LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.
LA PROVIDENCIA SEGÚN LA REVELACIÓN
CAPÍTULO III
LOS CAMINOS OCULTOS DE LA PROVIDENCIA
Y EL LIBRO DE JOB
No se puede hablar de la Providencia en el Antiguo Testamento, sin pararse a considerar el Libro de Job.
Conviene reseñar sus ideas generales, insistiendo en el sentido y alcance de la conclusión.
El Libro de Job considera el misterio del dolor o del reparto de la felicidad y de la desdicha en esta vida.
¿Por qué al justo afligen a veces acá en la tierra tantos males? ¿Cuál es la razón de ello en el plan de la divina Providencia? La respuesta general que da el libro de Job se aclara y corrobora, como veremos, por multitud de pasajes bíblicos que nos muestran el bien superior al cual van dirigidas las pruebas que experimentan los siervos de Dios.
Casi todos los exegetas, siguiendo a los Santos Padres de la Iglesia, están de acuerdo en afirmar haber realmente existido Job. De los labios de éste y sus amigos salió sin duda la sustancia de los discursos que le atribuye el autor; el cual, proponiéndose ante todo instruir a los lectores, dio a su libro la forma de poema didáctico, cuya riqueza literaria es por cierto extraordinaria. El problema que discute el libro es el siguiente: ¿Cuál es la causa de los males de esta vida? Veamos primero cómo plantea el problema y luego la solución que propone.
Bueno será pasar revista a los textos principales, en provecho sobre todo de aquellas almas que no consideran la cuestión del amor puro como mero problema teórico, antes bien con todas veras y apasionadamente se interesan en él. Más que sus palabras y escritos ama Dios sus aflicciones; y precisamente porque sus palabras, como las de Job, proceden del corazón atribulado, suelen hacer a veces tanto bien a las almas.
Nos servirá de guía el Comentario de Santo Tomás, que anuncia las páginas altísimas que había de escribir San Juan de la Cruz en La Noche Oscura acerca de la purificación pasiva de la noche del alma. (Cf. Comentario de Santo Tomás sobre el libro de Job, caps. 4, 6, 8, 9 (lección 3 íntegra), 19, 28. Item Santo Tomás, Ia IIae , q.87, a. 7 y 8; de Malo, q. 5, a 4; loann, 9, 2).
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Sobre si los pecados son siempre la causa
de los males que aquejan al hombre en esta vida
¿Es castigado también el inocente? ¿y por qué? Tal es el problema que plantea Job, atormentado en sus carnes por horrible enfermedad. El Libro comienza afirmando ser Job un hombre “íntegro y recto, temeroso de Dios y alejado del mal”; era además poseedor de grandes riquezas; a menudo solía recordar a sus hijos los deberes para con Dios, ofreciendo por cada uno de ellos un holocausto.
El mismo Altísimo dice: que “no hay otro como él en la tierra, varón sencillo y recto, temeroso de Dios y apartado de toda maldad”. (1, 8). A lo cual Satanás responde: “¿Acaso Job sirve a Dios de balde? … De todo tiene en abundancia. Mas extiende un poquito tu mano y tócale en sus bienes, y se verá si no te maldice a la cara.”
El Señor dice entonces a Satanás: “Todo cuanto posee está a tu disposición; sólo que no extiendas tu mano contra su persona.” Con esto, salió Satanás de la presencia del Señor. Estas palabras recuerdan aquellas otras de Nuestro Señor a Pedro antes de la Pasión: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha pedido para zarandearos como el trigo, ut vos cribaret sicut triticum; mas yo he rogado por ti a fin de que tu fe no perezca.” (Luc. 22, 31).
De donde se ve que los mejores son los zarandeados.
Este primer capítulo del Libro de Job, el más importante de todos, esclarece el libro entero, en particular la conclusión.
Pero Job ignora la conversación del Señor con Satanás y el permiso que éste ha obtenido. Tales son los caminos ocultos de la Providencia, cuyo secreto se nos manifiesta desde el principio del libro; permanecen empero en profundo misterio para el atribulado Job.
No tarda Job en verse privado de sus bienes; sus hijos e hijas mueren víctimas del huracán. Mas el patriarca se somete a los juicios de Dios, diciendo: “El Señor lo dio, el Señor lo quitó; ¡sea bendito su nombre!” (1, 21).
“Dominus dedit, Dominus abstulit… sit nomen Domini benedictum!”
Luego obtuvo Satanás de Dios permiso para herir a Job “con una lepra maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza” (2, 7). Pero Job se mantuvo fiel a Dios, a pesar de los insultos de su mujer que le decía: “¡Reniega de Dios y muérete!”
Entonces vinieron tres amigos a consolarle: Elifaz, de edad avanzada, Baldad, todavía en su madurez y el joven Sofar. Lloraron la suerte de Job y permanecieron largo tiempo sin hablarle palabra, porque veían que su dolor era muy grande.
También Job, llegados sus amigos, permaneció silencioso durante siete días y siete noches de dolores; pero al fin, agotadas las fuerzas, abre su boca y prorrumpe en lamentos: “Perezca el día en que nací… ¿Por qué fue concedida luz al miserable y vida a aquellos que están en amargura de ánima, que aguardan la muerte, y no viene, que cavan en busca de ella como en busca de un tesoro?… ¡Se fueron la tranquilidad, la paz y el reposo!” (3, 3, 20).
Y los amigos le replican: “A muchos enseñaste la sabiduría…, tus palabras sostuvieron a los que vacilaban…, y ahora ha venido sobre ti el azote, y has flaqueado.” (4, 1).
El más anciano, Elifaz, celoso de su propia reputación de sabiduría, se asombra de ver a Job sumido en tan profundo desaliento. El inocente, dice, jamás pereció; solamente los malvados son consumidos por el soplo de la cólera divina.
Alude luego a una revelación tenida cierta noche, donde se le manifestó que ningún hombre es justo ante Dios.
Es, pues, mejor que cese Job de proferir sus amargos lamentos, si no quiere correr la suerte de los impíos; confiese su culpa e implore la misericordia de Dios, que castiga paternalmente, curando las heridas que produce (4-5).
Job le responde que sus lamentos están muy por debajo de sus dolores, a los cuales prefiere la muerte. Esperaba hallar consuelo en sus amigos, pero se ve defraudado en su esperanza; sin embargo nada pueden reprocharle, si no es la fogosidad de sus palabras (6, 24-30).
Volviéndose luego a Dios, le representa sus males y la desesperación en que se halla, conjurándole que ponga fin a sus dolores con la muerte (7, 1-21). “Meses de dolor han sido mi patrimonio, y mi lote noches de sufrimiento, en las cuales me he hartado de aflicción hasta la mañana… ¡Ah! mi alma prefiere la muerte… ¿Por qué probarme de este modo? Si he pecado, ¿qué puedo hacerte, oh guardián de los hombres?… ¡Que no me hayas de perdonar mi ofensa!…”
Interviene Baldad, el de edad madura, rico y presuntuoso; el cual, lejos de consolar al amigo, le responde que Dios, como no sea injusto, no envía tales calamidades sino a los gravemente culpables; por lo que exhorta a Job a convertirse a Dios.
Reconoce Job que Dios es sabio y justo, pero añade: “¡Inocente! Lo soy”; y da libre curso a sus lamentos (9-10).
Sofar, el más joven de los tres amigos, ardiente y fogoso, interviene para apoyar la tesis de sus dos compañeros; según él, la malicia de Job es muy superior al castigo que padece, por lo que le exhorta a volverse a Dios.
Job, en los capítulos 12, 13 y 14, reconoce de nuevo que Dios es infinitamente sabio, justo y poderoso; ensalza las perfecciones divinas todavía más que sus amigos. Luego añade, en el capítulo 13: “Aun cuando él me matare, de suerte que ninguna esperanza me quedara, defendería mi conducta ante él. Mas él será mí salvador… Seguro estoy del triunfo de mi causa… ¿Cuál es el número de mis iniquidades? Hazme conocer mis maldades y ofensas.” Cálmase por fin Job, se excusa e implora la clemencia de su juez.
Con todo, no logra convencer a sus amigos. Con palabras duras le arguye de nuevo Elifaz, diciéndole que no tiene por qué lamentarse, como sean todos los hombres culpables delante de Dios (15).
Job replica (16): “Estoy oyendo siempre los mismos argumentos; sois todos consoladores insoportables… Si estuvierais en mi lugar, yo también sabría hablar de esa suerte.” Protesta una vez más de su inocencia y apela al mismo Dios, tomándole por árbitro entre él y sus amigos. “A esta misma hora tengo un testigo en el cielo, un defensor en las alturas. Mis amigos se mofan de mí. Mas yo imploro a Dios con lágrimas.” (16, 19).
Los amigos de Job, dice en su Comentario el Doctor Angélico, no piensan en la vida futura, antes bien creen que ya acá en la tierra debe el justo ser recompensado y el impío castigado.
Baldad repite lo que ya antes dijo: que el impío es siempre desgraciado en la tierra. Mas esta vez no añade consuelos ni promesas; para él, Job es un pecador empedernido, y como a tal le trata. De ahí se ve que una de las mayores tribulaciones le vino a Job de sus propios amigos. Como olvidan la vida futura, no cesan de agobiarle diciendo que todas las cuentas han de ajustarse acá en la tierra.
Entonces Job, figura de Cristo, elevándose por inspiración superior hasta el misterio del más allá que el prólogo nos ha hecho entrever, responde (19): “Por décima vez me insultáis y me ultrajáis sin pudor. Aun cuando hubiese caído en falta, conmigo queda mi pecado. Pero vosotros, que os alzáis contra mí, que para convencerme invocáis mi oprobio, sabed por fin que es Dios quien me oprime… Cerróme el camino, y no puedo pasar; esparció tinieblas en mi camino… desarraigó, como un árbol, mi esperanza… Tratóme como a enemigo suyo… Alejó de mí a los hermanos; apartáronse de mí los amigos…, los mismos hijos me desprecian… ¡Compadeceos de mí, compadeceos de mí, porque la mano del Señor me ha herido!… ¡Oh! ¿Quién me diera que mis palabras se escribieran…, grabadas en pedernal? Porque yo sé que mi vengador vive y que él se levantará el postrero sobre el polvo. Entonces, con estos huesos revestidos de su piel, con mi carne veré a Dios. Yo mismo le veré. Mis ojos le verán, y no otro por mí; mis riñones se consumen de espera dentro de mí. Entonces os preguntaréis: ¿Por qué le perseguíamos? y se reconocerá la justicia de mi causa.”
A pesar de este grito sublime de esperanza, el joven Sofar vuelve a la tesis primera: las desgracias de la vida presente son castigo de los crímenes.
Job, por el contrario, demuestra por la experiencia la falsedad de este principio (21). Sin duda los malvados son a menudo castigados de una manera ostentosa; pero sucede a veces que los asuntos les van bien hasta el momento de la muerte, en tanto que los justos tienen mucho que padecer.
Insiste en su tesis Elifaz, haciendo una larga enumeración de las faltas que Job ha debido de cometer: “Al hambriento rehusaste el pan y a la viuda despachaste con las manos vacías“ (22)Job sostiene (28-31) que la desgracia no siempre es castigo de una vida criminal. Ignora, dice él, la razón de sus padecimientos, mas Dios sin duda conoce en su sabiduría la causa verdadera, inescrutable para la inteligencia del hombre.
Aquí (31) acaba la primera parte del Libro; Job con sus discursos ha impuesto silencio a los interlocutores, pero sin lograr él mismo descifrar el enigma.
En la segunda parte entra en escena un nuevo personaje, el joven Eliú, quien da señales de gran sabiduría, “no exenta de presunción” (Le Hir). Sostiene que Job es castigado, no por crímenes enormes que haya cometido, sino por no haberse comportado con suficiente humildad ante Dios; de lo cual son claro indicio los amargos lamentos que ha dejado escapar de su boca. Si se arrepiente, seguramente Dios le devolverá la felicidad (32-37). Job no sabe qué replicar, porque comprende la parte de verdad que encierran los argumentos de Eliú. Con esto queda el problema del dolor discutido en todos sus aspectos.
Mas falta algo todavía.
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Sentido y alcance de la respuesta del Señor
Por fin, en la tercera parte, interviene el mismo Dios, respondiendo a Job, por quien ha sido apelado (13, 22).
No es conforme con la dignidad de Dios discutir con el hombre; por lo que responde a Job de manera indirecta presentándole un cuadro magnífico de las maravillas de la creación, desde las estrellas del firmamento hasta las manifestaciones más admirables del instinto de los animales (38-39).
“¿Eres tú por ventura, le dice, quien ata las estrellas de las Pléyades, o sabes acaso romper las cadenas de Orion? ¿Eres tú quien levanta a su tiempo las constelaciones?… ¿Entiendes tú el orden de los cielos y sabes regular su influencia sobre la tierra? ¿Eres tú quien procura su presa a la leona y hartas a sus cachorros? ¿Eres tú quien da el vigor al caballo?… ¿Eres tú quien manda elevarse al águila y hacer su nido en las alturas?”
Todas estas obras revelan sabiduría, providencia, adaptación perfecta de los medios a los respectivos fines, los cuales son claro indicio de la bondad absoluta del Creador y enseñan al hombre a aceptar con humildad y sin protesta cuanto el Todopoderoso se digne ordenar o permitir.
Al leer estas palabras de Yahvéh, El que es, parécenos estar oyendo al Autor y conservador de nuestro ser, al que ha soldado, por decirlo así, nuestra esencia y nuestra existencia y quien las conserva y es causa de todo lo que de real y bueno hay en la creación.
Se dice que la respuesta divina no toca el lado filosófico de la cuestión discutida. En realidad, la respuesta pone de manifiesto que Dios nada hace sino para el bien, y que, si en las cosas sensibles existe orden tan maravilloso, con más razón debe existir orden superior en las cosas espirituales, si bien queda a veces oscuro para nosotros a causa de su misma elevación. Con un a fortiori semejante podrá decir Jesucristo: “Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan… El Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?”
La respuesta del Señor despierta en el corazón de Job sentimientos de humildad y resignación.
Para terminar, invita Dios irónicamente a Job a tomar en su mano las riendas del gobierno del mundo para establecer en él la justicia y el orden (40, 1-9). ¿Pero podría conseguirlo Job, impotente y desarmado ante dos monstruos que son un juguete en la mano de Dios? En el capítulo 40, habla el Señor de la fuerza que ha dado a Behemot y a Leviatán, es decir, al hipopótamo y al cocodrilo, como diciendo: Si bien el demonio, a semejanza de estos dos monstruos, tiene a veces poder especial para tentar al hombre, no puede, sin embargo, usar de tal poder sin mi permiso, y de su mismo furor me puedo yo servir para el bien.
Algunas de estas palabras de Dios, alusivas a la fuerza de estos monstruos traen a nuestra mente el sentir de los teólogos acerca de la naturaleza del demonio, que Dios sigue amando como naturaleza en lo que tiene de real y de bueno; obra suya es en fin de cuentas. Esas palabras nos sugieren también que, como dice Santo Tomás, los demonios aman naturalmente la existencia en cuanto tal (hecha abstracción del estado de desgracia), la vida en cuanto tal, y aman por consiguiente de manera natural como a Autor de la vida, a Aquel a quien odian como juez; si bien antes querrían no ser, que ser tan desgraciados. (Cf. Santo Tomás, I, q. 60, a. 5, ad 5).
Entonces Job, al acabar el capítulo 42, declara humildemente: “Señor, bien sé que todo lo puedes… Sí, he hablado neciamente de las maravillas que sobrepujan mi saber.” Con ello reconoce que sus lamentos han excedido la medida, y que sus palabras han sido a veces inconsideradas.
El Señor por su parte dice a Elifaz: “Estoy indignado contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado de mí con rectitud, como mi siervo Job… Ofreced por vosotros un holocausto. Y mi siervo Job rogará por vosotros, y en atención a él no os trataré como vuestra culpa merece.”
Y Dios bendijo los años últimos de Job todavía más que los primeros, hasta que el patriarca murió en paz a edad muy avanzada.
La clave del libro se encuentra en el capítulo primero, donde el Señor permite a Satanás tentar a su siervo Job.
La conclusión es, pues, manifiesta: Dios envía a los hombres las tribulaciones, no sólo para castigarles por sus pecados, sino también para purificarlos como el oro en el crisol y hacerles progresar en la virtud. En esto consiste la purificación del amor, que dicen los grandes místicos cristianos.
En el prólogo dice Satanás: “¿Acaso Job teme a Dios de balde?… De todo tiene en abundancia.” Ahora se ha visto que Job sabe permanecer fiel a Dios en la adversidad. Tal es el sentido de las pruebas de los justos, como lo atestiguan otros muchos pasajes del Antiguo Testamento.
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Cuál sea el bien superior
al cual van ordenadas las pruebas de los justos
Confírmase la doctrina que exponemos con dos pruebas memorables que refiere el Génesis: la de Abraham, que se dispone a inmolar a su propio hijo Isaac por obedecer el mandato de Dios (Gen. 22) y la de José vendido por sus hermanos (Gen. 37).
Dios probó a Abraham, mandándole que le ofreciera en holocausto a su hijo Isaac, el hijo de la promesa. Como dice San Pablo en su carta a los Hebreos (11, 17): Por la fe, Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac en sacrificio; y el mismo que había recibido las promesas ofreció a su unigénito, aunque se le había dicho: De Isaac saldrá la descendencia que llevará tu nombre. Mas él consideraba dentro de sí mismo que Dios podría resucitarle después de muerto; de aquí es que le recobró como figura.
El ángel del Señor detuvo la mano del Patriarca, el cual oyó estas palabras: “Por cuanto has hecho esta acción y no has perdonado a tu hijo por amor de mí, yo te llenaré de bendiciones; y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo…; y en tu posteridad serán benditas todas las naciones de la tierra, porque has obedecido a mi voz.” (Gen. 22,16).
También sufrió la prueba José, vendido por sus hermanos envidiosos de los sueños y de las dotes del predilecto de Jacob; el justo José, calumniado por la mujer de su amo y señor, fue echado en prisión, de donde salió por singular manera para ser primer ministro del Faraón, que reconoció el espíritu de Dios en él (Gen. 41, 38). Más tarde, cuando obligados por el hambre sus hermanos vinieron a Egipto en busca de trigo, sorprendiólos diciendo: “Soy José. ¿Vive todavía mi padre?… Yo soy José, a quien vendisteis para ser llevado a Egipto. Mas no os aflijáis ni enojéis contra vosotros mismos por haberme vendido a este país; porque por vuestro bien dispuso Dios que viniese yo antes que vosotros… No he sido enviado acá por designio vuestro, sino por voluntad de Dios; el cual me ha constituido… dueño de toda la casa de Faraón y gobernador de todo el país de Egipto…” Y echándose al cuello de Benjamín, lloró. (Gen. 45, 3-14).
¿Se quiere argumento más elocuente de la Providencia, que toma en bien las pruebas de los justos, y a veces aun en bien de los mismos perseguidores, que acaban por reconocer su yerro?
Lo mismo vienen a decir a menudo los Salmos, en particular el Salmo 90, 11-16, de donde están tomados el Gradual y el Tracto de la Dominica Primera de Cuaresma:
“Angelis suis Deus mandavit de te, ut custodiant te in omnibus viis tuis. Dios dispondrá para ti sus ángeles, para que te guarden en todos tus caminos. Ellos te llevarán en sus manos, no sea que tropiece tu pie en la piedra; sobre el león y sobre el áspid irán tus pisadas, y hollarás el leoncillo y el dragón… El que mora al amparo del Altísimo, descansa a la sombra del Todopoderoso. Dirá al Señor: “Tú eres mi defensa y mi refugio; mi Dios en quien confío. Librarásme también del lazo del cazador y de la peste devastadora.” Cubrirte ha con su ala; bajo sus alas encontrarás refugio. Su fidelidad vale por égida y escudo; no temerás ni espantos nocturnos ni la saeta que vuela por el día… Caerán mil a tu izquierda, y diez mil a tu derecha; mas a ti no te tocará… Porque el Señor mandará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos… por cuanto en él pusiste tu confianza… Y dirá: “Por haber esperado en mí, le libraré; le protegeré, porque ha reconocido mi nombre. Si a mi clamare, le oiré. Con él estaré en la desgracia, para librarle y glorificarle; colmarle he de días y le haré ver mi salvación. Eripiam eum et glorificabo eum, longitudine dierum adimplebo eum et ostendam illi salutare meum.”
Estos versos admirables, saturados de sublime poesía y de vivo realismo espiritual, nos insinúan la vida futura.
Sólo en forma velada habla de ella el Antiguo Testamento, generalmente por medio de símbolos; pero hay un pasaje de Isaías (60, 19), donde se describe la gloria de la Nueva Jerusalén: “Ya no habrá más menester sol que te dé luz durante el día, ni luna que te alumbre durante la noche; Yahvéh será la sempiterna luz tuya, y tu gloria será tu Dios. Nunca más se pondrá tu sol, ni padecerá menguante la luna; porque Yahvéh será para tí sempiterna luz tuya, y se habrán acabado ya los días de llanto.” Y más adelante el mismo Isaías (66, 18): “Y yo me regocijaré en Jerusalén, dice el Señor; nunca jamás se oirá allí voz de llanto ni de lamento.”
Todavía con más claridad se expresan las mismas ideas en el Libro de la Sabiduría (3, 9): “Justorum anime in manu Dei sunt, et non tanget illas tormentum mortis. Las almas de los justos están en las manos- de Dios y no llegarán a ellas los tormentos. A los ojos de los insensatos parecen estar muertos, y su salida de este mundo se mira como desgracia y aniquilamiento; mas ellos reposan en paz… Su esperanza está llena de la inmortalidad. Su tribulación ha sido ligera, mas su galardón será grande; porque Dios hizo prueba de ellos y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol, y los aceptó como víctima de holocausto. El día de la recompensa brillarán los justos, semejantes a centellas que discurren por cañaveral. Juzgarán las naciones y dominarán sobre los pueblos, y el Señor reinará sobre ellos para siempre… Porque la gracia y la misericordia son para sus santos y él cuida de sus escogidos.”
Y más adelante (5, 1): “Entonces el justo se presentará con gran valor ante aquellos que le persiguieron y menospreciaron sus trabajos… Y éstos dirán: Su vida nos parecía una necedad y su muerte una ignominia. Mirad cómo es contado entre los hijos de Dios y tiene su parte entre los santos. Luego descarriados hemos ido del camino de la verdad… ¿De qué nos ha servido el orgullo y la jactancia?… Mas los justos vivirán eternamente; su galardón está en el Señor, y el Altísimo tiene cuidado de ellos. De su mano recibirán el reino magnífico y una brillante diadema. Dios los protegerá con su diestra, y con su brazo los defenderá”. Sólo a la vida eterna pueden aplicarse estas palabras: Justi autem in perpetuum vivent et apud Dominum est merces eorum.
Ya el Salmista había dicho (Ps. 16, 15): “Mas yo en mi inocencia contemplaré tu rostro; al despertar me saciaré de tu semblante, satiabor cum apapruerit gloria tua.” Daniel anuncia (12, 3): “Aquellos que hubieren entendido las cosas de Dios (y permanecido fieles a su ley) brillarán como la luz del firmamento; y los que hubieren enseñado a muchos la justicia, serán como estrellas por toda la eternidad y siempre, quasi stellae in perpetuas aeternitates.”
Uno de los siete hermanos Macabeos dice al verdugo en el trance del martirio: “Tú, perverso, nos quitas la vida presente; pero el rey del universo nos resucitará algún día para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus leyes.” (II Macbab. 7, 9). Ya Tobías (13, 2) tenía dicho: “Grande eres tú, Señor, desde la eternidad, y tu reino dura por todos los siglos. Tú hieres y das la salud, conduces hasta el sepulcro y sacas de él… Él nos ha castigado a causa de nuestras iniquidades; y Él nos salvará por su misericordia.”
Otros muchos textos asimismo del Antiguo Testamento esclarecen el misterio de las pruebas enviadas por Dios e insinúan el bien superior al cual están enderezadas. Judit exhorta a los ancianos de Israel a esperar con paciencia el auxilio del Señor, diciendo: “Deben acordarse cómo fue tentado nuestro padre Abraham, y cómo después de probado con muchas tribulaciones llegó a ser el amigo de Dios. Así Isaac, así Jacob, así Moisés y todos los que agradaron a Dios, pasaron por muchas aflicciones, manteniéndose siempre fieles… Creamos que los azotes del Señor, con que como siervos suyos somos corregidos, nos han venido para enmienda nuestra, y no para nuestra perdición.” (Judith. 8, 22-27).
El Eclesiástico (2, 1-10) declara las ventajas del sufrimiento: “Hijo mío, en entrando en el servicio de Dios, prepara tu alma para la tentación; humilla tu corazón y ten paciencia en las penas; apresta los oídos y sé dócil a las inspiraciones de la sabiduría; no te apresures a obrar o hablar en tiempo de oscuridad; antes bien sufre en paz las dilaciones de Dios; permanece unido a él y no te canses de esperar su ayuda, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida. Acepta gustoso todo cuanto te enviare, y en tiempo de la humillación sufre con paciencia; pues como el oro se prueba en el fuego, así los hombres aceptos a Dios se prueban en la fragua de la humillación. Confía, pues, en Dios, y él te sacará a salvo… Los que teméis al Señor, esperad en él: que su misericordia vendrá a consolaros.”
El Libro de la Sabiduría en los capítulos 15, 16 y 17 compara las pruebas de los buenos con las de los malos, realzando la diferencia. En tanto que los egipcios fueron heridos con llagas extraordinarias, los israelitas fueron curados de las mordeduras de las serpientes por medio de la serpiente de bronce, alimentados con maná llovido del cielo y guiados por una columna de fuego, y hallaron camino en el Mar Rojo, donde los egipcios quedaron anegados en las aguas.
También Isaías dice: “Yo disipo tus maldades como la nube, y coma la niebla tus pecados. (44, 22) Conviértete a mí, pues yo te he rescatado.” (46, 2-6).
Miqueas (7, 14-20) anuncia que Dios se compadecerá de su pueblo: “No dará ya el Señor rienda suelta a su furor contra los suyos, porque él es amante de la misericordia. Se volverá hacia nosotros, y nos tendrá compasión; sepultará nuestras maldades y arrojará en lo más profundo del mar nuestros pecados. Conforme a su promesa, mostrará su misericordia con la descendencia de Abraham.”
Los textos del Antiguo Testamento que acabamos de aducir sobre el porqué de las pruebas de los justos, esclarecen grandemente la conclusión del libro de Job. Pero la luz plena acerca de los fines últimos se manifiesta en el Evangelio.
Sólo el Cristianismo es capaz de dar la solución definitiva. Pero ella se vislumbra ya en el Libro de la Sabiduría (escrito entre el año 245 y el 50 antes de Cristo)… El Libro de Job nos revela que la suprema justicia de Dios, que Job sabe cierto ha de prevalecer algún día (19, 25 ss.), sobrepuja infinitamente nuestras miras estrechas; muestra asimismo que la virtud, lejos de ir acá abajo acompañada siempre de lo que los hombres llaman felicidad, está a veces sometida a muy duras pruebas.
En los santos del Cristianismo se echa de ver cómo el amor de la cruz crece con el amor de Dios y la semejanza con Cristo crucificado, de quien fue señalada figura el justo Job.
Una cosa queda oscura: ¿qué pensar, cuando la desgracia nos visita? ¿será una prueba, o será un castigo? Ambas cosas, por lo general. Pero ¿en qué proporción? Dios lo sabe.
San Pablo, escribiendo a los Hebreos (12), expone la solución definitiva, exhortándoles a la perseverancia en las tribulaciones, a semejanza de Jesucristo: “Corramos perseverantes al término del combate que nos es propuesto, poniendo los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe; el cual, con la mira puesta en el gozo que le estaba reservado, sufrió la cruz, sin hacer caso de la ignominia; por lo que está sentado a la diestra del trono de Dios. Considerad, pues, atentamente a aquel que sufrió tal contradicción de los pecadores contra su persona, a fin de que no desmayéis perdiendo el ánimo. Pues aun no habéis resistido hasta derramar sangre combatiendo contra el pecado… El Señor, a quien ama, le castiga; y a cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota. Aguantad, pues, con fortaleza la corrección: Dios se porta con vosotros como con hijos; porque ¿cuál es el hijo a quien su padre no corrige?… Dios nos castiga para nuestro bien, a fin de que lleguemos a participar en su santidad.” (Hebr. 12, 2-10).
Resulta de todo esto, como observa Job (7), que la vida del hombre sobre la tierra es comparable al servicio militar, y sus días, como los del mercenario: “Militia est vita hominis super terram, et sicut dies mercenarii dies ejus.”
Pero el Señor otorga la gracia a sus fieles siervos; y lo que es aún más, como dice San Pablo (Rom. 8, 38): “Él hace que todo contribuya al bien de los que le aman” hasta el fin. Todo: las gracias, las cualidades naturales, las contradicciones, las enfermedades, hasta el pecado, dice San Agustín, el pecado que Él permite en la vida de sus siervos, como permitió la negación de Pedro, para que se afiancen en la humildad y en el amor más acendrado.
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