EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job
LAS PRUEBAS DEL JUSTO
JESÚS TODO LO REMEDIA
Jesús, con lo que Él sufrió siendo quien era, nos hace comprender por qué sufrimos, frente al misterio del pecado, del dolor y de la muerte, que reinan en este mundo por obra de Satanás, a quien Él llamó príncipe de este mundo.
Ahora bien, Jesús no vino para contagiarnos sus dolores, sino precisamente para vencer a esos enemigos nuestros. Él es el vencedor del pecado, de Satanás y de la muerte (Apoc. 3, 21). Él es también quien vence al mundo, perseguidor de los que quieren ser sus discípulos (Juan 16, 33).
Pero, hay más. Si conociéramos un gran señor de proverbial generosidad y riqueza, diríamos: ¡dichosos los pobres que se le acercan!
Jesús conoce esa generosidad de su Padre y por eso nos dice: Dichosos los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los que padecen persecución. Eso significan las Bienaventuranzas que Él nos revela en el Sermón de la Montaña (Mat. 5).
Y como este Hijo de aquel gran Señor sabe que el Padre le ha puesto todas las cosas en su mano, y vemos que le dice: “todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Juan 17, 10), he aquí por qué nos dice: “venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, que Yo os aliviaré” (Mat. 11, 28).
Y nos enseña su secreto, como otra de sus incontables paradojas. Ese alivio nos vendrá precisamente de tomar su yugo, porque, contra todas las apariencias, ese yugo no pesa ni carga, sino que con él “hallaréis él reposo de vuestras almas porque suave es mi yugo y ligero el peso mío”(Mat. 11,29).
¿Cómo explicarse esto? Simplemente porque cuando nos asociamos a su Cruz, es Él quien carga con nuestra parte de cruz, como ya lo hizo una vez. Tal es el sentido de esas palabras que Él repite tantas veces en el Evangelio, cada vez que hace un milagro en favor de los que sufren: “Tu fe te ha salvado”.
El secreto está, pues, en entender y creer que si Él nos asocia a su Cruz, no es para hacernos cargar la suya sino para tomar la nuestra Él, que ya cargó una vez, como Cordero, con todos los pecados del mundo y que ahora es el triunfador poderoso y ansioso de auxiliar.
Él es la vid, nosotros los sarmientos (Juan 15, 1 ss.). Puesto que los sarmientos no dan nada a la vid, sino que lo reciben todo de ella: la savia, la vida, y por lo tanto también el fruto que ellos producen, es evidente que no somos nosotros quienes llevamos la Cruz de Cristo, sino Él, la nuestra (véase Filip. 3, 9 s.).
El secreto está, decimos, en creerlo, aunque tanto amor nos parezca imposible. Si no hay fe viva todo es inútil; pues Él nos da como regla constante: “que os sea hecho según vuestra fe” (Mat. 9, 29).
Y para que no caigamos en la funesta ilusión de pensar que ya tenemos esa fe viva, Él repite constantemente a los suyos este reproche (el único que les hizo en su vida no obstante el abandono y las ingratitudes de ellos): “Hombres de poca fe”; “generación incrédula”; “oh necios y tardos de corazón en creer”.
Y les dice que su fe no es siquiera como el pequeñísimo grano de mostaza (Luc. 17, 6), en tanto que alaba la fe de los extranjeros, de la Cananea (Marc. 7, 28), del Centurión (Mateo 8, 10).
Tal es, pues, la condición para gozar de todas las maravillosas promesas de Cristo: creerle a Él, dar crédito a sus palabras, honrarlo no dudando de su veracidad.
Lo menos que se requiere para que un médico pueda curarnos es tenerle fe. No olvidemos que dudar de quien tanto promete, es como llamarlo impostor.
Dudar de la Palabra del Hijo es tratar de mentirosos, dice San Juan, a Él, y al Padre que lo envió y dio testimonio de Él (I Juan 6,10). Por eso, “el que no le cree al Hijo, no verá la vida, y la ira del Padre permanecerá sobre él” (Juan 3, 36).
Para tal problema, el más arduo de todos, también tiene Jesús la solución, puesto que esa fe que se nos pide como condición para colmarnos de bienes, es un don del mismo Dios (Filip. 1, 29), de ese “Padre de las luces”, de quien “procede todo don perfecto” (Sant. 1, 17), pues que nada tiene el hombre que no le sea dado del cielo (Juan 3, 27).
Esta fe, tan deseable como instrumento de todas las bendiciones, nos será dada gratis, si la queremos, como se da gratis la sabiduría (Sant. 1, 5). Para ello, se nos enseña en el Evangelio la fórmula del alma deseosa, que sabiamente desconfía de sí misma: “Señor, auméntanos la fe” (Luc. 17, 5): “Creo, Señor, ayuda Tú mi incredulidad” (Marc. 9, 23).
CRISTO SUFRE EN NOSOTROS
“Los justos están en manos de Dios, dice la Sabiduría, y no llegará a ellos el tormento de la muerte” (Sab. 3, 1). Es decir, que esa serenidad del justo, lo acompaña desde esta vida, como observa Fillión. El amigo de Dios “no teme las malas noticias” (S. 111, 7), ni “a los que matan el cuerpo” (Mat. 10, 28).
Santa Felicitas, dando a luz en vísperas de su martirio, se quejaba de esos dolores, y un criado le decía: “¿Qué será cuando te veas despedazar por las fieras?”. Ella contestó: “Ahora soy yo quien padece, entonces habrá otro que sufra en mí, Jesucristo…”
De ahí la muerte gozosa de tantos mártires, como el caso de San Lorenzo que hallaba fuerza para decir a sus verdugos, en tono festivo, que ya estaba bien tostado por un lado y podían seguir asándolo por el otro. ¿Hay acaso, algún héroe capaz de hablar así por sí solo, sin perder el sentido en semejante suplicio?
La explicación de estos fenómenos, se halla plenamente en la palabra de San Pablo: “Se os ha hecho la gracia (por los méritos de Cristo), no sólo de creer en Él, sino también de padecer por Él” (Filip. 1, 29).
Con lo cual, vemos no sólo el beneficio de aliviar nuestros dolores, sino también otro, mayor aún: la seguridad de que unidos a Cristo, en Él, con Él y por Él, nuestras pruebas, inútiles por sí mismas, adquieren un valor de eternidad.
SÓLO RECIBEN LOS NECESITADOS
¡Qué pobres somos los hombres! “Nemo habet de suo nisi mendacium et peccatum”, dice el segundo Concilio de Orange: “Nadie tiene de suyo propio más que la mentira y el pecado” (Denzinger 195).
“Es doctrina asentada entre los doctores y maestros de la fe, y verdad puesta fuera de toda duda por la Iglesia, que no teniendo el hombre nada que no haya recibido, nada tiene tampoco que pueda dar ocasión a su vanagloria y a su envanecimiento, si no es ya que se vanaglorie y se envanezca de ser el autor del mal, del pecado y del desorden” (Donoso Cortés).
Aquel gran señor de que hablábamos, que ansía dar a raudales, no anda buscando, naturalmente, a los orgullosos y ricos, sino a los que se sienten pobres y enfermos y desean auxilio.
Jesús recalcó esto intensamente, diciendo que no venía para los justos sino para los pecadores; que no venía para los sanos sino para los enfermos que necesitan de médico; que venía para que los ciegos viesen, y los que creían ver quedasen ciegos (Juan 9, 39).
David expone ya, de parte de Yahvé este mismo concepto, que nos revela, en el corazón de Dios, ese abismo de generosidad, que a nuestro material egoísmo le cuesta concebir (S. 80, 11). Abre tu boca para que Yo la llene, dice Dios a su pueblo, como diciendo: no me pidas poco. Por eso, en el Miserere, David, pide a Dios que le haga misericordia, no en cualquier forma, sino según la grandeza de su divino Corazón, lo cual es como pedir a un potentado que nos obsequie con una gran fortuna, digna de lo que él puede dar.
El Ángel Gabriel, de parte de Dios, elogia por dos veces al Profeta Daniel llamándole “varón dé deseos”. Los que desean, pues, los ambiciosos, los que agradan a Dios brindándole ocasión de favorecerlos, y no lo ofenden mirando sus dones con indiferencia, ésos son los privilegiados en recibir, y María se expresa de un modo lapidario al final del Magníficat: “A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los dejó sin nada” (Luc. 1, 53).
LA VENTAJA DEL DOLOR
Y la ventaja del dolor consiste precisamente en eso, en que él nos hace sentirnos miserables, y entonces recurrimos más fácilmente a la gracia, que cuando estábamos en prosperidad. “Porque todo el que pide, recibe —dice Jesús— y el que busca encuentra, y al que llama se le abrirá” (Mat. 7, 8).
¡Bendito el dolor que nos lleva a pedir y obtener! ¡Funesta prosperidad la que nos llevase a no pedir nada y no obtener nada!
Cuando Israel se vio amenazado de una muerte irremediable, todo el pueblo clamó al Señor, orando unánimemente, dice el libro de Ester (13,18). Con lo cual nos enseña que el alma dolorida se inclina más a la oración.
No otra cosa nos dice la receta del Apóstol: ¿Hay alguno de vosotros que esté triste? Haga oración. ¿Está contento? Cante Salmos” (Sant. 5, 13).
El mismo Jesús nos da ejemplo de esto, cuando dice de Él San Lucas (22, 43): “Y entrado en agonía, oraba más intensamente.”
Notemos aquí, de paso, que se trata, como decíamos, de un ejemplo que el Señor quiso darnos para los casos de tribulación, y tal fue lo que Él mostró con su actitud en ese momento.
No incurriremos, pues, en la irreverencia de decir, como a veces se hace, que Jesús oraba en aquel momento con mayor fervor que otras veces, como si todo en Él no fuera siempre de la más infinita e insuperable perfección.
¿Y en qué ha de consistir esta oración del triste y necesitado, sino en pedir ayuda? Así lo enseña, entre muchos otros, el Salmo 54, vers. 23, al decirnos: “Arroja sobre el Señor tus ansiedades, y Él te sustentará”.
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