viernes, 27 de mayo de 2011

Monseñor JUAN STRAUBINGER - El misterio del Mal, del Dolor y de la Muerte

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
 Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job
 
Radio Cristiandad inicia una nueva Columna presentando los Comentarios y Ensayos del Doctor Juan Straubinger sobre el Libro de Job, y que fueran publicados con este atrayente título: El Misterio del Mal, del Dolor y de la Muerte.
Los temas tratados y la distinción del autor son títulos suficientes para penetrar en la lectura y meditación de este apasionante libro.
He aquí un pequeño resumen de la tabla de materias:
Un Libro Misterioso
El Libro de Job y el misterio del mas allá
Job, figura de Cristo
La Ley de Adán
Job, prototipo del hombre
Un cuadro Impresionante
Hacia la solución del enigma
El origen de los males
Los males y la divina Sabiduría
El castigo como medicina
Hay un castigo peor: no ser castigado
El sentido de las pruebas
Las pruebas de los Justos en el plan divino
La Esperanza, fundamento de la paciencia
¿Qué es el dolor?
El privilegio de los que sufren
El santo abandono
Alegría y Júbilo
Jesús lo explica todo
Jesús todo lo remedia
Cristo sufre en nosotros
PRIMERA ENTREGA:
PROEMIO
UN LIBRO MISTERIOSO
 El libro de Job es uno de los más misteriosos de la Biblia. San Jerónimo lo compara a una anguila que se nos escurre de la mano cuando ya creíamos tenerla asida. No es posible entender estos misterios sino con inteligencia sobrenatural.
 Para ello el mismo Dios nos da tres claves:
 a) Según el Prólogo, Job era justo (Job 1, 1 y 8) y sus pruebas no fueron un castigo, siendo Satanás, y no Dios, el gran promotor de sus dolores.
 b) En la teofanía final, el mismo Dios reprende a Job, no por su vida pasada —que ya sabemos era justa— sino porque en su diálogo con los amigos, que forma la trama del Libro, "envolvió (oscureció) las sentencias (de la verdad) con palabras sin inteligencia" (Job 38, 2).
 c) En el Epílogo (Job 42, 1 ss.), al restituirle con creces todas sus prosperidades, Dios nos hace saber expresamente que Job no pecó en sus disputas con los tres amigos, y que ellos sí pecaron.
 Sin estos datos, nuestra mente, harto inclinada a juzgar a Dios según la capacidad humana, pensaría muchas veces que Job era un blasfemo y que Elifaz, Baldad y Sofar, sus tres amigos farisaicos, eran modelos de cordura y de piedad.
EL LIBRO DE JOB
Y EL MISTERIO DEL MAS ALLÁ
Este difícil conflicto entre el paciente y sus amigos parece ha de ser planteado por Dios en pleno Antiguo Testamento, para sugerir a la meditación los misterios del más allá, que sólo habrían de revelarse en la "plenitud de los tiempos" (Gal. 4, 4), cuando Dios determinase hacer conocer aquellas cosas "que desde todos los siglos habían estado en el secreto" (Ef. 3, 9 s.; Col. 1, 26); y que las Antiguas Escrituras sólo presentaban envueltas en el arcano de los libros proféticos y sapienciales.
No hay duda de que Dios, según el Salmista, habrá de juzgar a los pueblos y a los impíos (Salmo 1, 5; 9, 8-9; 49, 3-4; 81, 8; 95,13; 109, 6; 142, 2), dando a cada uno según sus obras (S. 61, 13), y que su bondad, que es eterna, librará a los justos del Sheol (S. 15, 9-10; 16, 15; 48, 15-16, etc.). Pero, como observa Vigouroux, el Sheol, que suele traducirse por inferno, era simplemente un lugar obscuro y significaba lo mismo que el sepulcro, a donde iban todos los muertos, sin distinguirse en un principio entre buenos y malos, cosa que luego fue aclarándose progresivamente.
Lo que las Escrituras anunciaban muchas veces, y cuya necesidad todos admitían, dada la caída del hombre, era un Mesías, libertador de todos. "Es por esto —dice Vacant— que la cuestión de los destinos del individuo se confundía con la de la salvación del género humano y de la venida del Mesías. La muerte del cuerpo era la consecuencia del pecado, y por eso es que la resurrección de los cuerpos era mirada como la consecuencia de la liberación del alma" (Dict. de la Bible, I, 465)
De aquí la gran importancia del libro de Job dentro del cuadro del Antiguo Testamento.
No solamente en cuanto enuncia en forma indudable el dogma de la resurrección que nos ha de librar del sepulcro (Job, 13, 15-16; 14, 13; 19, 23-27), sino también en cuanto plantea en forma aguda, la necesidad de una vida futura, en la cual la justicia y la misericordia del Eterno Dios se realicen plenamente, ya que así no sucede en esta vida.
Esto nos lleva a meditar una consecuencia preciosa para nuestra vida espiritual y para avivar en nosotros la virtud de la Esperanza. Porque según vemos, aquellos judíos que aun no conocían el dogma de la inmortalidad del alma, se resignaban confiadamente a la muerte, aunque ésta significase para ellos una paralización de todo su ser, ya que sabían que un día todo su ser había de gozar de la resurrección que el Mesías debía traerles.
Nosotros, más afortunados, conocemos plenamente el dogma de la inmortalidad del alma, y sabemos, porque así lo definió el Concilio de Florencia, que ella, mediante el juicio particular, podrá, gracias a la bondad divina, gozar de la visión beatífica mientras el cuerpo permanece en la sepultura en espera de la resurrección en el último día. Pero esta consoladora verdad no debe en manera alguna hacernos olvidar ese gran dogma de la resurrección, ni mirar nuestra salvación como un problema individual que llega a su término el día de la muerte de cada uno, con total independencia del Cuerpo Místico de Cristo, que celebrará cuando El venga a las Bodas del Cordero (Apoc. 19, 6-9).
Por eso, "cuando comiencen a suceder estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza, porque vuestra redención se acerca" (Lúe. 21, 28).
Por su parte, S. Pablo nos revela que todas las creaturas suspiran con nosotros, aguardando con grande ansia ese día de la resurrección, que él llama de "la manifestación de los hijos de Dios", y de "la redención de nuestro cuerpo" (Rom. 8,19 ss.). Y en otro pasaje, de donde está tomado el texto del frontispicio del Cementerio del Norte de Buenos Aires, que pone en boca de los difuntos las palabras: "Expectamus Dominum": "Esperamos al Señor", vuelve a consolarnos el Apóstol, diciendo: "Pero nuestra morada está en el cielo, de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual transformará nuestro cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas" (Fil. 3, 20-21).
A LA LUZ DEL NUEVO TESTAMENTO
Con estas claves divinas nos será posible penetrar el misterio de Job, pero no ciertamente de un modo racional, sino con las luces que nos trajo el Verbo Encarnado, que viniendo a este mundo, iluminó a todo hombre (Juan 1,9); luces que solamente son prodigadas a los humildes o pobres de espíritu, por el Paráclito o Consolador que descendió en Pentecostés; es decir, vemos una vez más cómo, según la fórmula de S. Agustín, gracias al Nuevo Testamento se revelan los misterios del Antiguo.
No hay problema humano que no reciba luces del Evangelio. San Juan Crisóstomo, gran apóstol de la Sagrada Escritura, nos la muestra superior a todo ameno huerto de flores y frutos: "Delicioso es el verde prado, ameno el jardín; pero más lo es la lectura de la Sagrada Escritura, En aquéllos, flores que se marchitan; en ésta, pensamientos frescos y vivos. Allí, el soplo del céfiro; aquí, el hálito del Espíritu Santo. En los primeros cantan las cigarras; en los segundos, los profetas. La lozanía del huerto y la del prado dependen de la estación; la Escritura, así en verano como en otoño, siempre está verde y cargada de fruto."
Estos frutos son muy especiales para los que sufren, pues Jesús vino precisamente a traer la "Buena Nueva" (Evangelio) a los pobres, a los tristes, a los oprimidos, a los cautivos y a los ciegos. Así definió Él mismo su misión (Luc. 4, 18 ss.; 7, 22) en palabras del Profeta que así lo anunciaba ocho siglos antes (Is. 61, 1 s.). A esto llamó Él mismo "anunciar el Reino de Dios" (Luc. 4, 43).
No puede, pues, sorprender que el Nuevo Testamento nos dé, sobre el misterio de Job y del dolor, luces que antes se ignoraban, así como nos hace también entender en los Salmos y en los Profetas cosas cuyo alcance ellos mismos ignoraban, puesto que Dios no les dictaba para ellos mismos, sino para otros.
San Pablo, hablando solamente de su propia misión en el Nuevo Testamento, nos dice que a él mismo le ha sido dado el anunciar las incomprensibles riquezas de Cristo y explicar a todos la economía del misterio que había estado escondido desde el principio en Dios que todo lo creó, a fin de que los principados y las potestades en los cielos conozcan hoy, a la vista de la Iglesia, la sabiduría multiforme de Dios según el designio eterno que Él ha realizado en Jesucristo Señor nuestro (cfr. Ef. 3, 8 ss.).
LA PERSONALIDAD DE JOB
 Job no es ni siquiera un hombre de la Antigua Alianza, pues pertenece a la época de los Patriarcas, anterior a Moisés y por tanto a la Ley. Tampoco forma parte del pueblo escogido de Israel, y sin embargo, practica el más perfecto monoteísmo y aun ejerce en su familia funciones sacerdotales (1, 5). Se muestra ejemplarmente caritativo con el prójimo (29, 12-17), y llega hasta proclamar —cosa admirable e inexplicable sin una revelación del plan divino— su firme esperanza en el Redentor que traerá la resurrección de los cuerpos (19, 25-27).
El Apóstol Santiago (5, 11), nos lo presenta como ejemplo de la paciencia que llega a feliz término. Y con todo, San Pablo no lo incluye en su gran lista de los antiguos héroes de la fe (Heb. 11).
La importancia del libro de Job se concentra principalmente en el problema del dolor y del mal en general.
Y puesto que no hay vida humana sin dolor, sino que al contrario todos nos vemos sitiados por ejércitos de males, por eso la figura del paciente Job ha llegado a ser como un símbolo del género humano; pero infinitamente más alto que él está en la Nueva Alianza, el "Ecce Homo", el "Varón de Dolores" (Is. 53, 3), sumo Arquetipo del hombre con todos sus dolores y tormentos; único que resumió en su Humanidad santísima todas las miserias humanas, todas las penas y angustias, hasta el dolor y la vergüenza de la cruz (Filip. 2,8).
 JOB, FIGURA DE CRISTO
No cabe la menor duda de que Job es figura del Redentor, al cual se asemeja no solamente como justo y a la vez paciente, sino más todavía por la esperanza que pone en Aquel que le resucitará: "porque yo sé que vive mi Redentor, y que yo he de resucitar de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía, y en mi carne veré a mi Dios; a quien he de ver yo mismo en persona y no por medio de otro, y a quien contemplarán los ojos míos" (19, 25-27).
La afirmación de los Santos Padres y Teólogos de que es figura de Jesucristo, arroja la primera luz sobre el porqué del caso de Job. De ahí que a este libro como al Salterio, se aplica la siguiente observación de un piadoso prelado: "En vano se pretendería agotar su profundidad; ellos son una verdadera extensión del Evangelio, porque en ellos David y Job, representando al Salvador, se nos muestran sufriendo, con un corazón semejante al de Jesús, en muchas vicisitudes que no pudieron ocurrirle a Él, como son por ejemplo la ingratitud de los hijos, los dolores y angustias de la enfermedad, etc.; lo cual completa nuestra enseñanza para que podamos unirnos a Cristo en todas las circunstancias de nuestra vida cotidiana."
El sentido típico de la figura de Job resalta singularmente de la reprobación que él recibe de los que debieron ser sus amigos, y que presentándose como tales, no hicieron sino aumentar su dolor.
"Todos los que me miran hacen mofa de mí. Hablan con sus labios y menean la cabeza" (Salmo 21, 8). Tal dice David profetizando a Cristo. Esto nos enseña a sufrir una de las pruebas más dolorosas para el hombre: la incomprensión e ingratitud de los hombres, parientes y amigos.
Claro está que si el saber este sentido típico aumenta muchísimo el valor educativo de la figura de Job, ello es en cuanto nos lleva a levantar de él los ojos y fijarlos en la contemplación de Cristo. No ha de pretenderse, pues, que la asimilación de ambas figuras haya de ser completa. Siempre quedará, sobre todo, la diferencia esencialísima de que sólo Jesús tuvo y pudo tener méritos propios. Y sólo ellos pudieron tener valor de Redención.
JUICIO GENERAL
SOBRE LA CONDUCTA DE JOB
De todas maneras podemos, con los datos disponibles, sintetizar el juicio sobre la conducta de nuestro héroe. Dice S. Agustín que si se le preguntase acerca de la posibilidad de que un hombre pasase sin pecado por esta vida, él contestaría afirmativamente, mediante la gracia de Dios que no sólo nos muestra lo que hemos de hacer, sino también nos hace capaces de quererlo y de realizarlo (Filip. 2, 13). Pero, agrega, que exista realmente un tal hombre sin pecado, no lo creo (Ench. Patr. 1720).
Esta opinión de S. Agustín es perfectamente bíblica, pues ya Salomón enseña que "no hay hombre que no peque" (III Rey. 8, 46; II Par. 6, 36). Cfr. Prov. 20, 9; Ecl. 7, 21; Salmo 142, 2. Y S. Juan nos previene: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros" (I Juan 1, 8).
Frente a esta doctrina podemos decir terminantemente que Job era y había sido un justo, en primer lugar porque el mismo Dios así lo afirma desde el principio del Libro (1, 8) y también porque Job, lejos de atribuirse a sí mismo esa justicia, es el primero en decirle a Dios: "¿Quién podrá volver puro al que de impura simiente fue concebido? ¿Quién sino Tú solo?" (14, 4). Véase a este respecto otra bellísima actitud del Patriarca en 9, 15.
Esto, empero, que Job expresa ante la majestad de Aquel que solo es santo, no lo dice ante sus amigos calumniadores, empeñados en hacerle confesar infidelidades que él no había cometido. Porque en su conciencia el Espíritu Santo le da testimonio de su rectitud, como enseña S. Pablo (Rom. 9, 1; 2, 15; II. Cor. 1,12).
Quedamos, pues, en que nuestro Patriarca era, ante Dios, justo y lo era ya mediante esa fe que justifica en Cristo y que S. Agustín no vacila en atribuir a Job, diciendo: "Mente conspiciens Christi justitiam"; esto es: "Viendo en espíritu la justificación que nos viene de Cristo" (cfr. Rom. 3, 26).

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