R. Garrigou-Lagrange O.P.
El deber de Reparación
Principios de esta doctrina.
Los principios de esta enseñanza están expuestos en teología a propósito del misterio de la redención, luego en el tratado sobre el pecado, de la pena que le es debida, y en el de la penitencia. Estos principios son revelados y todo fiel adhiere a ellos firmemente por la fe. Se los puede resumir así.
Mientras que el mérito es el derecho a una recompensa, derecho para el justo, en tanto permanece en estado de gracia, a la vida eterna y a un aumento de la caridad, la satisfacción es una reparación por la ofensa hecha a Dios por el pecado. Dicha ofensa no quita a Dios su gloria esencial, su beatitud, sino su gloria exterior, su resplandor, su reino sobre nosotros.
El pecado mortal como ofensa niega prácticamente a Dios su dignidad infinita de fin último o soberano bien, pues prefiere un pobre bien finito. Se necesitó la Encarnación del verbo, y su acto de amor teándrico por el que hubo una satisfacción perfecta o adecuada de la ofensa hecha a Dios por el pecado mortal. Jesús ha satisfecho por nosotros en estricta justicia, ofreciendo a Dios sobre la cruz, dice santo Tomás, “un acto de amor que le agradaba más de lo que todos los pecados reunidos le desagradan”. Ha reparado así la ofensa hecha a Dios, y aquellos a los cuales sus méritos y su satisfacción son aplicados son reconciliados, justificados, su pecado es remitido, y también la pena eterna debida al pecado mortal. La Santísima Virgen ha satisfecho por nosotros con una satisfacción de conveniencia, fundada sobre la caridad o intimísima amistad sobrenatural que la unía a Dios Padre y a su Hijo. Todo buen cristiano conoce esta doctrina. Pero no se presta generalmente suficiente atención a la satisfacción o reparación que debe existir en la vida del justo, a quien sus pecados están ya remitidos.
El Concilio de Trento, sin embargo, enseña, y está íntimamente ligado a la doctrina revelada sobre el purgatorio que, incluso cuando el pecado mortal nos ha sido perdonado y con él la pena eterna que le es debida, queda a menudo una pena temporal por sufrir en esta vida o luego de esta vida en el purgatorio. Si no se la sufre sobre esta tierra mereciendo, o aprovechando las misas e indulgencias, será necesario sufrirla en el purgatorio sin merecer, sin crecer más en la caridad. Además, el purgatorio es, para hablar propiamente, una pena. No puede, pues, ser impuesto más que por una falta, que habría podido ser evitada, y que habría podido ser expiada en la tierra. Por eso, los mejores cristianos hacen una buena parte del purgatorio antes de su muerte.
Esta doctrina de la reparación se funda, como lo muestra santo Tomás tratando sobre la pena debida por el pecado, sobre la definición misma de pecado. Hay, en efecto, en el pecado cuando es mortal, dos aspectos. En primer lugar, por él el hombre se aparta de Dios, nuestro fin último, y desde entonces, si muere en dicho estado, merece ser privado de Dios eternamente. En otros términos: si se muere en este estado, el desorden habitual del pecado grave dura para siempre y, desde entonces, la pena de la privación de Dios, que le es debida, dura también para siempre. ¡Si, al contrario, el pecado mortal es perdonado por la conversión, que restituye en el estado de gracia, la pena eterna debida por el pecado es perdonada también!
Pero existe en el pecado mortal un segundo aspecto: no solamente se desvía de Dios, sino que se inclina hacia un bien perecedero al que se prefiere a Dios.
Existe allí, pues, un doble desorden moral, que exige una doble pena. El pecador, no solamente de desvía de Dios, sino que se prefiere a Dios, en el sentido de que prefiere su goce personal al Reino de Dios, y este último desorden demanda también una reparación. La justicia exige que el pecador que ha preferido un bien temporal a Dios, sea privado de un bien temporal o sufra una pena temporal.
El pecado venial que nos entretiene inmoderadamente en un bien perecedero, merece también una pena temporal del mismo género, pero más ligera.
Todo esto se concibe bastante fácilmente: la voluntad que se acuerda demasiado de ella misma, contra el orden divino, debe reparar dicha infracción para reconocer el valor de ese orden divino. Del mismo modo, la voluntad que ha violado el orden de la conciencia es punida por los remordimientos de conciencia. De igual manera aún, la voluntad que ha violado el orden social y sus leyes, debe sufrir una pena que inflige el magistrado guardián de dicho orden social. Esto es lo que enseña santo Tomás (1). También Platón, en uno de sus más bellos diálogos, el Gorgias, luego de haber demostrado que es mejor sufrir una injusticia que cometerla, añadía que la mayor desgracia de un criminal, después de su falta, es permanecer impune, porque así no entra en el orden de la justicia. Debería, dice Platón, ir a acusarse ante los jueces y pedir la pena que ha merecido para entrar en el orden de la justicia, luego de haberlo violado. Idea sublime inspirada por las tradiciones religiosas que anunciaban, por así decirlo, a lo lejos, lo que debía ser la reparación en el misterio de la Redención y en el sacramento de la penitencia.
En la vida del justo, la gracia santificante le da la posibilidad de satisfacer por sí mismo y por los demás dicha pena temporal debida al pecado ya remitido, y si lo hace abrevia mucho su purgatorio. ¿Cómo puede hacerlo, primero por sí mismo, y por el prójimo?
¿Cómo puede el justo satisfacer por sí mismo?
Puede hacerlo de dos maneras: en primer lugar, por la penitencia sacramental, por la asistencia a Misa, ganado indulgencias. Luego por sus propias buenas obras (ex opere operantis), cuando tienen en grados diversos un carácter penoso, requerido para la satisfacción, que se añade al mérito.
Primeramente, la penitencia sacramental realizada en estado de gracia produce enseguida su efecto de santificación, pero está proporcionada a nuestras disposiciones de fervor, y a menudo una parte de la pena temporal resta por sufrir aún.
La Misa a la cual asistimos o que es dicha por nosotros, obtiene ciertamente también la remisión total o parcial de la pena temporal debida a los pecados ya perdonados.
La obtención de indulgencias es también una obra satisfactoria, que sirve para saldar la deuda de la pena temporal por los pecados perdonados. Su principal valor proviene del poder de las Llaves de la Iglesia.
¿Cómo podemos en la tierra, además, satisfacer o reparar por medio de nuestras buenas obras (ex opere operantis)?
Es necesario, en primer lugar, que sean obras meritorias, es decir, moralmente buenas, libres, realizadas en estado de gracia y de peregrinación, por un motivo sobrenatural. Asimismo, para que sean satisfactorias, es necesario que además del mérito, tengan un carácter más o menos penoso, es decir, que conlleven una renuncia, una carga, un sacrificio. Santo Tomás lo explica muy bien: se trata de la satisfacción que se añade a los méritos de Cristo o a los de María, o el que se añade a nuestros propios méritos. Dice: “La satisfacción para reparar el pecado pasado, y obtener la remisión de la pena temporal que le es debida, debe ser penosa. El pecador ha quitado a Dios la gloria exterior que le es debida. Orden y justicia reclaman que a cambio le sea quitado algo, que una pena le sea impuesta” (2). Es necesario, pues, para satisfacer, algo penoso, llevar la cruz, morir a algo. Se lo olvidaba mucho estos últimos años, antes de la derrota; se las ingeniaba incluso para reducir la mortificación al estricto mínimo quizás para hacerla desaparecer totalmente. Entonces el Señor impone a los demás la guerra, y sería necesario hacer de necesidad virtud, haría falta sufrir mucho (3).
A igualdad de caridad, la obra más satisfactoria será la más penosa, aquella que recuerde mejor la cruz del Salvador. Sin embargo, si la disminución de la dificultad viene precisamente de una caridad más grande, no disminuye el valor de la satisfacción. En este último caso se trata de una dificultad subjetiva que es disminuida por el progreso de la caridad, no de una dificultad objetiva. Ésta deriva del carácter mismo del objeto que exige una gran generosidad, como sucede en el martirio.
Entre las obras penosas que la Iglesia recomienda como satisfacción o reparación, hay que contar el ayuno, la abstinencia, las vigilias, la paciencia en las contrariedades y las pruebas, soportar los sufrimientos, la aceptación de la muerte y las angustias que pueden acompañarla. “Dominar el alma en la paciencia” es obrar. Santo Tomás dice incluso que el acto principal de la fortaleza no es la ofensiva o el ataque, sino soportar perseverante los males, la constancia en la prueba, como se lo constata en los mártires.
Las cruces ocultas llevadas mucho tiempo en silencio son a menudo más meritorias y satisfactorias que las brillantes acciones heroicas de un momento. A propósito de esto, conviene aconsejar la bella oración de Pío X para aceptar por anticipado la muerte y todos los sufrimientos físicos y morales que la precederán y acompañarán (4).
Las buenas obras más o menos penosas disminuyen nuestro purgatorio y, por el mérito que conllevan, aumentan en nosotros la vida de la gracia y la felicidad del cielo. Es necesario sobre este tema recordar, que un acto generosísimo de caridad, de un valor de diez talentos, vale más que diez simples actos de un talento. Éstos últimos están, en efecto, más o menos impregnados de tibieza: la calidad prevalece aquí sobre la cantidad. El santo cura de Ars debía merecer y reparar más que todos sus feligreses juntos.
¿Cómo puede el justo satisfacer por el prójimo?
Todos los fieles conocen esta doctrina de fe: que el justo puede hacer celebrar Misas y ganar indulgencias por los difuntos, y que puede también saldar por otro justo la pena temporal debida a los pecados ya perdonados. San Pablo, en efecto, dice: “Llevad las cargas los unos de otros” (5). Santo Tomás lo explica (6) y nota que si los acreedores humanos admiten que se les pague las deudas de otros, cuánto más lo admite el Señor, puesto que sufrir por el prójimo supone una caridad más grande que sufrir por sí mismo. Sufrir por el prójimo un fuerte dolor de cabeza de tres o cuatro horas es más satisfactorio que sufrir por si mismo una cosa más penosa.
Animándolo la caridad, el justo puede, pues, satisfacer por su prójimo.
Aquellos que realizan a María el abandono de todo lo que hay de comunicable en sus buenas obras meritorias y satisfactorias y en sus oraciones, le encargan hacer la distribución de ellas según su voluntad. Ella obra con mucha más sabiduría que nosotros, puesto que ve en Dios a aquellos parientes o amigos nuestros que sobre la tierra o en el purgatorio tienen particularmente más necesidad de ayuda.
Si no hemos hecho este acto y si no nombramos a ninguna persona, es probable que Dios aplique dichas satisfacciones a aquellos que nos son más queridos.
Es así que los justos pueden sufrir con provecho por el prójimo, y también participan en las satisfacciones de las almas más generosas, de las almas víctimas que, en las horas más trágicas, se multiplican en el mundo, para reparar sus faltas (7). Es el Señor el que las suscita, el que les da dicha vocación sublime, el que las sostiene durante veinte o treinta años sobre un lecho de sufrimientos, como lo muestra la vida del santo padre Gérard, de la diócesis de Sées, escrita por Myriam de G. bajo el título “Veintidós años de martirio”. Este santo sacerdote torturado durante tantos años por la tuberculosis ósea, ofrecía cada día sus sufrimientos por los sacerdotes de su generación y de su diócesis. Se lo llevó seis veces a Lourdes. Comprendió que la Santísima Virgen no lo curaría pero, a pesar de los grandísimos dolores del viaje, quiso ir allí seis veces aún, no para pedir su curación, sino por la conversión de los pecadores. Almas víctimas, más numerosas de los que pensamos, trabajan en este momento a ejemplo de Nuestro Señor y de María para la pacificación del mundo.
Los sufrimientos del justo deben así parecerse cada vez más a la cruz de Jesús. Existen tres clases de cruz bien diferentes: la del ladrón malo, que fue una cruz perdida. Existen muchos sufrimientos perdidos en el mundo, porque no son soportados cristianamente. La cruz del buen ladrón fue útil para él, y escuchó: “tú estarás conmigo esta tarde en el paraíso”. La cruz de Jesús fue redentora, no para Él, sino para nosotros. Y en cuanto más los santos se asemejan al Salvador, más sus cruces se parecen a la suya, más fecundas son, y en las horas más problemáticas como las que atravesamos, son ellos, por sus sufrimientos aceptados por amor, los que sostienen el mundo y le permiten durar.
La fecundidad de la vía reparadora no ha cesado de manifestarse entre los santos en el curso de los siglos. A ejemplo de Nuestro Señor, los Apóstoles han sellado su testimonio con su sangre, y durante los tres primeros siglos de la Iglesia la sangre de los mártires no ha cesado de suscitar nuevos cristianos.
En la Edad Media, san Francisco recibe los dolorosos estigmas de la Pasión del Salvador, santo Domingo se flagela tres veces cada noche por sus propios pecados, por los pecadores que debe evangelizar en el futuro y por las almas del purgatorio. Quiere reglas penitenciales en su Orden al lado del estudio, la oración y el apostolado.
Este mismo espíritu se encuentra entre los grandes reformadores del siglo XVI: san Carlos Borromeo, santa Teresa, san Juan de la Cruz, san Ignacio. San Vicente de Paul, incluso en medio de sus duras labores, acepta sufrir para librar a un teólogo de las dudas que lo torturan, y él mismo durante cuatro años debe superar heroicamente una fuerte tentación contra la fe, lo que aumenta sus fuerzas y afirma cada vez más su unión con Dios.
En el siglo XVIII, san Pablo de la Cruz funda la Orden de los Pasionistas consagrada a la reparación, y él mismo, aunque llegado ya a la edad de treinta años a una muy íntima unión con Dios, pasa durante cuarenta y cinco años por sufrimientos interiores ininterrumpidos por la conversión de los pecadores. En la misma época, san Gerardo Mayela, hijo espiritual de san Alfonso es avisado por una inspiración que tendrá la ocasión de convertirse en santo, y que debe estar atento a no perderla. Poco después es gravemente calumniado, lo que acarrea una medida muy severa para él: se lo priva de la comunión. Acepta todo por amor a Dios. Algunos meses después, la calumnia es descubierta, y su superior le dice: ¿Por qué no os habéis defendido? Él responde: “Está escrito, padre mío, en vuestra regla, que no es necesario excusarse incluso si se es injustamente reprendido”. Aún en la misma época, san Benito José Labre es un modelo consumado de vida reparadora.
A veces, son incluso los niños, que bajo una inspiración divina, entreven todo el premio del sufrimiento aceptado por amor. Estos últimos años en Roma, bajo el pontificado de Pío XI, una niña de seis años u medio, Antonietta Meo, cuya vida se ha escrito (8), enferma de un cáncer en la pierna, acepta generosamente la amputación por las grandes intenciones de la Iglesia, y dice a su padre, luego de la operación, aunque aún sufre mucho: “Papá: el dolor es como la tela. Cuanto más resistente es la tela, mejor es. Del mismo modo, cuanto más fuerte es el dolor, mejor es, cuando se lo acepta por amor para la conversión de los pecadores”.
Esto tres grandes ejemplos nos son dados de vez en cuando para salir de nuestra somnolencia, y para invitarnos a ofrecer más generosamente las contrariedades o penas que se nos presentan, para reparar la ofensa hecha a Dios por nuestras propias faltas, y para trabajar en la conversión de las almas en la medida en que el Señor lo ha querido para cada uno de nosotros desde la eternidad (9).
(1) Ia IIae, q. 87. De poena peccato debita.
(2) Supp., q. 15, a. 1.
(3) Al respecto, los scouts de Francia, el 15 de Agosto, han dado un gran ejemplo haciendo una gran parte de su peregrinación a Puy a pié, y descalzos, con una resistencia y una fe admirable, llena de promesas.
(4) “Señor, sea cual sea el género de muerte que os plazca reservarme, desde ahora, de todo corazón y con plena voluntad, lo acepto de vuestra mano, con todas sus angustias, penas y dolores”. Indulgencia plenaria en la muerte para aquellos que reciten dicha oración luego de la santa comunión.
(5) Gal., VI, 2.
(6) Supp., q. 13, a. 2.
(7) Recuérdese en L’Annonce à Marie de P. Claudel el personaje de Violaine, joven virgen enferma de lepra, que se ha ofrecido como víctima por Francia en la época del gran cisma.
(8) “Fiaccola romana”, por Myriam de G., Berutti, Torino. Prefacio del cardenal Piazza.
(9) Al término de su peregrinación a Nuestra Señora de Puy, los guías de Francia decían en su vía crucis: “Señor, por nuestros pecados, aceptamos el hambre, el frío, la pobreza”.
FUENTE: Vie Spirituelle n° 277, Junio de 1943. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva.
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