viernes, 10 de junio de 2011

Monseñor JUAN STRAUBINGER - El misterio del Mal, del Dolor y de la Muerte

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
 Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job
 
 EL MISTERIO DEL MAL Y DEL DOLOR
 UN CUADRO IMPRESIONANTE
Un hombre, de quien el mismo Dios dice que es un justo, sufre de golpe toda suerte de calamidades, en sus bienes y su familia; sufre el abandono y la ingratitud de sus amigos y parientes, la injusta pérdida de su buena fama y, en fin, de su propia salud.
Ese hombre se queja de muchos modos, porque no es un estoico, y en ningún momento cifra su orgullo en saber sufrir.
Se queja como un niño: con llantos, gemidos y hasta reproches que parecieran de tremenda osadía.
Y Dios, que habla personalmente al final del libro, no le inculpa esas quejas y protestas y gritos del corazón. Al contrario, declara expresamente que no ha faltado.
Una sola cosa le censura, y es que ha oscurecido el plan divino "con palabras sin inteligencia" (38, 2). Esto es, sin inteligencia de ese divino plan, sin comprender el único móvil que puede inspirar a un padre: el amor.
HACIA LA SOLUCIÓN DEL ENIGMA
El problema con que aquí tropezamos no es solamente el del dolor como tal, ni tampoco el de la existencia del mal, sino especialmente su visible triunfo sobre el justo. Esta es, confesémoslo, la preocupación que más nos abisma, y a la cual menos sabemos hallarle solución. Como que la filosofía es incapaz de explicarlo satisfactoriamente, de ahí que la explicación sólo pueda estar en el terreno de la fe.
Ahora bien, Dios sabe que ésa es nuestra preocupación dominante, y por eso no nos ha dejado huérfanos ante el problema. Así como nos ha revelado los secretos de la divina sabiduría, así también nos descubre este otro del mal y del dolor.
Cada vez que nos sentimos aplastados por la duda o la tristeza, y nuestra cavilación nos dice que nadie se ha planteado nunca problemas tan trágicos como los que contempla nuestra mente o los que sufre nuestro corazón..., basta abrir la Escritura de la revelación y de las confidencias divinas, para ver cómo nada hay ni puede haber, en el espíritu del hombre, que no esté resuelto en el Libro eterno: resuelto, eso sí, no a la manera teórica de un pensador humano, sino conforme a la realidad sobrenatural. Porque "las cosas que se ven, son transitorias; mas las que no se ven son eternas" (II Cor. 4, 18).
Los amigos de Job son exponentes clásicos de la lógica humana, incapaces de ver el verdadero fondo sobrenatural del drama que se desarrolla ante sus ojos. Según ellos, todo el que sufre es un pecador y no hay otro remedio para él que declararse culpable.
Tan lejos están del auténtico concepto de los males, que se tienen a sí mismos por justos y al paciente inocente por un criminal e hipócrita.
Veremos en adelante, cómo se desenreda el problema a la luz de la doctrina revelada por Dios. Aquí sólo invitamos a leer y meditar, con respecto al mal, el Salmo 36 de David, el Salmo 48 de los Hijos de Coré, el Salmo 72 de Asaf, y el Salmo 93 del mismo David, en los cuales, sin perjuicio de muchos otros, se explica uno de los aspectos del mal: la falacia y vanidad del triunfo en que solemos ver a los impíos.
LA CIZAÑA EN EL TRIGO
Otro aspecto del mal nos es presentado, y con carácter más trascendente, en el Nuevo Testamento, empezando por el mismo Señor Jesús, que no obstante su divinidad y omnipotencia, no obstante su esfuerzo sin límites y el precio infinito que pagó por el mundo, anunció clara y trágicamente que la cizaña estaría mezclada con el trigo hasta que Él volviese para la siega (Mat. 13,24-30).
No obstante la santidad que Él comunicaba a su Cuerpo Místico, anunció también que sus discípulos, o sea los verdaderos justos, serían perseguidos siempre como Él lo fue; y no obstante el carácter glorioso con que prometió su segunda venida, dijo asimismo que a su llegada no hallaría fe en la tierra (Lúe. 18, 8); que los hombres no creerían en ese anuncio, como sucedió en los días de Noé y en los días de Lot (Mat. 24, 37-39); y que, habiéndose enfriado la caridad de la mayoría (Mat. 24, 12 griego), será tan grande la iniquidad, que aun los elegidos, si posible fuera, se perderían (Mateo 24, 22).
Tratándose de palabras del Señor, apenas necesitamos agregar que este destino catastrófico, hacia el cual corre el mundo, arrastrado por el mal, es también afirmado por San Juan, cuando trata del Anticristo y de Babilonia (Apoc. caps. 11-19), y por el Apóstol de los Gentiles, cuando llama a este pavoroso problema: "Misterio de iniquidad" (II Tes. 2, 7).
EL ORIGEN DE LOS MALES
Puesto que hemos presentado y vinculado los dos misterios del mal y del dolor, no pasaremos al segundo sin antes señalar el origen de ambos, porque es uno solo, en el cual se comprende también lo que miramos como el supremo mal: la muerte.
Con no poca sorpresa leerán quizás algunos, en el divino Libro de la Sabiduría, la afirmación de que "no es Dios quien hizo la muerte" (Sab. 1,13); afirmación reiterada en Sab. 1, 16 y 2, 24. Este último lugar dice con toda claridad: "por lo envidia del diablo entró la muerte en el mundo".
Reproducimos aquí la explicación que en nuestra edición de la Biblia hemos presentado en la nota puesta al pie del referido texto: "En Gen. 3, 3, Dios prohibió solamente el fruto que acarreaba la muerte. El diablo, por envidia, engañó a la mujer; por medio de ella movió a Adán a que desobedeciese a Dios, y con esto vino la muerte (Rom. 5, 12).
Así se explica, además, ese tremendo misterio del poder que Satanás, no obstante ser impotente contra Dios (Juan 12, 31; 14, 30; Luc. 10, 18; Apoc. 12, 7-12), tiene sobre este mundo, al punto de que Cristo le llama "Príncipe" de él. Hubo una elección: el hombre, puesto entre el Reino del Padre, que le había dado todo, y el de Satanás, que no le daba nada, prefirió libremente creer a la víbora.
Entró así bajo la potestad del diablo, que tiene sobre él un derecho de conquista (Juan 8, 44; Hech. 13, 10; II Pedr. 2, 19). Desde entonces, somos "hijos de ira" (Ef. 2, 3) y Satanás nos reclama como a cosa propia (Luc. 22, 31; Job 1, 6 ss.). Sólo el Divino Padre, mediante la fe en Cristo, puede "librarnos de la potestad de las tinieblas y llevarnos al Reino de su Hijo amadísimo, en el cual tenemos redención por su sangre" (Col. 1, 12-14).
Culpa y muerte, pecado y dolor, están, pues en una relación de causa a efecto, según enseña Santiago: "La concupiscencia... da a luz el pecado; mas «el pecado, una vez que sea consumado, -engendra la muerte" (Sant. 1, 15).
Lo mismo quiere sin duda decir la concisa expresión de S. Agustín: "Todo lo que se llama mal, es pecado o castigo del pecado".
Sería una insensatez negarlo y no aprovecharlo para un examen de conciencia.
El puente entre ambos no ha sido destruido aun ni lo será mientras dure nuestra naturaleza caída, ya que —no lo olvidemos— su deterioro no fue quitado por el Bautismo que borró la culpa original.
Job era hijo de Adán, y por consiguiente, podía y debía decir, como el Rey Profeta: "He aquí que salí a luz en la iniquidad, y mi madre me concibió en pecado" (Salm. 50, 7).
EL MISTERIO DE SATANÁS
No sin razón aparece el diablo en el primer capítulo de Job, ya que él es el "spiritus rector" en la tragedia del santo Patriarca, como lo fue en los albores de la humanidad en la tragedia del Paraíso.
Tanto nuestros dolores, como nuestras maldades, como nuestra muerte corporal, se reducen a un común denominador, que es el misterio de Satanás; misterio tanto más grande y asombroso, cuanto que sabemos que este « Ángel caído no es un principio eterno del mal, como los persas conciben a Ahrimán, frente a Ormuzd, principio del bien y en continua lucha con éste hasta el fin. E insistimos en que si esta simple creatura, enemiga del hombre, es llamada "león rugiente" (I Pedr. 5, 8) y "príncipe de este mundo" (Juan 12, 31; 14, 30; 16, 11); si se atreve a amenazar a Dios con que hará claudicar a Job, a fuerza de tentarlo con sufrimientos (Job 1, 6); y si el mismo Jesús llega hasta decir a S. Pedro: "Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como el trigo" (Lúe. 22, 31) es porque el hombre, dotado de plena libertad prefirió someterse al imperio de las tinieblas, dando más crédito a la Serpiente que al mismo Dios que le había dicho: "Del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque en cualquier día que comieres de él, infaliblemente morirás" (Gen. 2, 17).
No caigamos, sin embargo, en la tentación de despreciar a nuestro padre Adán, a quien la Iglesia ha puesto en el Santoral. No vayamos a creerlo peor que nosotros; porque Jesucristo vino muchos siglos después a traer al mundo la luz irresistible... y Él mismo nos dijo que los hombres cerraron los ojos a esa luz y prefirieron las tinieblas por amor a sus obras de iniquidad (Juan 3, 19).
LOS MALES Y LA DIVINA SABIDURÍA
No queremos concluir este capítulo sin renovar y afianzar nuestra fe en Aquel que, "todo lo ha hecho sabiamente" (Salmo 103, 24). Los males no contradicen a la Sabiduría de Dios, sino que la confirman, cuando, al final, triunfa siempre su misericordiosa Providencia. Dios conoce las cosas desde arriba, y nosotros sólo las vemos de acá abajo. Por eso nos enseña Jesús que no juzguemos por las apariencias (Juan 7, 24).
A veces el hombre se siente irremisiblemente perdido: "Me empujaron y vacilé, próximo a caer", dice el salmista. Y agrega: "Pero el Señor me sostuvo" (Salmo 117, 13). Es que "el Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado" (S. 33, 18). "No permitirá que resbalen tus pies, ni se dormirá Él, que te protege" (S. 120, 3).
A veces dice el alma: "Desfallecen mis ojos de tanto esperar tu promesa. ¿Cuándo será que me consolarás?" (S. 118,"82). Entonces, «sólo la Palabra de Dios puede sostenernos. "A no haber sido tu ley el objeto de mi meditación, hubiera sin duda perecido en mi angustia" (S. 118, 92). Porque en esa palabra vemos que, si el Señor "pone a prueba el «corazón y lo visita durante la noche" (Salmo 16, 3), también es cierto que "nuestro clamor penetra en sus oídos" (S. 17, 7) y que Él "alarga su mano y nos levanta" (ibid, 17) y nos saca a la anchura porque nos ama" (ibid, 20) y no permite el exceso de opresión de los justos, "para que éstos no se echen al partido de la iniquidad" (S. 124, 3).
Entretanto, atravesamos la prueba llevando en la mano nuestra esperanza, "como una antorcha en lugar oscuro" (II Pedr. 1,19).
Pasada la tormenta, el alma ha subido a un estado más alto, y dice entonces: "Antes de verme humillado pequé, por eso conservo hora tu palabra" (S. 118, 67). "Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus preceptos" (ibid. 71). "Conozco, Señor, que son justos tus juicios; conforme a tu verdad me has humillado" (ibid., 75).
Y entonces amanece el sol de las divinas consolaciones: "Prorrumpirán mis labios en himnos de alabanza cuando Tú me hayas enseñado tus oráculos" (ibid., 171). "Trocaste mi llanto en regocijo... ¡Oh Señor Dios mío, te alabaré eternamente!" (S. 29, 13 s.).
Para esta obra de salvación y renovación de nuestra alma, no hay nada que esté fuera del alcance de la sabiduría de Dios Omnipotente y Omnisciente, puesta al servicio de su misericordia. Hasta los demonios le sirven para ello, y el mismo Satanás, el príncipe de este mundo, es instrumento en sus manos como se ve con toda evidencia en el drama de Job.
Pongámonos, pues, de rodillas y confesemos con San Pablo: "¡Oh, profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, cuán inescrutables sus caminos.'" (Rom. 11, 33).
"A Dios, que es el solo sabio, a Él la honra y la gloria por Jesucristo en los siglos de los siglos" (Rom. 16, 27).


FUENTE: RadioCristiandad

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