lunes, 15 de agosto de 2011

FIESTA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA

FIESTA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA

 
La vida de la Santísima Virgen es una sucesión de maravillas que admiran y emocionan. Cada uno de los momentos decisivos de su existencia se señala con un milagro, evidenciador de sus privilegios singulares y de su calidad soberana.
Concebida sin mancha, nacida de una mujer estéril, visitada por el Arcángel y reverenciada por Santa Isabel, María Santísima se nos aparece llena de aquella gracia celestial que canta el embajador angélico del Todopoderoso en el día transcendental de la Anunciación; Madre del Salvador, se nos nuestra colmada de la máxima dignidad que puede alcanzarse en la tierra y en los Cielos; y hasta cuando el dolor estruja su Corazón traspasado por los fieros puñales de las torturas de Jesús, María tiene todo el prestigio sobrenatural de compartir la gran obra de la Redención del género humano.
Su vida es un poema cuyas estrofas van haciendo vibrar todas las cuerdas del espíritu, desde aquellas que nos llenan el alma de inefable alegría hasta las que nos inundan de esa amargura interior que hace brotar lágrimas y entristece los corazones.
Gozamos oyéndola entonar el Magníficat con el rostro radiante de felicidad y aureolada de gloria; y sufrimos contemplándola al pie de la Cruz en que su Hijo agoniza por nosotros.
Pero siempre, lo mismo en sus alegrías que en sus dolores, en su magnificencia como en su pobreza, percibimos la sublimidad de una misión altísima que nos produce intensa emoción y nos cautiva.
Y este poema sin igual de la vida de la Virgen, este poema que tan pronto tiene suavidades de égloga, como vibraciones de himno, o acentos de tragedia, se cierra con la apoteosis bellísima de la Asunción a los Cielos.
El hecho, dentro de su maravilla, encierra una lógica tan evidente que la inteligencia, siempre absorta ante los milagros, concibe éste sin esfuerzo alguno. La que nació sin mancha, fue madre sin dejar de ser virgen y amamantó al Salvador, no podía confundir su destino con el del resto de los mortales…
Si Ella trajo a Dios a la tierra, es natural que Dios se la llevara al Cielo. Si todo fue milagroso en su vida, el milagro debió repetirse en su salida de esta tierra. Si vino al mundo sin pasar por el estigma del pecado, no es extraño que saliese del mundo sin seguir la suerte de los pecadores.
Dios quiso transportar su Cuerpo a los Cielos, para que allí disfrutara enseguida de la inmarcesible gloria que le correspondía, como Hija del Padre, Madre del Verbo, Esposa del Espíritu Santo y Reina de los Ángeles.
Si a María le priváramos de su Asunción, su gloria nos parecería incompleta; el poema terminaría bruscamente, y la heroína sublime elevada en vida por Jesús hasta las cumbres de la más alta santidad, descendería al morir hasta el suelo para reposar en la angostura de una tumba.
La Virgen Santísima, tan pura de Cuerpo como de Alma, tan bella en lo material como en lo espiritual, sólo tiene lugar adecuado en el trono que el Eterno preparó para Ella desde el principio sin principio de los siglos; y ese trono le ocupa con la misma envoltura carnal que tuvo en este mundo.
Allí, en medio de los esplendores inimaginables de la gloria, rodeada de coros de vírgenes y aclamada por las legiones angélicas, María ostenta la máxima hermosura que el mismo Dios puede prodigar.
Allí está María, superior a toda ponderación, con los atributos soberanos de Reina de los Cielos y de la tierra, y ejerciendo constantemente su misión de Mediadora universal entre los hombres y el Creador.
Así, resplandeciente de hermosura, coronada de estrellas, fragante y triunfadora, vemos los católicos a la Virgen. Creemos en su Asunción y nos la representamos sentada en su trono con una dignidad tan lejana de la soberbia como llena de dulzura.
La fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María a los Cielos comprende dos partes diversas en contenido. La primera tiene un sabor triste para nosotros, es su partida de este mundo. La segunda es todo gozo y regocijo, es su ingreso a los Cielos en cuerpo y alma, y su coronación como Reina del universo entero.
Después de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, su Madre Virginal permaneció en la tierra a fin de ser el consuelo y fortaleza de la Iglesia naciente, que en sus albores necesitaba de la asistencia visible de una Madre.
Imaginemos cuánto sentiría la Virgen el destierro… Con mayor razón que el Apóstol exclamaría de continuo: Deseo verme desatada, por estar con mi Hijo
En aquellos momentos de indescriptibles ansias un solo pensamiento venía a confortarla. Había abandonado la dulce compañía de su Primogénito, para ser el consuelo de sus otros hijos, pródigos unos, miserables otros, necesitados todos.
Y así procuraría llenar sus días de obras perfectísimas de amor, con miras a que su estancia en el mundo rindiese el máximo producto a los miembros de la Iglesia y a su apostolado.
He aquí el modelo de lo que debe ser la vida del cristiano. Cual verdaderos peregrinos debemos pasar por este mundo mirando a la Patria, anhelando la gloria celestial; pero, por otra parte, debemos cuidar de llenar nuestra existencia de buenas obras, a fin de que ellas nos acompañen en el decisivo paso de la muerte.
Pidamos a María Asunta las ansias de Cielo que la devoraban, y el favor para imitar en nuestras escasas medidas sus obras.
Agradezcámosle el beneficio de haber preferido el destierro a la Patria, sólo por consolar a sus hijos desterrados y pródigos en este Valle de lágrimas.
Unos veinticuatro años parece que vivió Nuestra Señora en este suelo después de la Ascensión del Señor. Llegado el momento predefinido por el Padre, sintióse la benditísima Virgen desfallecer de amor. La enfermedad no podía cebarse en su cuerpo inmaculado; la muerte no podía llegar a Ella como a los demás mortales, ni apoderarse a mansalva del lirio de su purísima vida.
Si no se la arrancaban a viva fuerza los hombres, como sucedió con su Hijo, debía serle arrebatada por la violencia del amor. Por eso fue el amor el verdugo de María. Verdugo dulce, ya que realizó su obra con tal suavidad, que no logró arrancar siquiera un ay a la benignísima Madre.
La Madre de los dolores había expiado suficientemente por sus hijos ingratos en las larguísimas horas de la terribilísima agonía de su Hijo; por eso su salida de este mundo fue una dormición dulcísima.
La corrupción no tenía derecho a apoderarse de una criatura concebida sin mancha, no podía cebarse en carnes inmaculadas. La carne que prestó la materia prima a la sacratísima Humanidad de Cristo, no podía llegar a confundirse con el polvo de la tierra.
Si Dios conserva admirablemente incorruptos a muchos de sus Santos, ¿qué no haría con el cuerpo purísimo de su propia Madre?
Oh Dios, que Te dignaste elegir para tu morada el Seno virginal de la Santísima Virgen María; haz, Te rogamos, que fortalecidos con su protección, podamos asistir con júbilo a su festividad.
De este modo nos hace pedir la Santa Liturgia en el día de la vigilia, y el versículo de la Comunión canta el privilegio de la Maternidad divina, fuente y principio de todos los restantes privilegios de María, sin exceptuar el de la incorrupción y asunción de su Cuerpo divinal.
Pasemos ya al segundo tema de nuestra meditación de hoy.
La Asunción de María forma paralelo con la Ascensión de su Hijo; y así como el júbilo desbordante de aquel jueves de la Ascensión reconocía dos fuentes, la gloria de Cristo y nuestro propio provecho, así también la festividad de hoy engendra gozo indescriptible en nuestras almas por doble título: por la gloria de María, y porque desde hoy tenemos por Abogada y Madre a la que ha sido coronada por Emperatriz de Cielos y tierra.
Unámonos al coro de los Apóstoles y a las jerarquías angélicas en la glorificación de la Madre de Dios y en los cánticos de gratitud a la divina Majestad.
Alegrémonos todos en el Señor, celebrando en este día a la Bienaventurada Virgen María, de cuya Asunción se alegran los Ángeles y alaban al Hijo de Dios.
¡Qué momento aquél, en que la Doncella más bella y santa que vieron los mundos, rompiendo los lazos de la corrupción, radiante y llena de gracia, fue elevada de la tierra sobre un trono de querubines, y, rasgándose los Cielos, dieron paso a la que iba a ser aclamada por Reina y Señora del universo!
¿Quién es ésta que se eleva como la aurora naciente, hermosa como la luna, elegida como el sol, terrible cual ordenado ejército en plan de batalla?
Así clamarían los Ángeles que custodiaban la entrada del paraíso, arrobados en la contemplación de aquella majestuosa Beldad, mientras que el escuadrón celestial compuesto de diez centurias de Ángeles, que formaron la guardia de honor de la Inmaculada mientras vivió en este suelo, rompería su creciente admiración en análogas exclamaciones: ¡Oh Virgen prudentísima, ¿hacia dónde te encaminas cual rutilante aurora? ¡Hija de Sión, hermosa y suave eres en verdad; bella, sí, como la luna, escogida como el sol!
Estas exclamaciones convertiríanse en himnos entusiastas, cuando esta incomparable criatura llegó al Trono de la divina Majestad, cayó en los brazos de su amado Hijo, recibió el ósculo del Padre y quedó envuelta en los rayos de amor del Espíritu Santo.
Las tres divinas Personas agraciaron a la escogida entre millares, colocando sobre su cabeza las tres coronas del poder, sabiduría y amor, con que la declaraban solemnemente partícipe del imperio amoroso de su Hijo, Emperatriz de Cielos y tierra, y Reina de los Ángeles y de los hombres.
María ha escogido la mejor parte… conocemos este versículo. Nuestro Señor se refiere a Santa María Magdalena; pero bien podemos aplicarlo a su Santísima Madre.
Este corto verso explica que la mejor parte de María es la gloria celestial, la vida bienaventurada, la fruición de Dios. Fiesta es hoy en que María deja las miserias del peregrino suelo por la «mejor parte» del Cielo, «que nunca le será quitada».
La Emperatriz de los Cielos es nuestra madre. Los fieles gustamos de extender el paralelismo de la Ascensión de Cristo y de la Asunción de su Madre Santísima hasta menudos pormenores.
Como el jueves de la Ascensión, nos hemos reunido hoy para santificar la hora en que la Virgen Señora Nuestra fue exaltada sobre los coros angélicos.
Representémonos a nuestra Señora en el momento preciso en que se despide de la tierra. Antes de que las nubes que separan el mundo mortal del mundo de los bienaventurados la oculten a los ojos mortales, se complace la Virgen en dar una postrer mirada al que fue teatro de amarguísimas penas y de dulces alegrías, al mundo, donde quedan luchando en brava lid sus pobrecitos hijos.
En un acto supremo de amor maternal, se desprende entonces de sus purísimas manos una bendición, compendio de sus afectos, y la deja caer en forma de lluvia benéfica sobre la tierra que abandona, y sobre sus hijos que deja en soledad y llanto.
Esa bendición es un adiós y una promesa; la promesa de no olvidar a los que la llamarán Madre, y de aprovechar en nuestro bien el poder de que va a ser investida.
Pidamos a esa Madre de misericordia, que no nos deje nunca de sus manos y que nos cobije continuamente bajo su manto protector.
Reina poderosísima, gusta de escuchar hasta el más humilde e incluso el más perverso de sus vasallos, si a Ella se acerca con dolor de sus pecados y palabras de fervor.
Mediadora complaciente que jamás negó su protección a quien a Ella acudió en solicitud de amparo.
Virgen de la Merced y del Perpetuo Socorro, Estrella de los Mares y Guía de Peregrinos, Patrona del Mundo a Ella consagrado, milagrosa visitadora de Zaragoza, del Tepeyac, de Lourdes y de Fátima, Madre de Dios y Madre de los hombres, en Ella tenemos camino, faro y puerta para entrar en el Cielo.
Nada le niega Dios y a todo está Ella dispuesta en nuestro favor. Sólo nos pide a cambio amor y pureza; rectitud y fervor.
¡Ojalá acertáramos siempre a acudir a Ella en los momentos de peligro o de desesperación!
Bajo su manto está nuestra salvación y nuestro consuelo, y si sabemos acogernos a su amparo, Ella non mostrará un día a Jesús, fruto bendito de su vientre; y para toda la eternidad descansaremos en la paz de su Reino Celestial.

Autor: P. Ceriani
Fuente: RadioCristiandad 


Santoral Católico 15 de agosto


  • Asunción de la Bienaventurada Virgen María
  • Nuestra Señora de los Ojos Grandes, Patrona de Lugo, (España)
  • San Tarsicio, Mártir
  • San Arnaulfo, Obispo de Soissons  

Y en otras partes, otros muchos santos Mártires y Confesores, y santas Vírgenes.
R. Deo Gratias.




LA ASUNCIÓN 
DE LA BIENAVENTURADA
VIRGEN MARÍA
María ha elegido la mejor parte,
de la que jamás será privada.
(Lucas, 10, 42)


La vida de la Santísima Virgen, después de la Ascensión de Jesucristo, no estuvo exenta de sufrimiento. Sufrió al verse separada de su Hijo muy amado, y sin cesar suspiraba por el día en que podría reunirse con El. Aumentaba su mérito al infinito mediante la práctica constante de las más heroicas virtudes. Llegó, por fin, el dichoso día de su muerte y su alma se separó de su castísimo cuerpo, sin dolor ni violencia. Mas, la noche siguiente al día en que se depositó ese cuerpo en el sepulcro, su alma descendió del cielo, reunióse con él, y fue a colocarse en el cielo a la derecha de Jesucristo, en el trono que le había sido preparado.

MEDITACIÓN
SOBRE 
EL TRIUNFO DE MARÍA
I. La Santísima Virgen muere sin dolor y sin temor, con inefable deseo de ir a juntarse con su adorable Hijo. El amor divino es quien desprende su hermosa alma de su envoltura mortal. Tú también morirás; pero, ¿cómo morirás? ¿En el dolor y en el temor? Aprende de María a vivir bien para morir bien. Pídele la gracia de morir santamente. Ella la concede a sus servidores; y cuando te halles en ese terrible momento, dile con Justo Lipsio: Santa María, socorre a mi alma en lucha con la eternidad.
II. La Santísima Virgen, resucita algún tiempo después de su muerte; ese cuerpo castísimo que había llevado a Jesucristo no debía sufrir la corrupción del sepulcro. ¡Oh, Virgen Santísima, qué  alegría me causa el favor que se os ha acordado! Cuerpo mío, tú también resucitarás un día; pero, ¿será para la gloria o para los sufrimientos eternos? Lo ignoro, o más bien, sé que seré predestinado si soy un servidor fiel de María. Ningún servidor de María perece eternamente. (San Bernardo).
III. ¡Cuán admirable es el triunfo de María! Entra en el cielo con cuerpo y alma; los ángeles salen a su encuentro; el Padre eterno la reconoce como Hija, Jesucristo como Madre, el Espíritu Santo como Esposa. Es elevada sobre los coros de los Ángeles y colocada en un trono al lado de su Hijo. Valor, ¡alma mía!, nada hay que no puedas obtener por medio de la Madre de Dios. Su poder es infinito, y su amor es igual a su poder. ¿Qué hice hasta ahora para merecer su protección y sus favores?

La devoción a la Sagrada Familia
Orad por la Iglesia.



ORACIÓN

Perdonad misericordiosamente, Señor, las faltas de vuestros servidores, y, dada la impotencia en que nos encontramos de agradaros por nuestros propios méritos, concedednos la salvación por la intercesión de Aquélla que Vos elegisteis para que fuera la Madre de vuestro Hijo, Nuestro Señor, que, siendo Dios, vive y reina con Vos en unidad con el Espíritu Santo. Por J. CN. S. Amén.

Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María,




Constitución Apostólica


"Munificentissimus Deus "


del Sumo Pontífice


PÍO PP. XII




Se define como dogma de la Asunción de la Virgen María,


en cuerpo y alma a la gloria celeste.


1 de octubre de 1950


1. El munificentísimo Dios, que todo lo puede y cuyos planes providentes están hechos con sabiduría y amor, compensa en sus inescrutables designios, tanto en la vida de los pueblos como en la de los individuos, los dolores y las alegrías para que, por caminos diversos y de diversas maneras, todo coopere al bien de aquellos que le aman (cfr. Rom 8, 28).


2. Nuestro Pontificado, del mismo modo que la edad presente, está oprimido por grandes cuidados, preocupaciones y angustias, por las actuales gravísimas calamidades y la aberración de la verdad y de la virtud; pero nos es de gran consuelo ver que, mientras la fe católica se manifiesta en público cada vez más activa, se enciende cada día más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios y casi en todas partes es estimulo y auspicio de una vida mejor y más santa, de donde resulta que, mientras la Santísima Virgen cumple amorosísimamente las funciones de madre hacia los redimidos por la sangre de Cristo, la mente y el corazón de los hijos se estimulan a una más amorosa contemplación de sus privilegios.


3. En efecto, Dios, que desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y plenísima complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) ejecutó los planes de su providencia de tal modo que resplandecen en perfecta armonía los privilegios y las prerrogativas que con suma liberalidad le había concedido. Y si esta suma liberalidad y plena armonía de gracia fue siempre reconocida, y cada vez mejor penetrada por la Iglesia en el curso de los siglos, en nuestro tiempo ha sido puesta a mayor luz el privilegio de la Asunción corporal al cielo de la Virgen Madre de Dios, María.


4. Este privilegio resplandeció con nuevo fulgor desde que nuestro predecesor Pío IX, de inmortal memoria, definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios. Estos dos privilegios están, en efecto, estrechamente unidos entre sí. Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre el uno y sobre la otra reporta también la victoria en virtud de Cristo todo aquel que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero por ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.


5. Pero de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen Maria. Ella, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su concepción inmaculada; por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.


6. Por eso, cuando fue solemnemente definido que la Virgen Madre de Dios, María, estaba inmune de la mancha hereditaria de su concepción, los fieles se llenaron de una más viva esperanza de que cuanto antes fuera definido por el supremo magisterio de la Iglesia el dogma de la Asunción corporal al cielo de María Virgen.


7. Efectivamente, se vio que no sólo los fieles particulares, sino los representantes de naciones o de provincias eclesiásticas, y aun no pocos padres del Concilio Vaticano, pidieron con vivas instancias a la Sede Apostólica esta definición.




Innúmeras peticiones




8. Después, estas peticiones y votos no sólo no disminuyeron, sino que aumentaron de día en día en número e insistencia. En efecto, a este fin fueron promovidas cruzadas de oraciones; muchos y eximios teólogos intensificaron sus estudios sobre este tema, ya en privado, ya en los públicos ateneos eclesiásticos y en las otras escuelas destinadas a la enseñanza de las sagradas disciplinas; en muchas partes del orbe católico se celebraron congresos marianos, tanto nacionales como internacionales. Todos estos estudios e investigaciones pusieron más de relieve que en el depósito de la fe confiado a la Iglesia estaba contenida también la Asunción de María Virgen al cielo, y generalmente siguieron a ello peticiones en que se pedía instantemente a esta Sede Apostólica que esta verdad fuese solemnemente definida.


9. En esta piadosa competición, los fieles estuvieron admirablemente unidos con sus pastores, los cuales, en número verdaderamente impresionante, dirigieron peticiones semejantes a esta cátedra de San Pedro. Por eso, cuando fuimos elevados al trono del Sumo Pontificado, habían sido ya presentados a esta Sede Apostólica muchos millares de tales súplicas de todas partes de la tierra y por toda clase de personas: por nuestros amados hijos los cardenales del Sagrado Colegio, por venerables hermanos arzobispos y obispos de las diócesis y de las parroquias.


10. Por eso, mientras elevábamos a Dios ardientes plegarias para que infundiese en nuestra mente la luz del Espíritu Santo para decidir una causa tan importante, dimos especiales órdenes de que se iniciaran estudios más rigurosos sobre este asunto, y entretanto se recogiesen y ponderasen cuidadosamente todas las peticiones que, desde el tiempo de nuestro predecesor Pío IX, de feliz memoria, hasta nuestros días, habían sido enviadas a esta Sede Apostólica a propósito de la Asunción de la beatísima Virgen María al cielo (1).




Encuesta oficial




11. Pero como se trataba de cosa de tanta importancia y gravedad, creímos oportuno pedir directamente y en forma oficial a todos los venerables hermanos en el Episcopado que nos expusiesen abiertamente su pensamiento. Por eso, el 1 de mayo de 1946 les dirigimos la carta Deiparae Virginis Mariae, en la que preguntábamos: «Si vosotros, venerables hermanos, en vuestra eximia sabiduría y prudencia, creéis que la Asunción corporal de la beatísima Virgen se puede proponer y definir como dogma de fe y si con vuestro clero y vuestro pueblo lo deseáis».


12. Y aquellos que «el Espíritu Santo ha puesto como obispos para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28) han dado a una y otra pregunta una respuesta casi unánimemente afirmativa. Este «singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles» (2), al creer definible como dogma de fe la Asunción corporal al cielo de la Madre de Dios, presentándonos la enseñanza concorde del magisterio ordinario de la Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, por él sostenida y dirigida, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase (3). El magisterio de la Iglesia, no ciertamente por industria puramente humana, sino por la asistencia del Espíritu de Verdad (cfr. Jn 14, 26), y por eso infaliblemente, cumple su mandato de conservar perennemente puras e íntegras las verdades reveladas y las transmite sin contaminaciones, sin añadiduras, sin disminuciones. «En efecto, como enseña el Concilio Vaticano, a los sucesores de Pedro no fue prometido el Espíritu Santo para que, por su revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, custodiasen inviolablemente y expresasen con fidelidad la revelación transmitida por los Apóstoles, o sea el depósito de la fe» (4). Por eso, del consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia se deduce un argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo -la cual, en cuanto a la celestial glorificación del cuerpo virgíneo de la augusta Madre de Dios, no podía ser conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas naturales- es verdad revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla con firmeza y fidelidad. Porque, como enseña el mismo Concilio Vaticano, «deben ser creídas por fe divina y católica todas. aquellas cosas que están contenidas en la palabra de Dios, escritas o transmitidas oralmente, y que la Iglesia, o con solemne juicio o con su ordinario y universal magisterio, propone a la creencia como reveladas por Dios» (De fide catholica, cap. 3).


13. De esta fe común de la Iglesia se tuvieron desde la antigüedad, a lo largo del curso de los siglos, varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más claridad.


Consentimiento unánime




14. Los fieles, guiados e instruidos por sus pastores, aprendieron también de la Sagrada Escritura que la Virgen María, durante su peregrinación terrena, llevó una vida llena de preocupaciones, angustias y dolores; y que se verificó lo que el santo viejo Simeón había predicho: que una agudísima espada le traspasaría el corazón a los pies de la cruz de su divino Hijo, nuestro Redentor. Igualmente no encontraron dificultad en admitir que María haya muerto del mismo modo que su Unigénito. Pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la corrupción del sepulcro su sagrado cuerpo y que no fue reducida a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino. Así, iluminados por la divina gracia e impulsados por el amor hacia aquella que es Madre de Dios y Madre nuestra dulcísima, han contemplado con luz cada vez más clara la armonía maravillosa de los privilegios que el providentísimo Dios concedió al alma Socia de nuestro Redentor y que llegaron a una tal altísima cúspide a la que jamás ningún ser creado, exceptuada la naturaleza humana de Jesucristo, había llegado.


15. Esta misma fe la atestiguan claramente aquellos innumerables templos dedicados a Dios en honor de María Virgen asunta al cielo y las sagradas imágenes en ellos expuestas a la veneración de los fieles, las cuales ponen ante los ojos de todos este singular triunfo de la bienaventurada Virgen. Además, ciudades, diócesis y regiones fueron puestas bajo el especial patrocinio de la Virgen asunta al cielo; del mismo modo, con la aprobación de la Iglesia, surgieron institutos religiosos, que toman nombre de tal privilegio. No debe olvidarse que en el rosario mariano, cuya recitación tan recomendada es por esta Sede Apostólica, se propone a la meditación piadosa un misterio que, como todos saben, trata de la Asunción de la beatísima Virgen.


16. Pero de modo más espléndido y universal esta fe de los sagrados pastores y de los fieles cristianos se manifiesta por el hecho de que desde la antigüedad se celebra en Oriente y en Occidente una solemne fiesta litúrgica, de la cual los Padres Santos y doctores no dejaron nunca de sacar luz porque, como es bien sabido, la sagrada liturgia «siendo también una profesión de las celestiales verdades, sometida al supremo magisterio de la Iglesia, puede oír argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana» (5).




El testimonio de la liturgia




17. En los libros litúrgicos que contienen la fiesta, bien sea de la Dormición, bien de la Asunción de la Virgen María, se tienen expresiones en cierto modo concordantes al decir que cuando la Virgen Madre de Dios pasó de este destierro, a su sagrado cuerpo, por disposición de la divina Providencia, le ocurrieron cosas correspondientes a su dignidad de Madre del Verbo encarnado y a los otros privilegios que se le habían concedido.


Esto se afirma, por poner un ejemplo, en aquel «Sacramentario» que nuestro predecesor Adriano I, de inmortal memoria, mandó al emperador Carlomagno. En éste se lee, en efecto: «Digna de veneración es para Nos, ¡oh Señor!, la festividad de este día en que la santa Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser humillada por los vínculos de la muerte Aquella que engendró a tu Hijo, Nuestro Señor, encarnado en ella» (6).


18. Lo que aquí está indicado con la sobriedad acostumbrada en la liturgia romana, en los libros de las otras antiguas liturgias, tanto orientales como occidentales, se expresa más difusamente y con mayor claridad. El «Sacramentario Galicano», por ejemplo, define este privilegio de María, «inexplicable misterio, tanto más admirable cuanto más singular es entre los hombres». Y en la liturgia bizantina se asocia repetidamente la Asunción corporal de María no sólo con su dignidad de Madre de Dios, sino también con sus otros privilegios, especialmente con su maternidad virginal, preestablecida por un designio singular de la Providencia divina: «A Ti, Dios, Rey del universo, te concedió cosas que son sobre la naturaleza; porque así como en el parto te conservó virgen, así en el sepulcro conservó incorrupto tu cuerpo, y con la divina traslación lo glorificó» (7).


19. El hecho de que la Sede Apostólica, heredera del oficio confiado al Príncipe de los Apóstoles de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), y con su autoridad hiciese cada vez más solemne esta fiesta, estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este misterio. Así la fiesta de la Asunsión, del puesto honroso que tuvo desde el comienzo entre las otras celebraciones marianas, llegó en seguida a los más solemnes de todo el ciclo litúrgico. Nuestro predecesor San Sergio I, prescribiendo la letanía o procesión estacional para las cuatro fiestas marianas, enumera junto a la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición de María (Liber Pontificalis). Después San León IV quiso añadir a la fiesta, que ya se celebraba bajo el título de la Asunción de la bienaventurada Madre de Dios, una mayor solemnidad prescribiendo su vigilia y su octava; y en tal circunstancia quiso participar personalmente en la celebración en medio de una gran multitud de fieles (Liber Pontificalis). Además de que ya antiguamente esta fiesta estaba precedida por la obligación del ayuno, aparece claro de lo que atestigua nuestro predecesor San Nicolás I, donde habla de los principales ayunos «que la santa Iglesia romana recibió de la antigüedad y observa todavía» (8).




Exigencia de la incorrupción




20. Pero como la liturgia no crea la fe, sino que la supone, y de ésta derivan como frutos del árbol las prácticas del culto, los Santos Padres y los grandes doctores, en las homilías y en los discursos dirigidos al pueblo con ocasión de esta fiesta, no recibieron de ella como de primera fuente la doctrina, sino que hablaron de ésta como de cosa conocida y admitida por los fieles; la aclararon mejor; precisaron y profundizaron su sentido y objeto, declarando especialmente lo que con frecuencia los libros litúrgicos habían sólo fugazmente indicado; es decir, que el objeto de la fiesta no era solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen María, sino también su triunfo sobre la muerte y su celestial glorificación a semejanza de su Unigénito.


21. Así San Juan Damasceno, que se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de los otros privilegios suyos, exclama con vigorosa elocuencia: «Era necesario que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios» (9).


Afirmación de esta doctrina


22. Estas expresiones de San Juan Damasceno corresponden fielmente a aquellas de otros que afirman la misma doctrina. Efectivamente, palabras no menos claras y precisas se encuentran en los discursos que, con ocasión de la fiesta, tuvieron otros Padres anteriores o contemporáneos. Así, por citar otros ejemplos, San Germán de Constantinopla encontraba que correspondía la incorrupción y Asunción al cielo del cuerpo de la Virgen Madre de Dios no sólo a su divina maternidad, sino también a la especial santidad de su mismo cuerpo virginal: «Tú, como fue escrito, apareces "en belleza" y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo domicilio de Dios; así también por esto es preciso que sea inmune de resolverse en polvo; sino que debe ser transformado, en cuanto humano, hasta convertirse en incorruptible; y debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida» (10). Y otro antiguo escritor dice: «Como gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Salvador y Dios, donador de la vida y de la inmortalidad, y vivificada por Él, revestida de cuerpo en una eterna incorruptibilidad con Él, que la resucitó del sepulcro y la llevó consigo de modo que sólo Él conoce» (11).


23. Al extenderse y afirmarse la fiesta litúrgica, los pastores de la Iglesia y los sagrados oradores, en número cada vez mayor, creyeron un deber precisar abiertamente y con claridad el objeto de la fiesta y su estrecha conexión con las otras verdades reveladas.




Los argumentos teológicos




24. Entre los teólogos escolásticos no faltaron quienes, queriendo penetrar más adentro en las verdades reveladas y mostrar el acuerdo entre la razón teológica y la fe, pusieron de relieve que este privilegio de la Asunción de María Virgen concuerda admirablemente con las verdades que nos son enseñadas por la Sagrada Escritura.


25. Partiendo de este presupuesto, presentaron, para ilustrar este privilegio mariano, diversas razones contenidas casi en germen en esto: que Jesús ha querido la Asunción de María al cielo por su piedad filial hacia ella. Opinaban que la fuerza de tales argumentos reposa sobre la dignidad incomparable de la maternidad divina y sobre todas aquellas otras dotes que de ella se siguen: su insigne santidad, superior a la de todos los hombres y todos los ángeles; la íntima unión de María con su Hijo, y aquel amor sumo que el Hijo tenía hacia su dignísima Madre.


26. Frecuentemente se encuentran después teólogos y sagrados oradores que, sobre las huellas de los Santos Padres (12) para ilustrar su fe en la Asunción, se sirven con una cierta libertad de hechos y dichos de la Sagrada Escritura. Así, para citar sólo algunos testimonios entre los más usados, los hay que recuerdan las palabras del salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu descanso, tú y el arca de tu santificación» (Sal 131, 8), y ven en el «arca de la alianza», hecha de madera incorruptible y puesta en el templo del Señor, como una imagen del cuerpo purísimo de María Virgen, preservado de toda corrupción del sepulcro y elevado a tanta gloria en el cielo. A este mismo fin describen a la Reina que entra triunfalmente en el palacio celeste y se sienta a la diestra del divino Redentor (Sal 44, 10, 14-16), lo mismo que la Esposa de los Cantares, «que sube por el desierto como una columna de humo de los aromas de mirra y de incienso» para ser coronada (Cant 3, 6; cfr. 4, 8; 6, 9). La una y la otra son propuestas como figuras de aquella Reina y Esposa celeste, que, junto a su divino Esposo, fue elevada al reino de los cielos.


Los doctores escolásticos




27. Además, los doctores escolásticos vieron indicada la Asunción de la Virgen Madre de Dios no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en aquella Señora vestida de sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de Patmos (Ap 12, 1s.). Del mismo modo, entre los dichos del Nuevo Testamento consideraron con particular interés las palabras «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres» (Lc 1, 28), porque veían en el misterio de la Asunción un complemento de la plenitud de gracia concedida a la bienaventurada Virgen y una bendición singular, en oposición a la maldición de Eva.


28. Por eso, al comienzo de la teología escolástica, el piadoso Amadeo, obispo de Lausana, afirma que la carne de María Virgen permaneció incorrupta («no se puede creer, en efecto, que su cuerpo viese la corrupción»), porque realmente se reunió a su alma, y junto con ella fue envuelta en altísima gloria en la corte celeste. «Era llena de gracia y bendita entre las mujeres» (Lc 1, 28). «Ella sola mereció concebir al Dios verdadero del Dios verdadero, y le parió virgen, le amamantó virgen, estrechándole contra su seno, y le prestó en todo sus santos servicios y homenajes» (13).


Testimonio de San Antonio de Padua




29. Entre los sagrados escritores que en este tiempo, sirviéndose de textos escriturísticos o de semejanza y analogía, ilustraron y confirmaron la piadosa creencia de la Asunción, ocupa un puesto especial el doctor evangélico San Antonio de Padua. En la fiesta de la Asunción, comentando las palabras de Isaías «Glorificaré el lugar de mis pies» (Is 60, 13), afirmó con seguridad que el divino Redentor ha glorificado de modo excelso a su Madre amadísima, de la cual había tomado carne humana. «De aquí se deduce claramente, dice, que la bienaventurada Virgen María fue asunta con el cuerpo que había sido el sitio de los pies del Señor». Por eso escribe el salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu reposo, tú y el Arca de tu santificación». Como Jesucristo, dice el santo, resurgió de la muerte vencida y subió a la diestra de su Padre, así «resurgió también el Arca de su santificación, porque en este día la Virgen Madre fue asunta al tálamo celeste» 14.




De San Alberto Magno




30. Cuando en la Edad Media la teología escolástica alcanzó su máximo esplendor, San Alberto Magno, después de haber recogido, para probar esta verdad, varios argumentos fundados en la Sagrada Escritura, la tradición, la liturgia y la razón teológica, concluye: «De estas razones y autoridades y de muchas otras es claro que la beatísima Madre de Dios fue asunta en cuerpo y alma por encima de los coros de los ángeles. Y esto lo creemos como absolutamente verdadero» 15. Y en un discurso tenido el día de la Anunciación de María, explicando estas palabras del saludo del ángel «Dios te salve, llena eres de gracia...», el Doctor Universal compara a la Santísima Virgen con Eva y dice expresamente que fue inmune de la cuádruple maldición a la que Eva estuvo sujeta (16).




Doctrina de Santo Tomás




31. El Doctor Angélico, siguiendo los vestigios de su insigne maestro, aunque no trató nunca expresamente la cuestión, sin embargo, siempre que ocasionalmente habla de ella, sostiene constantemente con la Iglesia que junto al alma fue asunto al cielo también el cuerpo de María (17).


De San Buenaventura




32. Del mismo parecer es, entre otros muchos, el Doctor Seráfico, el cual sostiene como absolutamente cierto que del mismo modo que Dios preservó a María Santísima de la violación del pudor y de la integridad virginal en la concepción y en el parto, así no permitió que su cuerpo se deshiciese en podredumbre y ceniza 18. Interpretando y aplicando a la bienaventurada Virgen estas palabras de la Sagrada Escritura «¿Quién es esa que sube del desierto, llena de delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8, 5), razona así: «Y de aquí puede constar que está allí (en la ciudad celeste) corporalmente... Porque, en efecto..., la felicidad no sería plena si no estuviese en ella personalmente, porque la persona no es el alma, sino el compuesto, y es claro que está allí según el compuesto, es decir, con cuerpo y alma, o de otro modo no tendría un pleno gozo» 19.


La escolástica moderna




33. En la escolástica posterior, o sea en el siglo XV, San Bernardino de Siena, resumiendo todo lo que los teólogos de la Edad Media habían dicho y discutido a este propósito, no se limitó a recordar las principales consideraciones ya propuestas por los doctores precedentes, sino que añadió otras. Es decir, la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en cuanto a la nobleza y dignidad del alma y del cuerpo -porque no se puede pensar que la celeste Reina esté separada del Rey de los cielos-, exige abiertamente que «María no debe estar sino donde está Cristo» (20); además es razonable y conveniente que se encuentren ya glorificados en el cielo el alma y el cuerpo, lo mismo que del hombre, de la mujer; en fin, el hecho de que la Iglesia no haya nunca buscado y propuesto a la veneración de los fieles las reliquias corporales de la bienaventurada Virgen suministra un argumento que puede decirse «como una prueba sensible» ( 21)




San Roberto Belarmino




34. En tiempos más recientes, las opiniones mencionadas de los Santos Padres y de los doctores fueron de uso común. Adhiriéndose al pensamiento cristiano transmitido de los siglos pasados. San Roberto Belarmino exclama: «¿Y quién, pregunto, podría creer que el arca de la santidad, el domicilio del Verbo, el templo del Espíritu Santo, haya caído? Mi alma aborrece el solo pensamiento de que aquella carne virginal que engendró a Dios, le dio a luz, le alimentó, le llevó, haya sido reducida a cenizas o haya sido dada por pasto a los gusanos » (22).


35. De igual manera, San Francisco de Sales, después de haber afirmado no ser lícito dudar que Jesucristo haya ejecutado del modo más perfecto el mandato divino por el que se impone a los hijos el deber de honrar a los propios padres, se propone esta pregunta: «¿Quién es el hijo que, si pudiese, no volvería a llamar a la vida a su propia madre y no la llevaría consigo después de la muerte al paraíso?» 23. Y San Alfonso escribe: «Jesús preservó el cuerpo de María de la corrupción, porque redundaba en deshonor suyo que fuese comida de la podredumbre aquella carne virginal de la que Él se había vestido» (24).




Temeridad de la opinión contraria




36. Aclarado el objeto de esta fiesta, no faltaron doctores que más bien que ocuparse de las razones teológicas, en las que se demuestra la suma conveniencia de la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo, dirigieron su atención a la fe de la Iglesia, mística Esposa de Cristo, que no tiene mancha ni arruga (cfr. Ef 5, 27), la cual es llamada por el Apóstol «columna y sostén de la verdad» (1 T'im 3, 15), y, apoyados en esta fe común, sostuvieron que era temeraria, por no decir herética, la sentencia contraria. En efecto, San Pedro Canisio, entre muchos otros, después de haber declarado que el término Asunción significa glorificación no sólo del alma, sino también del cuerpo, y después de haber puesto de relieve que la Iglesia ya desde hace muchos siglos, venera y celebra solemnemente este misterio mariano, dice: «Esta sentencia está admitida ya desde hace algunos siglos y de tal manera fija en el alma de los piadosos fieles y tan aceptada en toda la Iglesia, que aquellos que niegan que el cuerpo de María haya sido asunto al cielo, ni siquiera pueden ser escuchados con paciencia, sino abochornados por demasiado tercos o del todo temerarios y animados de espíritu herético más bien que católico» (25).




Francisco Suárez




37. Por el mismo tiempo, el Doctor Eximio, puesta como norma de la mariología que «los misterios de la gracia que Dios ha obrado en la Virgen no son medidos por las leyes ordinarias, sino por la omnipotencia de Dios, supuesta la conveniencia de la cosa en sí mismo y excluida toda contradicción o repugnancia por parte de la Sagrada Escritura» (26), fundándose en la fe de la Iglesia en el tema de la Asunción, podía concluir que este misterio debía creerse con la misma firmeza de alma con que debía creerse la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen, y ya entonces sostenía que estas dos verdades podían ser definidas.


38. Todas estas razones y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos tienen como último fundamento la Sagrada Escritura, la cual nos presenta al alma de la Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde parece casi imposible imaginarse separada de Cristo, si no con el alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a Aquella que lo concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, lo llevó en sus brazos y lo apretó a su pecho. Desde el momento en que nuestro Redentor es hijo de Maria, no podía, ciertamente, como observador perfectísimo de la divina ley, menos de honrar, además de al Eterno Padre, también a su amadísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente.


39. Pero ya se ha recordado especialmente que desde el siglo II María Virgen es presentada por los Santos Padres como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a él, en aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el protoevangelio (Gn 3, 15), habría terminado con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de las Gentes (cfr. Rom cap. 5 et 6; 1 Cor 15, 21-26; 54-57). Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como dice el mismo Apóstol, «cuando... este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida en la victoria» (1 Cor 15, 54).


40. De tal modo, la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad «con un mismo decreto» (27) de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 T'im 1, 17).




Es llegado el momento




41. Y como la Iglesia universal, en la que vive el Espíritu de Verdad, que la conduce infaliblemente al conocimiento de las verdades reveladas, en el curso de los siglos ha manifestado de muchos modos su fe, y como los obispos del orbe católico, con casi unánime consentimiento, piden que sea definido como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo -verdad fundada en la Sagrada Escritura, profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia con otras verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el estudio de la ciencia y sabiduría de los teólogos-, creemos llegado el momento preestablecido por la providencia de Dios para proclamar solemnemente este privilegio de María Virgen.


42. Nos, que hemos puesto nuestro pontificado bajo el especial patrocinio de la Santísima Virgen, a la que nos hemos dirigido en tantas tristísimas contingencias; Nos, que con rito público hemos consagrado a todo el género humano a su Inmaculado Corazón y hemos experimentado repetidamente su validísima protección, tenemos firme confianza de que esta proclamación y definición solemne de la Asunción será de gran provecho para la Humanidad entera, porque dará gloria a la Santísima Trinidad, a la que la Virgen Madre de Dios está ligada por vínculos singulares. Es de esperar, en efecto, que todos los cristianos sean estimulados a una mayor devoción hacia la Madre celestial y que el corazón de todos aquellos que se glorían del nombre cristiano se mueva a desear la unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo y el aumento del propio amor hacia Aquella que tiene entrañas maternales para todos los miembros de aquel Cuerpo augusto. Es de esperar, además, que todos aquellos que mediten los gloriosos ejemplos de María se persuadan cada vez más del valor de la vida humana, si está entregada totalmente a la ejecución de la voluntad del Padre Celeste y al bien de los prójimos; que, mientras el materialismo y la corrupción de las costumbres derivadas de él amenazan sumergir toda virtud y hacer estragos de vidas humanas, suscitando guerras, se ponga ante los ojos de todos de modo luminosísimo a qué excelso fin están destinados los cuerpos y las almas; que, en fin, la fe en la Asunción corporal de María al cielo haga más firme y más activa la fe en nuestra resurrección.


43. La coincidencia providencial de este acontecimiento solemne con el Año Santo que se está desarrollando nos es particularmente grata; porque esto nos permite adornar la frente de la Virgen Madre de Dios con esta fúlgida perla, a la vez que se celebra el máximo jubileo, y dejar un monumento perenne de nuestra ardiente piedad hacia la Madre de Dios.




Fórmula definitoria




44. Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.


45. Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica.


46. Para que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para perpetua memoria esta nuestra carta apostólica; mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría a la presente si fuese exhibida o mostrada.


47. A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación y definición u oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo.


Nos, PÍO, Obispo de la Iglesia católica, definiéndolo así, lo hemos suscrito.


Dado en Roma, junto a San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos cincuenta, el día primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos, el año duodécimo de nuestro pontificado.




NOTAS



(1) Petitiones de Asumptione corporea B. Virginis Mariae in coelum definienda ad S. Sedem delatae; 2 vol., Typis Polyglottis Vaticanis, 1942.


2) Bula Ineffabilis Deus, Acta P¡¡ IX, p. 1, vol. 1, p. 615.


(3) Cfr. Conc. Vat. De fide catholica, cap. 4.


(4) Conc. Vat. Const. De ecclesia Christi, cap. 4.


(5) Carta encíclica Mediator Dei, A. A. S., vol. 39, p. 541.


(6) Sacramentarium Gregorianum.


(7) Menaei totius anni.


(8) «Responsa Nicolai Papae I ad consulta Bulgarorum».


(9) S. loan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 14; cfr. etiam ibíd., n. 3.


(10) San Germ. Const., In Sanctae Dei Genitricis Dormitionem, sermón I.


(11) Encomium in Dormitionem Sanctissimae Dominae nostrae Deiparae semperque Virginis Mariae. S. Modesto Hierosol, attributum I, núm. 14.


(12) Cfr. Ioan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 2, 11; Encomium in Dormitionem, S. Modesto Hierosol, attributum.


(13) Amadeus Lausannensis, De Beatae Virginis obitu, Assumptione in caelum, exaltatione ad Filii dexteram.


(14) San Antonius Patav., Sermones dominicales et in solemnitatibus. In Assumptione S. Mariae Virginit sermo.


(15) S. Albertus Magnus, Mariale sive quaestionet super Evang. Missut est, q. 132.


(16) S. Albertus Magnus, Sermones de sanctis, sermón 15: In Anuntiatione B. Mariae, cfr. Etiam Mariale, q. 132.


17) Cfr. Summa Theol., 3, q. 27, a. 1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8, Expositio salutationis angelicae, In symb., Apostolorum expositio, art. 5; In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3, sol. 3; d: 43, q. 1, art. 3, sol. 1 et 2.


(18) Cfr. S. Bonaventura, De Nativitate B. Mariae Virginis, sermón 5.
(19) S. Bonaventura, De Assumptione B. Mariae Virginis, sermón 1.


(20) S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.


(21) S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.


(22) S. Robertus Bellarminus, Canciones habitae Lovanii, canción 40: De Assumptionae B. Mariae Virginis.


(23) Oeuvres de St. François de Sales, sermon autographe pour la fete de l'Assumption.


(24) S. Alfonso M. de Ligouri, Le glorie di Maria, parte II, disc. 1.


(25) S. Petrus Canisius, De Maria Virgine.


26 Suárez, F, In tertiam partem D. Thomae, quaest. 27, art. 2, disp. 3, sec. 5, n. 31.


27 Pii IX Acta 1ª parte, pag. 599

FUENTE: Devoción Católica (Blog)

El año1950 puede ser considerado el vértice y punto culminante del pontificado del venerable Pío XII. Era año jubilar y los peregrinos afluían a Roma en muchedumbres sin precedentes, venidas quizás porque en la capital del Papado veían la única roca de estabilidad y el único puerto de seguridad después que en el curso de la terrible guerra que acababa de desangrar se habían perdido todos los referentes humanos. La voz del Vicario de Cristo se había alzado con una altísima autoridad moral y era respetada y escuchada hasta por los líderes políticos y religiosos y los pueblos ajenos al catolicismo. La Iglesia mostraba una vitalidad y dinamismo enormes: gran florecimiento de vocaciones, aumento constante de la práctica dominical en los fieles, surgimiento de nuevas formas de vida consagrada y apostolado, difusión sin precedentes de las misiones católicas en el mundo entero, un renovado interés por la sagrada liturgia… Cierto es que este panorama alentador ofrecía algunas sombras (empezaba a insinuarse la contestación teológica del magisterio, algunos sectores del clero se comenzaban a ideologizar, el peligro de caer en la rutina y en la instalación en la comodidad de una religiosidad puramente formal se cernía sobre no pocos fieles), pero los aspectos más visibles eran los positivos.

Fue en ese año y en ese contexto cuando el 1º de noviembre el Romano Pontífice definía solemnemente, ante más de ochocientos obispos venidos de todas partes y una multitud de cientos de miles de fieles congregados en la Plaza San de San Pedro, el dogma de la Asunción de la Santísima Virgen, corolario del dogma de la Inmaculada, que cien años antes había proclamado otro Pío, el nono de su nombre. Después de la peroración de rigor pronunciada por el cardenal Eugène Tisserant, decano del Sacro Colegio cardenalicio, el papa Pacelli pronunció las palabras que se grabarían con letras indelebles en las Actas del Magisterio solemne de la Iglesia:

“Quapropter, postquam supplices etiam atque etiam ad Deum admovimus preces, ac Veritatis Spiritus lumen invocavimus, ad Omnipotentis Dei gloriam, qui peculiarem benevolentiam suam Mariae Virgini dilargitus est, ad sui Filii honorem, immortalis saeculorum Regis ac peccati mortisque victoris, ad eiusdem augustae Matris augendam gloriam et ad totius Ecclesiae gaudium exsultationemque, auctoritate Domini Nostri Iesu Christi, Beatorum Apostolorum Petri et Pauli ac Nostra pronuntiamus, declaramus et definimus divinitus revelatum dogma esse : Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad caelestem gloriam assumptam”.

“Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. (Bula Munificentissimus Deus, 44; Denz. 3903).


Cómo se llegó a la definición del cuarto dogma mariano? En realidad se trataba de una creencia constante del pueblo fiel documentada al menos desde el siglo V. Tan arraigada estaba en la fe de las naciones que en 1638 el rey Luis XIII de Francia no dudó en consagrar su reino a la Santísima Virgen bajo el misterio de su Asunción, declarándola su patrona y protectora y mandando que el 15 de agosto de cada año se celebrase su fiesta con solemne pompa. A nivel teológico, el gran impulso lo recibió la doctrina de la Asunción de los estudios suscitados con ocasión de la proclamación de la Inmaculada Concepción por el beato Pio IX, que inauguró la era de la llamada Mariología científica moderna. El tratado de Beata no había sido hasta el siglo XVI –cuando san Pedro Canisio y Francisco Suárez fundaron la Mariología positiva y especulativa– una disciplina tratada sistemáticamente y con autonomía, sino que se la estudiaba como parte de sumas teológicas. Ni qué decir tiene que un tratado específico sobre la Asunción era inexistente. Por otra parte, los libros especialmente dedicados a la Madre de Dios eran más obras de mística y de piedad que de rigor científico, convirtiéndose en el siglo XVII en magnas y barrocas creaciones que produjeron un efecto de repulsa racionalista y minimalista (como la Mariologie del jesuita Théophile Raynaud).

La profundización en la reflexión teológica sobre el gran privilegio de la Inmaculada a que dio lugar la definición de la Inmaculada mostró la conexión entre este misterio y el de su Asunción corporal a los cielos. Si la Inmaculada Concepción representa el estadio inicial de la existencia terrena de María, su gloriosa Asunción representa su estadio final, el culmen lógico del desarrollo progresivo de su plenitud de gracia y de su santidad. Fue precisamente alrededor de 1854, año de la definición inmaculista, cuando se manifestó con fuerza el movimiento asuncionista, el cual fue iniciado, por una parte, fray Jorge Sánchez, obispo del Burgo de Osma, en 1849 y, por otra, san Antonio María Claret, confesor de doña Isabel II, en 1863. Esta reina de España solicitó oficialmente al Papa la definición del dogma de la Asunción (petición que sería renovada, tras la restauración de la monarquía, por la reina regente doña María Cristina y más tarde por el proprio rey don Alfonso XIII).

Concomitantemente, aparecieron las primeras ediciones críticas de los Apócrifos relativos a la Asunción (que tanta importancia habían tenido en el desarrollo de esta creencia): en 1865 el orientalista William Wright publicó en Londres Contributions to the apocryphal literature of the New Testament (que le sirvió para su ensayo The Departure of my Lady Mary from this World del mismo año) y en 1866 el biblista Constantin von. Tischendorf sacó a la luz Apocalypses apocryphae. A partir de esta época la Teología asuncionista se fue abriendo paso con cada vez mayor brío, sobre todo gracias a las encíclicas marianas de los Papas, especialmente las de León XIII, y a los Congresos Mariológicos, que comenzaron a multiplicarse y que fomentaron, además, un movimiento paralelo a favor de la doctrina de la Mediación universal (la cual, a su vez, implicaba, la de la Corredención). Entre los escritos sobre la Asunción aparecidos desde entonces cabe citar, entre muchos otros, los del cardenal Benito Sanz y Forés, Alfonso M. Janucci, Léon Gry, Domenico Arnaldi, Mauricio Gordillo, Henri Jalaber, Olav Sinding, Luigi Vaccari, Joseph Tanguy, I. Wiederkehr, Guido Mattiusi, B.-H. Merkelbach, A.-E. Naegel, Joseph Plessis, François-Xavier Godts, Dom Paix Renaudin, Corentin Legrand, Dom A. Willmart, Andrés Ocerín de Jáuregui, P.I. Toner y Rudolph Willard.

En general la cuestión no se planteaba en términos de si hubo o no Asunción psicosomática de María a los cielos (los autores estaban de acuerdo en afirmarla); el verdadero meollo consistía en hallar el nexo con la tradición apostólica de una creencia cuyas fuentes testimoniales más antiguas databan sólo del siglo V y a través de los libros apócrifos. La definibilidad del dogma, en efecto, dependía de que se considerase a este misterio como parte del depósito revelado (por eso algunos autores como Bernhard Poschmann y Berthold Altaner, que no lo veían de ese modo, lo reducían a la categoría de sententia pia). Por otra parte, la Asunción implicaba un tema conexo, a saber el de la inmortalidad de la Santísima Virgen, es decir, si María había subido a los cielos en cuerpo y alma previa su muerte y resurrección o si no había pasado por ese trance (lo que suponía su transformación en cuerpo glorioso sin mediar separación de alma y cuerpo). Fue en este contexto en el que apareció en 1944 el importante tratado de fr. Martin Jugie, religioso asuncionista (1878-1954), que lleva por título La mort et l’Assomption de la Sainte Vierge. Étude histórico-doctrinale (Tipografía Vaticana).

El P. Jugie sostenía, en primer lugar, que los apócrifos, en razón de ser relatos plagados de elementos fantasiosos y hasta inverosímiles, no podían ser tenidos como testimonio fiable de una tradición anterior que, sin duda, existió en forma oral en un círculo restringido en torno al apóstol san Juan. Dado, pues, que no se podía hallar el vínculo directo con la Sagrada Escritura y la Tradición en apoyo de la Asunción, proponía que se procediese con ella como con una canonización, la cual goza de certeza dogmática y toca el campo de lo infalible sin que se recurra al argumento de la Revelación. En cuanto a la cuestión de la inmortalidad de la Virgen, nuestro autor, sin defenderla claramente, mostraba que durante los cinco primeros siglos del cristianismo (es decir, antes de la aparición de los Apócrifos de la Asunción) no se tenía por cierto el hecho de que la Virgen hubiera muerto. Los dos únicos padres que abordaron directamente el tema fueron los palestinenses san Epifanio de Salamina (para ponerlo en duda) y Timoteo de Jerusalén (para negarlo). Además, la Iglesia, al establecer la primitiva fiesta de la Memoria de Santa María (la del 15 de agosto) no hizo mención alguna de él. Que después se haya llegado a afirmarla y creerla generalmente (al punto que en Oriente se celebra la Dormición de la Virgen) es resultado de la difusión de los apócrifos, que suponían que el modo más natural de abandonar el mundo era la muerte.

Al paso del P. Jugie salió en 1946 el franciscano dálmata Carlos Balic (1899-1977), quien en su largo artículo De definibilitate Assumptionis B. Mariae Virginis in coelum (publicado en 1946 en la revista del Antonianum de Roma) revaloriza el testimonio de los apócrifos de la Asunción, juzgando hipercrítico el juicio que le merecen al P. Jugie. Para Balic, si bien es cierto que tales escritos están llenos de fantasía, ello no es óbice para considerar que contienen un núcleo de la verdad transmitida por la tradición, del mismo modo como acaece con otros evangelios apócrifos, como los de infancia o protoevangelios, tributarios de la segura tradición lucana aunque no divinamente inspirados. Además, no es posible pensar en un estallido repentino de la creencia en la Asunción, que habría surgido por una suerte de generación espontánea sin una tradición previa que la sustentase. Bajo la exuberancia propia de los escritos apócrifos se esconde sin duda una creencia antigua y venerable. En cuanto a la muerte de la Santísima Virgen, el franciscano prefiere la opinión que sostiene que, aunque inmortal de derecho, la Madre de Dios murió de hecho por mejor asimilarse a su Divino Hijo el Redentor.

La definición dogmática pronunciada por el venerable Pío XII esclareció infaliblemente el primer aspecto de la cuestión de la Asunción; no así el segundo, que dejó, como materia opinable, a la disputa de los teólogos. En efecto, a lo largo de la bula Munificentissimus, el Papa ofrece algunos argumentos que muestran una conexión con la revelación, aunque ésta no se encuentre explícita ni en la Escritura ni en la Tradición primitiva. Se trata del llamado “revelado implícito” (como es el caso del número septenario de los Sacramentos, por ejemplo) y lo ve básicamente en el sensus fidelium, en el testimonio de la sagrada liturgia y en el de algunos Santos Padres, principalmente san Juan Damasceno y san Germán de Constantinopla. Pero, para evitar el peligro de que el sensus fidelium, de ser testimonio pasase a ser visto erróneamente como fundamento del dogma, el Papa recurre al testimonio de la Sagrada Escritura interpretada por la tradición eclesiástica representada por los principales teólogos escolásticos antiguos y modernos, que prueban la verdad de la Asunción. En lo que se refiere a la inmortalidad de la Virgen, separa el Romano Pontífice lo que constituye el hecho de la Asunción (materia del dogma) de las circunstancias en que se produjo (es decir, con muerte y resurrección previa o con transformación directa en cuerpo glorioso sin pasar por la muerte). Por eso, al definir el dogma cuidó al extremo las palabras y proclamó infaliblemente que María había subido en cuerpo y alma a los cielos “una vez cumplido el curso de su vida terrena” (“expleto terrestris vitae cursu”), sin especificar el modo cómo ese curso llegó a su término.


En cuanto a la historia externa del dogma, queda decir que el papa Pacelli había dirigido a los obispos católicos de todo el mundo la encíclica Deiparae Virginis de 1º de mayo de 1946, pidiéndoles su parecer sobre si era oportuna en su opinión una definición dogmática de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. De esta manera respondía no sólo a un impulso que le dictaba su inequívoca devoción mariana (desde 1903 pertenecía a “Congregación de Nobles del Santísimo Sacramento y de la Asunción de Nuestra Señora” erigida en Roma), sino a la petición en tal sentido firmada por más de ocho millones de fieles que le habían hecho llegar. La contestación de los prelados fue abrumadoramente afirmativa: sólo seis de entre los 1.181 consultados manifestaron alguna reserva. La prevista definición recibió la ratificación final de los cardenales reunidos en consistorio semipúblico el 30 de octubre de 1950, es decir, dos días antes de que se verificase el acto. En tal ocasión el venerable Pío XII dijo que “el coro admirable y prácticamente unánime de pastores y fieles profesaban la misma fe y pedían la misma cosa como sumamente deseada por todos” y “como toda la Iglesia Católica no puede engañar ni ser engañada, tal verdad, firmemente creída ha sido revelada por Dios y puede ser definida con Nuestra suprema autoridad”.

Esa misma tarde y en los dos días sucesivos, el Papa fue testigo, durante su paseo por los jardines vaticanos, de la reproducción del milagro de Fátima, como si se tratara de una confirmación celeste de la proclamación dogmática. La vinculación de Eugenio Pacelli con el misterio de Fátima es sugestiva: recuérdese que su consagración episcopal por el papa Benedicto XV tuvo lugar el 13 de mayo de 1917, día en que se produjo la primera de las apariciones. El 31 de octubre, a la hora del crepúsculo, partía de la basílica romana de Santa María in Ara Coeli una impresionante y multitudinaria procesión de clero y fieles acompañando la venerable imagen de la Santísima Virgen bajo la advocación de Salus Populi Romani (Salvación del pueblo romano), que se venera habitualmente en la Capilla Paulina de la basílica de Santa María la Mayor y en cuyo altar ofreciera por primera vez el santo sacrificio el entonces neopresbítero Eugenio Pacelli el 3 de abril de 1899. El sagrado icono –que sería coronado canónicamente por el propio Pío XII en 1954– fue llevado a la basílica patriarcal de San Pedro donde fue colocado para presidir la tan ansiada proclamación del dogma asuncionista.

Así como la definición de 1854 propició y favoreció la de 1950, ésta produjo un desarrollo tal de los estudios mariológicos en la siguiente década que se llegó a postular la definición de otros dos dogmas marianos: el de la Corredención de la Virgen y el de la Mediación universal de las gracias. El año santo mariano de 1954 y los congresos marianos nacionales e internacionales que se sucedieron (como el importantísimo congreso nacional de Zaragoza de 1954) favorecieron ese desarrollo, que, inopinadamente se vio truncado por la corriente minimalista que había empezado a insinuarse en ciertos ambientes y que prevaleció en el aula conciliar al negar a la Virgen un esquema propio. Hoy en día una noción falsa de ecumenismo constituye el principal obstáculo para el avance de dichas doctrinas marianas, cosa que el venerable Pío XII hubiera estado bien lejos de imaginar.
VIVA MARIA SANTISIMA!! VIVA PIO XII!!

fuente: SODALITIVM INTERNATIONALE PASTOR ANGELICVS (SIPA)

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