los resucitados) sobre nubes al encuentro de Cristo en el aire, y allí estaremos con el Señor eternamente" (I Tes. 4, 16).
¿Puede haber perspectiva más consoladora? Pero, ¿qué mucho que se nos descubra así estas revelaciones en el Nuevo Testamento, si ya las vemos anunciadas por el mismo Job?
En efecto, después de insinuar como escondidamente (14, 13) el misterio de la resurrección de la carne, nuestro Patriarca lo presenta más adelante con una amplitud que asombraba ya a San Jerónimo (véase cap. 19, vers. 23 ss. y las notas respectivas).
¡BIENAVENTURADO
EL QUE SUFRE LA PRUEBA!
He aquí todavía un pequeño ramillete de palabras divinas sobre el privilegio que significa la paciencia, y sobre la excelencia de esta vocación a que todos somos llamados. Lo ofrecemos a las almas pequeñas que en medio de las tormentas de esta vida buscan a Dios con sincero corazón.
Eclesiástico 2, 3-5: "Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios. Estréchate con Dios y ten paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida. Acepta todo cuanto te enviare, y en medio de los dolores sufre con constancia, y lleva con paciencia tu abatimiento; pues al modo que en el fuego se prueba el oro y la plata, así los hombres aceptos se prueban en la fragua de la tribulación."
Tobías 2, 12: "El Señor permitió que (a Tobías) le sobreviniese esta prueba, con el fin de dar a los venideros un ejemplo de paciencia, semejante al del santo Job."
Judit 8, 21-24: "Ahora, pues, oh hermanos míos, ya que vosotros sois los ancianos del pueblo de Dios... alentad sus corazones, representándoles cómo nuestros padres fueron tentados, para que se viese si de veras honraban a su Dios. Deben acordarse de cómo fue tentado nuestro padre Abrahán, y cómo después de probado con muchas tribulaciones, llegó a ser el amigo de Dios. Así, Isaac, así Jacob, así Moisés, y todos los que agradaron a Dios, pasaron por muchas tribulaciones, manteniéndose siempre fieles. Al contrario, aquellos que no sufrieron las tentaciones con el temor del Señor, sino que manifestaron su impaciencia y prorrumpieron en injuriosas murmuraciones contra el Señor, fueron exterminados. "
San Pablo: "Antes bien, nos portamos en todas las cosas como ministros de Dios, con mucha paciencia en medio de tribulaciones, de necesidades, de angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones..." (II Cor. 6, 4-5).
"Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad" (Gal. 5, 22-23).
"Si padecemos con Cristo, reinaremos también con Él" (II Tim. 2, 12).
"Tú, varón de Dios... sigue la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre" (I Tim. 6, 11).
"Porque os es necesaria la paciencia, para que haciendo la voluntad de Dios, obtengáis la promesa" (Hebr. 10, 36).
Véase también Rom. 5, 3-5, citado más arriba.
San Juan: "Ya que has guardado la doctrina de mi paciencia, Yo también te libraré del tiempo de la prueba" (Apoc. 3, 10).
Santiago: "La prueba de vuestra fe produce la paciencia. Mas la paciencia perfecciona la obra para que seáis perfectos y cabales, sin faltar en cosa alguna" (Sant. 1,3-4).
"Bienaventurado aquel hombre que sufre tentación, porque después que fuere probado, recibirá la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman" (Sant. 1, 12).
San Pedro: "Si obrando bien sufrís con paciencia, en eso está el mérito para con Dios" (I Pedr. 2, 20).
Jesucristo: "Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas" (Luc. 21, 19).
"Dad frutos en paciencia" (Luc. 8, 15).
"Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mat. 5, 9-10).
¡HÁGASE TU VOLUNTAD!
El libro de Job nos ayuda a decir a nuestro Padre Celestial lo que Jesús nos enseñó como lo más perfecto: ¡Hágase tu voluntad! (Mat. 6, 10).
Nos libra así de los escrúpulos y de la tentación de confundir la voluntad de Dios con el puro dolor voluntario del propio cuerpo, según enseña San Pablo: "Estas cosas no tienen más que una apariencia de sabiduría, naciendo de una falsa piedad y de una humildad afectada que no cuida del cuerpo privándolo del sustento necesario." (Col. 2, 23. Véase a este respecto Summa Theologica 2-2, q. 88, 2 ad 3; q. 147, 1 ad 2; q. 188, 6 ad 3).
No es eso lo que aprendemos de Jesús; es más bien una sana y veraz desconfianza de nosotros mismos y una filial sumisión a los designios de Dios, lo que el Divino Maestro nos pone por delante, tanto en la humilde oración de Getsemaní, pidiendo que el Padre aparte de Él el cáliz, cuanto en la caída de Pedro que reniega de Él tres veces, ante la servidumbre, después de haber jurado que daría por Él la vida, y que sin duda no habría incurrido en tal miseria si hubiera desconfiado de sí mismo.
Así, cuando Santa Gertrudis, en una visión tiene por delante para elegir la salud o la enfermedad, no busca ni la una ni la otra, sino que se arroja en el Corazón de Cristo para que sea Él quien resuelva.
¡Hágase tu voluntad! Recemos así, pero no como quien agacha la cabeza ante una fatalidad ineludible y cruel, sino como el niño que dice al Padre: Elige tú lo que me conviene, pues lo sabes mejor que yo, y sé que quieres mi bien.
María dice Fiat y también Magníficat.
Tal es la espiritualidad auténticamente evangélica, que en estos últimos tiempos ha proclamado Santa Teresa de Lisieux, como fácil camino de infancia espiritual, como ascensor que nos lleva al cielo en los brazos de Cristo, y que los soberanos pontífices han señalado y recomendado como verdadero secreto de la santidad, fundándose en la terminante sentencia de Jesús: "Si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mat. 18, 3).
El gran mérito de Sta. Teresita, observa acertadamente el Cardenal Bourne, es el haber sabido suprimir "las matemáticas de la santidad", esos mil escrúpulos que obstaculizan el camino de la infancia espiritual y filial sumisión a los designios del Padre.
¡Hágase tu voluntad! Hagamos nosotros esta humilde oración de Jesús y digamos con Él: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (Luc. 22, 42); "No lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieres" Marc. 14, 36).
La sagrada voluntad del Padre sea nuestra obsesión como lo era de Jesús: su comida (Juan 4, 34); su propósito (Juan 5, 30); su obra toda (Juan 17, 4). Y todo eso redundó en favor nuestro, porque como observa S. León: "¿Quién podría soportar los odios del mundo, los torbellinos de las tentaciones, los terrores de las persecuciones, si Cristo, padeciendo en todos y por todos, no hubiera dicho al Padre: Hágase tu voluntad?".
NEGARSE A SI MISMO
"Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame" (Mat. 16, 24). ¿No suenan estas palabras de Jesús como un Evangelio de dolor?
Bien es cierto que muchos las toman en sentido pesimista, viendo en el Cristianismo la religión de la desgracia, pero no menos cierto es que el negarse a sí mismo, en boca de Cristo, lejos de ser una crueldad es una amorosa advertencia para que nos libremos de nuestro peor enemigo que somos nosotros mismos.
"La carne es flaca", dice Jesús (Mat. 28, 41); sólo "el espíritu está pronto". Ahora bien, el espíritu no es cosa propia nuestra, sino que nos es dado, como enseña San Pablo (Rom. 5, 5; I Tes. 4, 8). Es el Espíritu Santo, qué viene a nosotros y nos anima, como el viento es capaz de hacer volar una hoja seca.
De ahí la fórmula de San Ireneo: "El nombre es cuerpo y alma. El cristiano es cuerpo, alma y espíritu" (véase I Tes. 5, 23).
Este espíritu, que siempre "está pronto", es lo único que puede vencer a esa carne débil y mala, cuyos deseos son contrarios al espíritu.
Mientras obra en nosotros el espíritu, San Pablo nos asegura que no realizaremos esos malos deseos de la carne (Gal. 5, 16 s.).
Éstos son los que nos llevan, no sólo al pecado, sino también a la tristeza y al desaliento en las pruebas.
Negarse a sí mismo es entonces, en primer lugar, desconfiar de nosotros y buscar consuelo y fuerza en los pensamientos revelados por Dios. Es la receta que da el mismo Jesús a los discípulos en el pasaje antes citado, durante las angustias de Getsemaní: "Velad y orad para no entrar en la tentación" (Mat. 26, 41).
Continuará

No hay comentarios.: