viernes, 5 de agosto de 2011

Monseñor JUAN STRAUBINGER - El misterio del Mal, del Dolor y de la Muerte (7)

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job



LAS PRUEBAS DEL JUSTO
 
 Continuación

 ¿FRACASADOS?
He aquí una palabra que suena muy amarga.
¡Error profundo! Es porque miramos con ojos mundanos.
Jesús nos enseña a no juzgar según lo que aparece, sino con "un justo juicio" (Juan 7, 24) que no puede ser sino el que se aprende en el Evangelio, donde Él mismo, Maestro y Modelo, se nos presenta como signo de contradicción (Luc. 2, 34).
Más, aún, como ejemplo de fracaso. De sumo fracaso, como que, después de empezar en un establo, y no obstante sus hazañas de sabiduría, de milagrosa omnipotencia, de amor y de bondad, terminó rechazado y condenado a muerte como criminal.
Y por eso mismo dice San Pablo, "Dios (el Padre) le ensalzó y le dio un Nombre que está sobre todo nombre" (Filip. 2, 9).
Hay más todavía: también en adelante será Jesús un "fracasado"; pues Él advierte muchas veces a sus discípulos que padecerán persecuciones, y anuncia que aun al final, cuando Él vuelva, en lugar de verlos triunfantes, siquiera entonces, será todo lo contrario, no habrá fe en la tierra (Luc. 18, 8); se habrá impuesto la apostosía y el Anticristo (Mat. 24; II Tes. 2, 3) y Él tendrá que venir, dice el Salmo 109, en el día de su ira a destrozar a los reyes, a llenarlo todo de ruinas, a estrellar las cabezas de muchos por el suelo. Y el Salmo 2: a regirlos con vara de hierro y desmenuzarlos como vaso de alfarero. Y el Salmo 149: a poner en manos de los santos espadas de dos filos para ejecutar la venganza en las naciones y castigar a los pueblos; para aprisionar con grillos a sus magnates; para ejecutar en ellos el juicio decretado, etcétera. (Véase Apoc. 1, 16; 19, 15; 20, 4; 2, 27; 6, 10.).
Entonces sí terminará el "fracaso" de Cristo y de su Cuerpo Místico. El citado Salmo 109 concluye, lo mismo que hallamos en San Pablo: por el camino bebió agua del torrente. Por eso levanta erguida su cabeza.
¿Y nosotros? ¿Fracasados? No, vive Dios, sino sometidos y con gozo a la ley que Cristo siguió y enseñó, según la cual si la semilla caída en tierra no se pudre y muere, queda sola y sin fruto (Juan 12, 24).
Los aplausos no son deseables, ni aceptables, puesto que Jesús los destina para los falsos profetas (Luc. 6, 26).
El triunfo es siempre al final, como lo expresa el proverbio, pero mucho mejor la Sagrada Escritura: "Llorando iban cuando echaban la semilla. Pero ahora vienen exultantes de gozo, trayendo las gavillas" (Salmo 125, 6).
He ahí la prueba del cristiano: esperar la cosecha. La naturaleza, dice Jesús, nos da el ejemplo con la semilla que al principio parecía perdida entre la tierra y luego brota sola, sin necesidad de nosotros (Marc. 4, 26-29). Y también declara Jesús la verdad del proverbio hebreo que dice: "Uno es el que siembra y otro el que recoge" (Juan 4, 37).
Si no vemos el fruto, tanto mejor; pues eso sí que se llama vivir de fe y negarse a sí mismo, o sea tener el sello más auténtico de los que son de Cristo. ¿Acaso otros no lo hacen por un simple ideal humano, industrial o científico?
¡Esperar! La vid parece un palo seco en invierno, y nos da ganas de quitarla por fea e inútil. Pero el que sabe la vida escondida que hay en ella, espera, y un día la halla verde, y otro día cargada de racimos.
La corona está prometida al que cree hasta la muerte, es decir, aunque le cueste la vida (Apoc. 2, 10). San Pablo promete la corona "a los que aman su Venida" (II Tim. 4, 8), esto es, a los creyentes que lo esperan con gozo porque saben que todos los bienes nos vendrán con Él.
¡Fracasados! Así nos dirá el mundo y aun quizás algunos de nuestros amigos, como los de Job.
Fracasados no; vive Cristo, "vive mi Redentor", decía Job (19, 25). Triunfantes, pero solamente con Aquel que es nuestra vida. No queremos triunfar solos mientras Él es rechazado, mientras nuestros hermanos son enviados "como ovejas al matadero", sino cuando triunfe con Él la Santa Iglesia.
Dichosos los convidados a la cena de las Bodas del Cordero!" (Apoc. 19, 9).
EL HOMBRE FELIZ...
Sabida, aunque harto olvidada, es la enseñanza de aquella célebre parábola según la cual, después de mucho buscar, se descubrió un solo hombre feliz en el mundo; y al querer llevar su camisa para curar la misteriosa enfermedad de un gran rey, como lo habían recetado los astrólogos, se halló que aquel hombre, pacífico habitante del desierto... no tenía camisa, ni la necesitaba para ser feliz, en tanto que el monarca languidecía de dolor en medio de su opulencia.
"No depende la vida del hombre de la abundancia de sus recursos", nos dice Jesucristo para precavernos de la avaricia (Lucas 12, 15). Y poco después añade que nadie es capaz siquiera de añadir un codo a su propia estatura (ibid., vers. 25).
Todo el que tiene alguna experiencia ha comprobado mil veces esta verdad. Ya los paganos la habían visto, y decía uno de ellos, recomendando la sobriedad: "Si quieres ser rico, no aumentes tus bienes; disminuye tus necesidades." Horacio encomia la beatitud del que vive alejado del mundo "procul negotiis".
Virgilio, como luego lo haría Fray Luis de León, celebra la vida simple y retirada de aquel que "cultiva los dioses agrestes".
Y otro verso ingenioso y profundo, dice: "¡Oh cuan felices serían los agricultores si supieran lo felices que son!" "O fortunatos nimium, sua si bona norint, agrícolas!" (Virgilio, Georg. II, 458).
A este respecto, nada más elocuente que el Salmo 54, donde David, hastiado del mundo que reina en la ciudad llena de iniquidad y de discordia, suspira por esa soledad donde Dios nos habla al corazón (Os. 2, 14), y exclama: "¡Quién me diera alas como a la paloma, para echar a volar y hallar reposo!" (Salmo 54, 7).
Queda, pues, como cosa bien averiguada, ese carácter subjetivo de la felicidad, no sólo porque ella depende del corazón, y no de lo que se posee, sino también en cuanto es verdad que "todo es según el color del cristal con que se mira", y mientras los unos se quejan por no disfrutar los placeres con que los seduce la ciudad, los otros —los-más sabios— ansian librarse de ella. Y vemos también cuan precario es el goce de los que parecen gozar, al punto de que ellos mismos suelen ignorar que gozan, y aun a veces se lamentan de su hartura como aquellos que fundaron, según Oscar Wilde, el "Club of the tired hedonists" (Club de hedonistas cansados).
No terminaremos este capítulo sin subir más alto, al terreno de la plena verdad sobrenatural, que es el objeto de nuestro libro. En un escritor católico piadoso y valiente, que dijo muchas verdades, hallamos una amarga expresión, fruto, sin duda, de un momento de pesimismo en que creyó ver como verdad de doctrina lo que no era sino impresión subjetiva de su ánimo abatido. "Cuando uno goza, dice él, siempre hay otro que paga."
No puede aceptarse como principio de la economía cristiana del universo, semejante "malthusianismo" espiritual que parece revelar una mezquina idea de Dios, como si Él necesitara quitar a unos lo que da a otros; o, lo que es peor, como si los méritos de la Sangre de Cristo no alcanzasen para todos, siendo así que basta una sola gota de esa Sangre divina, como dice Santo Tomás, para redimir de todas sus iniquidades al mundo entero.
No se trata, pues, de que paguen justos por pecadores, sino que "el alma que pecare, ésa morirá" (Ez. 18, 4 y 20). Lo cual no impide en manera alguna esa maravillosa solidaridad y comunicación de bienes espirituales que existe entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, según el Dogma bellísimo llamado de la comunión de los santos.
En el Evangelio es, donde —como siempre— hallamos la solución de este punto, releyendo la Parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro (Luc. 16,19-31). Para entenderla bien, conviene recurrir al texto original griego, que en la edición del P. A. Merk S. J., reza así (v. 25): "Hijo, acuérdate de que has recibido tus bienes durante tu vida, y Lázaro de igual manera los males. Ahora él es consolado aquí, y tú sufres." Entonces recordamos la expresión igual que Jesús repite por tres veces en el Sermón de la Montaña (Mateo 6, 2, 5 y 16) para enseñar que los que son honrados de los hombres por sus limosnas, sus oraciones o sus ayunos, ya tienen con ello su recompensa. Es decir: esa recompensa que ellos buscaron, esos bienes en que pusieron el corazón, ya les fueron dados; no tienen, pues, nada que esperar de la otra vida.
¡Felices, pues, los Lázaros, que aquí reciben el lote de sus males, como el santo Job! Han recorrido el mal camino, y ya no les quedará sino el reposo sin término en el seno de aquel Padre que es mayor que Abrahán.
ALEGRÍA Y JÚBILO
"El cristianismo ha sido el primero en ofrecer al mundo el ejemplo de un dolor alegre y jubiloso. En los conmovedores himnos de júbilo, inspirados por el dolor, no hay una nota falsa ni disonante, ni un ruido que indique excitación morbosa, ni irritación de nervios, ni fanfarronería; son notas claras y limpias, como de campanas, dadas por almas humildes, sanas y nobles" (Mons. Keppler).
Hemos de cuidarnos, sin embargo, de no deformar la doctrina afirmando que el cristiano tenga que buscar una vida de dolor. La suprema lección en esta materia está en que el mismo Jesús nunca pidió al Padre que le diera o aumentara dolores, sino al contrario que lo librara de ellos, salvo siempre la voluntad paterna.
A este respecto remitimos al lector a nuestro comentario sobre los Salmos 21 y 68, que son los más directamente vinculados con la Pasión de Cristo, y principalmente el versículo 21 de este último Salmo, donde Jesús ora a su Padre y le reclama auxilio de una manera tan apremiante que llega hasta decirle (según el texto hebreo): "Estoy titubeando."
No menos significativo es el hecho de que Jesús jamás anunciara a sus discípulos enfermedades o indigencias, pero sí, la persecución y el rechazo de parte del mundo. Una es la gran prueba del cristiano; una es la cruz que él tendrá que llevar en seguimiento del divino Modelo: la persecución, esa misma persecución en cuya virtud el Hijo de Dios fue reprobado por las autoridades religiosa y civil de su pueblo y contado entre los malhechores (Marc. 15, 28), como lo tenía vaticinado el Profeta ocho siglos antes (Is. 53, 12).
Pero las persecuciones que padecemos son otras tantas notas en el himno de alegría que han de entonar los discípulos de Cristo en medio de la tribulación, recordando la voz del Maestro que les promete: "Dichosos seréis cuando os maldijeren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros, mintiendo por razón de Mí: gózaos y exultad, porque mucha es vuestra recompensa en los cielos. Porque asi persiguieron a los Profetas que fueron antes que vosotros (Mat. 5, 11 s.).
Comprendemos entonces que es el eco de esta divina voz el que resuena en San Pablo, cuando nos cuenta sus propias persecuciones (II Cor. 11, 19 ss.); cuando nos muestra que el destino de los verdaderos apóstoles es ser tratados "como la basura del mundo" (I Cor. 4, 13), y cuando, a pesar de todo, nos dice: "estoy inundado de consuelo, reboso de gozo en toda mi tribulación" (II Cor. 7, 4).
Tan lejos está nuestra doctrina de ser "una derrota al pie del Crucifijo", como impíamente la llamó un escritor francés (Romain Rolland), que el mismo Dios nos da, como un escudo, estas palabras del Espíritu Santo: "La alegría del corazón, ésta es la vida del hombre y un tesoro inexhausto de santidad" (Ecli. 30, 23).
La prueba terminante de lo que decimos, está en la solemne declaración con que Jesús nos asegura que el Padre nos dará "por añadidura" todos los bienes a los que busquemos su Reino (Mat. 6, 33), que es "justicia, paz y gozo del Espíritu Santo" (Rom. 14, 17).
"¡OH, PROFUNDIDAD...!"
(Rom. 11, 33.)
El que se sorprendiese del misterio del dolor y de la necesidad de una prueba para nuestra naturaleza caída, misterio que es uno solo, como antes hemos visto, con el misterio del pecado y de la muerte, puede consolarse viendo otro misterio semejante, pero infinitamente mayor, que no se nos aplica a nosotros sino al Hijo Unigénito de Dios, el cual no sólo fue el Santo, sino la fuente de toda santidad: "¿Por ventura no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas, y entrase así en su gloria?" (Lúe. 24, 26).
Es este el misterio de los misterios, en el cual y por el cual todos los problemas de la humanidad se esclarecen primero, y luego se solucionan, según veremos en seguida.
JESÚS LO EXPLICA TODO
Dios, el Padre, quiso que su Hijo, Verbo Eterno, fuese también hombre como nosotros, participando de nuestra naturaleza humana a fin de que nosotros participemos de su naturaleza divina. Así lo enseña San Pedro (II Pedro 1, 4), y lo recuerda cada día la Iglesia al poner en el cáliz la gota de agua que representa al linaje humano, para que se confunda con la Sangre de Cristo, pidiendo que por la virtud de ese misterio "seamos partícipes de la Divinidad de Aquel que se dignó participar de nuestra humanidad".
Bien parece que habría bastado tal humanización del Hijo de Dios para llenarnos de reconocimiento, y que el Padre podría soberanamente haber glorificado a la Humanidad Santísima de su amado Hijo con aquella gloria que en Él tuvo como Verbo antes que el mundo fuese (Juan 17, 5), sin necesidad de exigirle otra condición.
Sin embargo, ya lo hemos visto: Era conveniente que Cristo padeciese antes de entrar en su gloria. Tenemos ya aquí un primer pensamiento de grandeza abismante. Si el Hijo, que era dueño de todo lo del Padre, pagó tan cara su glorificación como Hombre, ¿podría nadie admirarse de que nosotros, culpables y sin derecho alguno, hayamos de pasar por la tribulación, infinitamente menor que la suya, ya que hemos de ser sus co-herederos en aquella misma divina herencia?
Si, partiendo de este primer pensamiento, seguimos contemplando a Cristo, nos encontramos con que Él fue el Cordero de Dios que cargó con todos los pecados del mundo; que después de nacer entre animales, por que no le dieron lugar entre los hombres, fue declarado blanco de la contradicción; que no tuvo una piedra donde reposar su cabeza; que Él mismo dijo: "Yo estoy entre vosotros como un sirviente" (Luc. 22, 27); que aunque "todo lo hizo bien" y "pasó haciendo el bien", rechazaron su Verdad y reprobaron su Persona, cumpliéndose en Él lo que había dicho David: "Me odiaron sin motivo"; que, en fin, para poder "restituir lo que no había robado" (Salmo 68,5), fue "contado entre los malhechores" (Is. 53, 12), hasta sufrir una Pasión sin medida y sin consuelo, y morir renegado por sus amigos y abandonado por todos.
He aquí porque dijimos que el Misterio de Jesús lo explica todo. El brevísimo cuadro que precede es el espejo en que hemos de mirar cada vez que nos atormente la duda. En él se explica todo lo que de suyo es inexplicable.
Continuará...

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