miércoles, 2 de febrero de 2011

Presentación de Jesús en el Templo y la Purificación de la Santísima Virgen - Procesión de la “Candelaria”

2 de febrero
La fiesta del 2 de febrero celebra, al mismo tiempo, la Presentación de Jesús en el Templo y la Purificación de la Santísima Virgen, 40 días después del nacimiento del Salvador. Se halla, pues unida al misterio de Navidad.
La ceremonia de la bendición post partum, que ha sustituido a esta costumbre judía, no es ni la purificación de la madre ni la presentación del niño, sino una bendición de la madre y una acción de gracias por el niño.
Es una fiesta de luz. Por su simbolismo, la procesión de la “Candelaria”, procesión de las candelas, evoca la manifestación de Cristo, luz del mundo, recibido en el Templo por el anciano Simeón como el enviado de Dios, “luz para iluminar a las gentes y gloria de Israel, su pueblo”. El Templo, centro de la piedad israelítica, al recibir a Jesús dentro de sus muros, parece habrá de irradiar con dimensiones universales. La venida del Salvador al Templo es el tema principal de la fiesta; pero el pensamiento de la Santísima Virgen se halla presente en toda ella.
La fiesta del 2 de febrero es una de las más antiguas, sino la más antigua de las fiestas marianas. Celebrada en Jerusalén desde el siglo IV, la fiesta de la Purificación pasó después a Constantinopla y luego a Roma, donde la encontramos, en el siglo VII, asociada, el 2 de febrero, a una procesión que parece ser anterior a la fiesta de la Virgen.
La Purificación es una fiesta del Señor: si cae en domingo, se dice la misa de la fiesta sin la conmemoración del domingo.
Extraído del Misal diario.
Con vosotros, Santo anciano Simeón, santa profetiza Ana, recibimos gozosos en el templo de nuestro corazón y de brazos de María y José, a Jesús, la luz del mundo.

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El Hijo de Dios, que había venido a perfeccionar la ley mosaica, no quiso sustraerse a ninguna de las prescripciones legales que él mismo había dictado al pueblo judío; a los ocho días de su nacimiento se sometió al precepto de la circuncisión, recibiendo el nombre de Jesús.
Ordenaba además la ley de Moisés que ninguna mujer que hubiera dado a luz un niño pudiera tocar cosas santas ni tener entrada en el santuario durante los cuarenta días siguientes a su alumbramiento, pasados los cuales debía presentarse en el templo para ofrecer a Dios un cordero y una paloma, o, si era pobre, un par de pichones o de tórtolas. Mediante esta ofrenda y la oración del sacerdote, la madre quedaba purificada. En virtud de esta ley, María Santísima acudió al templo para cumplir el rito legal de la Purificación; su pobreza no le permitió presentar otra ofrenda que el humilde par de tórtolas.
Estaba también prescrito en la ley que todo hijo primogénito de Israel fuese ofrecido a Dios, en recuerdo de haber quedado libres los hebreos a su salida de Egipto del tremendo castigo con que el ángel exterminador afligió a los egipcios a todos sus primogénitos: el niño ofrecido al Señor debía ser rescatado a precio de cinco siclos de plata.
El Niño Jesús fue, pues, ofrecido a Dios, repitiéndose así ante los hombres la consagración que al entrar en el mundo tenía hecha al Eterno PAdre como única ofrenda digna de él; y el que venía a rescatar a los hombres de la servidumbre del pecado, pagó su rescate como cualquiera de los hijos culpables de Israel.
De entre los judíos que acudían al templo sólo dos merecieron conocer al Mesías que esperaba Israel. Fueron el anciano Simeón y Ana la profetisa. El primero, por su virtud y por la constancia con que esperaba la venida del Mesías y la verdadera redención, había recibido del Espíritu Santo la promesa de que no vería la muerte hasta después de haber visto al Ungido del Señor. Al entrar María en el templo con el Niño Jesús, Simeón, iluminado por Dios, vio en aquel Niño al Cristo que esperaba, y transportado de gozo elevó al Señor el cántico del descanso cumplido y la esperanza lograda:
Ya podéis, Señor, permitir a vuestro siervo dormir en paz, pues han visto mis ojos la salvación que habéis preparado para que sea luz de las gentes y gloria de Israel, vuestro pueblo.
Tomó pues a Jesús en brazos, y entonces, bañados en lágrimas sus ojos, profetizó a María la espada de dolor que atravesaría su alma; pues aquel niño, puesto como señal de contradicción, sería la causa de la ruina de muchos que no querrían seguir sus doctrinas, y de la rehabilitación de otros, de todos los que le fueran fieles.
Presenciaba también esta tierna escena Ana la profetisa, anciana viuda de la tribu de Aser, cuya dilatada vida había transcurrido en la oración, en el ayuno y en la penitencia. Una revelación de Dios le mostró en aquel niño al suspirado Salvador, y arrebatada de alegría, dio gracias al Señor por sus misericordias.
Extraído de ‘Historia Sagrada’ del R. P. Pedro Gómez, pp. 237-239.
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