domingo, 24 de julio de 2011

Monseñor Juan Straubinger: Job - LAS PRUEBAS DEL JUSTO

EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Monseñor Juan Straubinger sobre el Libro de Job



LAS PRUEBAS DEL JUSTO
Continuación






O BEATA SOLITUDO !
Viene a nuestra mente, de un modo especial en esta hora, el recuerdo de los que sufren cautiverio o prisión, víctimas quizá de la injusticia humana y por eso, más parecidos a Cristo. A ellos, y a todos los cautivos que la enfermedad o el dolor retiene lejos del mundo, dedicamos especialmente este libro.
Ellos serán sin duda los que mejor lo aprovechen, gracias a que son más ricos que nadie para disponer de ese oro del tiempo, que es la tela de que está hecha la vida.
Los que están libres, o creen estarlo en el mundo, son los menos dueños de su libertad, porque no se vive hacia afuera, con movimientos corporales, sino hacia adentro, y en la medida en que la atención puede vacar al espíritu.
El caso de San Ignacio, que debió a la cárcel el abrir los ojos a la luz, es tan frecuente como el de Cervantes, que le debió El Quijote.
Del Evangelio se deduce otra consideración, que es inmensa para la felicidad de los que así sufren cautivos, o enfermos, o hambrientos o desnudos.
¿Quién no se alegraría en su pena, al saber que el Rey había manifestado vehementes deseos de ayudarlo? Pues bien, si yo quiero avivar mi fe y apreciar los sentimientos que Cristo me manifiesta, veré que Él me ama con una predilección tal, que llega hasta agradecer, y sentir como hecho a Él mismo, todo cuanto se haga en favor mío: "¿Y cuándo, Señor, te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo, pues, te vimos peregrino y te hospedamos, o desnudo y te cubrimos? Y respondiendo el Rey le dirá: En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a alguno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hacíais a Mí" (Mat. 25).
¿Y acaso podemos pensar que ahora se dejará estar ocioso el Rey? ¿Acaso quien tanto desea nuestro socorro, hasta mirarlo como propio, no se encargará de mandárnoslo, eligiendo a ese prójimo que debe traerlo, o trayéndolo Él mismo en cualquier forma?
Nuestro socorro no viene de un cualquiera, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra: "Adjutorium nostrum in nomine Dómine, qui fecit cælum et terram" (S. 123, 8).
DESCONFIAR DEL CORAZÓN
Desconfiar, pues, de ese yo enemigo que llevamos dentro, empezando por desconfiar del corazón, que ya hemos visto nace maleado y no es sino "la carne que desea contra el espíritu" (Gal. 5, 17).
Balmes, en "El Criterio", muestra en forma amena y brillante, aun del simple punto de vista humano y psicológico, las fallas de ese corazón traidor, que un día parece colmado de sublime generosidad, y otro día (o al cuarto de hora) nos llevaría simplemente al odio y al crimen, y así también nos lleva a unas alegrías locas, para sumergirnos luego en la más negra melancolía.
¿Puede haber peor consejero que éste en las pruebas del dolor? ¿Cómo, pues, no quitar a semejante tirano el dominio de nuestra vida?
En cuanto a desconfiar de nuestra inteligencia y sabiduría, basta recordar las palabras del Salmista (S. 93, 11) que San Pablo cita e interpreta en I Cor. 3, 20: "El Señor penetra las ideas de los sabios y conoce la vanidad de ellas".
Es notable que David se refiriera de un modo general a todos los hombres, y el Apóstol refiere la cita a los sabios, mostrando así que ella se aplica aun a los más eminentes. Léase a este respecto los cuatro capítulos iniciales de esa primera Epístola a los Corintios y se verá lo que él pensaba sobre este aspecto de nuestra suficiencia.
Las citas de otros textos serían muy copiosas, por lo cual simplemente señalamos algunas a los lectores que se interesen por ahondar en esta materia fundamental: Luc. 10, 21; S. 115, 2 citado en Rom. 3, 4; Sab. 9, 14; Is. 40, 23; Rom. 1, 22; 3, 27; Gal. 1,12; Col. 2, 8; I Tes. 5, 21; I Tim. 4,1 ss.; II Tim. 3, 1-5; I Juan 4, 1, etc.
¿ES DIFÍCIL NEGARSE?
Pretender que el hombre pueda negarse a sí mismo mientras no desconfíe de sí mismo, es pedir un absurdo: ¿Cómo voy a renunciar yo a lo que creo bueno?
De ahí que la humildad ha de ser reflexiva, es decir, apoyada en una convicción dogmática. La Escritura nos brinda innumerables textos para enseñarnos esta verdad fundamental. Y por su parte, el Magisterio infalible la tiene definida de modo categórico al señalar, contra la herejía de Pelagio, que es la de Rousseau y de los semipelagianos, el alcance de nuestra caída original.
Porque: "de tal manera declinó y se deterioró el libre albedrío, que nadie desde entonces puede rectamente amar a Dios, o creerle, y obrar por amor a Dios lo que es bueno sino aquel que haya sido socorrido previamente por la gracia de la divina misericordia" (Denz. 199).
Estas admirables enseñanzas, que el mundo nos hace fácilmente olvidar, nos dan la fórmula básica para renunciar a nosotros mismos: desconfiar.
Entonces la renuncia resulta fácil, pues vemos claramente que no hay en ello tal sacrificio, como a primera vista parece, sino que vamos a pura ganancia.
"Maldito el hombre que confía en hombre, y se apoya en un brazo de carne", nos dice Dios por boca de Jeremías (Jer. 17, 5). Y Jesús nos lo confirma mostrándonos que Él no se fiaba de los hombres, "porque sabía Él mismo lo que hay dentro del hombre" (Juan 2, 24 s.). De ahí que Él nos enseñase la sencillez de la paloma para con Dios, y la prudencia de la serpiente para con los hombres: Guardaos de ellos (Mat. 10, 17); guardaos de los falsos profetas; lobos con piel de oveja son (Mat. 7, 15), etc.
Ahora bien, ¿cómo cumplir esta regla específica de desconfiar, de no poner nuestra fe en el hombre, si no empezamos por aplicárnosla a nosotros mismos?
De aquí la gran luz sobrenatural que nos hará mucho más fácil librarnos de nuestro hombre viejo, ya que nos persuadimos de que no perdemos gran cosa con dejarlo, antes por el contrario, vamos a pura ventaja.
Puestos así en este terreno de la desconfianza sistemática, la abnegación de sí mismo, que tanto choca al orgullo humano, se vuelve fácil y aún muchas veces agradable. De otra manera, no podría Jesús haber dicho que su yugo es suave, si fuera pesado eso de negarse a sí mismo, que Él puso, según vimos, como una condición indispensable para ser su discípulo (Mat. 16, 24).
Poco nos cuesta dejar un amigo cuando le hemos perdido la estimación. Porque, como enseña Jesús, nuestro corazón está donde está nuestro tesoro, o sea, nos lleva hacia aquello que creemos deseable. El día en que descubrimos que no es deseable, lo dejamos sin esfuerzo, para correr tras el nuevo amor que preferimos.
¿No es éste, acaso, el sentido de las Parábolas de la Perla Preciosa y del Tesoro Escondido? (Mat. 13). El que los encuentra, no se adhiere a ellos como una obligación, sino con ansia vehementísima.
¿Y QUÉ ES EL DOLOR?
El filósofo griego definía el placer como "la cesación del dolor". Hay buena partida verdad en esto, y de ahí el gran consuelo que nos viene cuando pasan las pruebas: consuelo que tantas veces usamos para volver al mal, como lo expresa la hermosa oración de San Agustín: "Si hieres, clamamos que nos perdones. Si perdonas, otra vez te provocamos a que hieras."
Como el placer suele ser la cesación del dolor, así también nuestros dolores suelen no ser sino el cese de placeres que antes gozábamos, y de los cuales quizás hacíamos poco caso, por aquello de que el bien no se conoce hasta que se lo pierde.
¿Qué no daríamos por recuperar un ojo, un brazo, una pierna perdidos, nosotros que ahora los disfrutamos como cosa normal y sin soñar que con esa salud poseemos una riqueza superior a todo otro bien temporal?
Todas éstas son simples verdades naturales.
Si nos elevamos al orden sobrenatural que es la única realidad para el cristiano, veremos que (fuera del dolor físico, en el cual ni siquiera Job fue tentado sobre sus fuerzas) el mal moral no existe sino en el pecado. El sabio aforismo popular: "No hay mal que por bien no venga", no es sino la expresión de lo que para el cristiano constituye una verdad de fe: que Dios, siendo bueno, todopoderoso y amante de los hombres, no puede admitir nada que no sea para nuestro bien, aunque nuestra ignorancia sea incapaz de verlo.
Aquel que, siendo nosotros sus enemigos, fue capaz de darnos su Hijo único, ¿cómo podría, dice San Pablo, dejar de darnos con Él todos los bienes? (véase Rom. 5, 8 s.; 8, 32).
Si no creemos en esto, negamos la fe y a nadie podemos culpar más que a nosotros mismos, del desconsuelo en que vivimos.
¿PUEDE DIOS SER UN IMPOSTOR?
¿Qué diríamos si alguien formulara tal acusación contra Dios Padre, y contra su Hijo Jesucristo, y aun afirmara que no hay en el mundo impostores más grandes que ellos?
Meditemos esto: Cuando alguien no está muy dispuesto a cumplir, se mide en el prometer, a menos que sea hombre falso y se proponga engañar. Frente a esta verdad, consideremos el grado sin límites a que llegan las promesas de Jesús, en nombre de su Padre. Él, que tilda a Pedro de ser muy prometedor (porque se atreve a prometerle que no le negaría y vemos que lo negó) no vacila en prometer por su parte, hasta hacernos dejar, por ejemplo, la más elemental preocupación de lo porvenir, queriendo que no pensemos en el mañana, porque de ello cuida el divino Padre que alimenta a los pájaros muy inferiores al hombre.
Pensemos ¿qué nombre merecería un amigo que nos apartase de toda medida de previsión, prometiéndonos su ayuda, y luego nos la negase? ¡Qué especie de falsía y maldad tan refinada!
Pues tales son, y muchas más, las promesas que Jesús nos hizo hace veinte siglos en su Evangelio. ¡Qué fama tendría si hubiese fallado en ellas...! Y vemos, cosa singular, que quienes se han atenido a esas promesas, jugándose el todo por el todo —es decir, los que más desengañados debían sentirse por haber sido crédulos— son precisamente los que proclaman la indefectible, la superabundante fidelidad de su cumplimiento: "Oh Dios mío, habéis sobrepujado cuanto yo esperaba", exclama Teresa de Lisieux.
Y David, desde el Antiguo Testamento, pone una y mil veces en boca de Israel palabras como éstas: "En medio de la tribulación invoqué al Señor; y otorgóme el Señor libertad y anchura...
Voces de júbilo y de salvación se oyen en las moradas de los justos. La diestra del Señor hizo proezas; la diestra del Señor me ha exaltado, triunfó la diestra del Señor.
No moriré, sino que viviré; y publicaré las obras del Señor. Castigado me ha el Señor severamente; mas no me ha entregado a la muerte... Te canto himnos de gratitud, por haberme oído, y sido mi salvador (Salmo 117, 5. 15-18. 21).
¿TENEMOS ALGÚN DERECHO NATURAL?
Después de tantas meditaciones como llevamos hechas sobre los distintos aspectos del misterio del dolor, vayamos finalmente al fondo del problema, para aplicarnos plenamente las enseñanzas que el libro de Job nos da a través de toda la Escritura.
Hemos-visto ya la necesidad que tenemos de ser probados, seamos justos o pecadores; hemos visto que no estamos entre aquéllos sino entre éstos; hemos reconocido que todo en nuestra naturaleza está fuertemente inclinado al mal, desde que Satanás adquirió dominio sobre ella. Y hemos visto, por otra parte, la bondad paternal de Dios, las ventajas de las pruebas que Él permite para nosotros, el sostén y los consuelos que fielmente nos promete, y la sublimidad de nuestra bienaventurada esperanza.
Veamos ahora, después de tantas luces: Si alguien, que fuese elegido como Job para grandes pruebas, no quisiera reflexionar ni aceptar ninguna de las dulces e infinitas verdades que hemos contemplado, ¿le asistiría acaso algún derecho a la rebeldía, desde cualquier punto de vista en que quisiera colocarse?
Pensemos, por ejemplo, en esos lamentables oradores que en el sepelio de un amigo se quejan contra la injusticia de Dios o del destino, después de haber hecho profesión de ateísmo.
Si no existe tal Dios, ¿hay nada más absurdo que desatarse contra lo que no existe, sólo por hacer un desahogo irracional de nuestra ira?
Y si existe ese Dios infinito, que por definición tiene que ser tan superior a nosotros, ¿no es grotesco querer pedirle cuenta de lo que Él hace?
Tal es el argumento que Dios formula a Job, cuando irónicamente se presenta Él mismo como un colegial, e interroga a Job, como si éste fuera su maestro, y le dice: "Yo te preguntaré y tú respóndeme: ¿dónde estabas tú cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, ya que tanto sabes..." (Job 38, 3 s.). Véase también Job 23, 15 y 27, 2, con las notas respectivas.
Quiere decir, pues, en primer lugar, y según el orden natural, que hemos aparecido en el mundo por obra de una voluntad y de una fuerza totalmente ajenas a nosotros mismos, sin que se nos pidiese para ello ni nuestra colaboración, ni siquiera nuestro propio consentimiento.
¿Puede haber algo más contundente para situarnos en nuestra modestísima posición de creaturas? "Polvo eres y al polvo volverás" (Gen. 3, 19), nos repite la Iglesia. Y San Bernardo nos ayuda con este vigoroso tríptico: "¿Qué fui? Semen putridum. ¿Qué soy? Saccus stercorum. ¿Qué seré? Cibus vermium."
Ante estas saludables verdades naturales, y si hemos de prescindir de la fe y del amor, cualquiera puede comprender la razón terminante de San Pablo cuando nos dice: "Oh hombre, ¿quién eres tú para reconvenir a Dios? ¿Acaso un vaso de barro dice al que lo labró: Por qué me has hecho así? (Rom. 9, 20; Jer. 18, 6).
Continuará...

Fuente: RadioCristiandad

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