viernes, 16 de septiembre de 2011

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA SEGÚN LA REVELACIÓN – 4º parte

por Radio Cristiandad
LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.



LA PROVIDENCIA SEGÚN LA REVELACIÓN

CAPÍTULO IV

LA PROVIDENCIA SEGÚN EL EVANGELIO

Con más claridad todavía que el Antiguo Testamento afirma el Nuevo la Providencia divina, que llega a los pormenores más insignificantes y es infalible en todo cuanto sucede, aun en nuestros actos libres futuros.
Con mucha más claridad que el Antiguo declara también el Nuevo el fin superior para el cual están ordenadas todas las cosas; pero queda siempre un punto oscuro: la inescrutabilidad de ciertos caminos superiores de la divina Providencia.
He ahí bosquejadas las cuestiones fundamentales que vamos a examinar, apoyándonos en los textos del Evangelio que más luz derraman sobre ellas.
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Cuál sea el bien superior
para el cual ordena todas las cosas la Providencia

Nuestro Señor eleva nuestras almas a la contemplación del gobierno divino poniendo ante nuestros ojos el orden admirable que resplandece en el mundo sensible, para que de ahí podamos rastrear el orden providencial de las cosas espirituales, incomparablemente más hermoso, benéfico, saludable e imperecedero. Un a fortiori de esta especie se advierte en la respuesta del Señor al remate del Libro de Job: Si en el mundo visible existen maravillas tan asombrosas, ¿cuál no será el orden del mundo espiritual?
Leemos en San Mateo (6,25): “No os acongojéis por vuestra vida, qué habéis de comer; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No vale más la vida que el aumento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Pues no valéis vosotros mucho más que ellas? Y ¿quién de vosotros a fuerza de discursos puede añadir un codo a su estatura? Y acerca del vestido, ¿a qué propósito inquietaros? Contemplad los lirios del campo cómo crecen: ellos no labran, ni tampoco hilan. Sin embargo, yo os digo que ni Salomón, en medio de toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si una hierba del campo, que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios así la viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? Por tanto, no digáis acongojados: ¿Dónde hallaremos qué comer y beber? ¿Dónde hallaremos con qué vestirnos? Así lo hacen los paganos, que andan tras todas estas cosas. Bien sabe vuestro Padre la necesidad que de ellas tenéis. Así que, buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura. No andéis, pues, preocupados por el día de mañana; que el día de mañana cuidado traerá para sí. Bástale a cada día su propio afán.”
Estos ejemplos muestran que la Providencia divina se extiende a todas las cosas y da a todos los seres lo que según su naturaleza les conviene; a las aves da el Señor alimento, y les ha dado también el instinto con que buscar lo que necesitan, y no otra cosa. Si así cuida Dios de los seres inferiores, con más razón ha de velar sobre nosotros.
Si la Providencia así provee a las necesidades de las aves, ¿cuál no será el cuidado que tiene de nosotros, que poseemos alma espiritual e inmortal, y hemos sido creados para un fin incomparablemente más noble que aquellos animalitos? El Padre celestial sabe lo que necesitamos.
¿Qué es, pues, lo que nos toca hacer? Buscar primero el reino de Dios y su justicia, seguros de obtener por añadidura el necesario sustento corporal. Quienes traten ante todo de alcanzar su fin último, el soberano Bien, a Dios mismo, amable sobre todas las cosas, recibirán lo necesario para conseguirlo, no solamente cuanto atañe a la vida corporal, mas también las gracias necesarias para lograr la vida eterna.
Como expone Santo Tomás, I, q. 22, a. 2, “preciso es decir que todo está sometido a la Providencia, no sólo en general, mas también en particular, hasta en los pormenores más insignificantes. Ello es evidente. Porque como todo agente obre por un fin, la ordenación de los efectos de Dios, agente supremo, llega tan lejos como la causalidad divina… Pero ésta se extiende a todos los seres, no sólo en lo que tienen de común los unos con los otros, mas también en lo que cada uno tiene de más particular, en la individualidad propia de cada uno, ya se trate de los seres incorruptibles, ya de los seres corruptibles. De donde es necesario que todo aquello que de cualquiera manera ha recibido de Dios la existencia, haya sido ordenado por Dios a determinado fin, según aquellas palabras de San Pablo a los Romanos (13, 1): Todo lo que es de Dios, por él ha sido ordenado. Por cuanto la Providencia es la ordenación divina de las cosas creadas a los fines respectivos, preciso es decir que todo le está sometido”
I, q. 22, a. 3: “De esta suerte la Providencia ha ordenado inmediatamente todas las cosas, hasta las más ínfimas, dándoles la virtud de producir determinados efectos. En lo que atañe a la ejecución de este orden providencial, Dios gobierna los seres inferiores mediante los seres superiores, no por impotencia, sino por comunicar a las criaturas (sobre todo a las de superior categoría) la dignidad de la causalidad. El hombre, por ejemplo, ha recibido el poder de gobernar los animales domésticos, los cuales le obedecen dócilmente y le ayudan en sus trabajos”.
I, q. 22, a. 4: “La Providencia no destruye la libertad humana, antes bien, ab aeterno tiene dispuesto que hayamos de obrar libremente”; y la acción divina nos lleva, no sólo a obrar, sino a hacerlo libremente, porque ella se extiende hasta el modo libre de nuestros actos, que con nosotros y en nosotros produce, como sea más íntima a nosotros que nosotros mismos. Cf. I, q. 19, a. 8.
Hallamos en San Mateo (10, 28) otro testimonio de Jesucristo acerca de la Providencia. Refiriéndose a la asistencia divina en el momento de la persecución, díceles Jesús a los discípulos: “No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma; temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno. ¿No se venden dos pájaros por un as? Y no obstante, ni uno de ellos caerá en tierra sin que lo disponga vuestro Padre. Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No tengáis, pues, miedo: valéis vosotros más que muchos pájaros.” Lo mismo viene a decir por San Lucas (12, 6-7).
La prueba es siempre la misma: el a fortiori que se desprende del cuidado que el Señor tiene de las cosas inferiores, para hacernos entrever lo que será el gobierno divino en el orden de las cosas espirituales.
Como observa Santo Tomás en su Comentario al Evangelio de San Mateo, Nuestro Señor Jesucristo quiere decirnos: No temáis a los perseguidores, que sólo pueden hacer daño a vuestros cuerpos; y aquello poco que pueden, no lo llevan a cabo sin la permisión de la divina Providencia, que tolera los males para bienes superiores. Si ni un pajarillo cae en tierra sin la permisión del Padre celestial, no sólo vosotros no caeréis, pero ni siquiera un cabello de vuestra cabeza, sin su permisión; lo cual quiere decir que la Providencia abarca los pormenores más insignificantes, nuestros actos libres de menor cuantía, los cuales pueden y deben guardar relación con nuestro último fin.
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No menos que la universalidad de la Providencia, se afirma en el Evangelio la infalibilidad de la misma respecto de todo cuanto acontece. Lo dice el texto que acabamos de comentar:”Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados”. Y dicha infalibilidad se extiende aún a los secretos de los corazones y a nuestros actos libres futuros. Léese en San Juan (6, 44): “Las palabras que yo os he dicho, espíritu y vida son. Pero entre vosotros hay algunos que no creen.” Pues bien Sabía Jesús desde el principio, comenta el Evangelista, cuáles eran los que no creían y quién le había de entregar. Lo mismo en San Juan (13, 12) Jesús dice durante la última Cena: “En cuanto a vosotros, limpios estáis, bien que no todos. Pues sabía quién era el que le había de hacer traición y por eso dijo: No todos estáis limpios.”
En San Mateo (26, 21) leemos también estas palabras: “Uno de vosotros me ha de hacer traición.” Si Jesús conoce con certeza los secretos de los corazones y los actos libres futuros, como lo declara el anuncio de las persecuciones, con más razón los conoce infaliblemente el Padre celestial.
En San Mateo (6, 4-6) nos da Jesús estos consejos: “Cuando hubieres de orar, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está presente en el secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo premiará.” Y San Pablo, en su Carta a los Hebreos (4, 13): “No hay criatura invisible a su vista; todas están desnudas y patentes a los ojos de aquél ante quien hemos de dar cuenta”
La doctrina de la necesidad de la oración, declarada repetidas veces en el Evangelio, supone la Providencia que llega a nuestros actos libres. Lo da a entender Jesucristo en San Mateo (7, 7-11): “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que se las piden?” Es una nueva prueba a fortiori de la Providencia divina que toma por término de comparación la solicitud de un padre de familias para con sus hijos. Si éste cuida de los suyos, con más razón nuestro Padre celestial ha de velar sobre nosotros.
Asimismo la parábola que trae San Lucas (18, 1-8) del juez inicuo y de la viuda nos mueve a perseverar en la oración. Este juez, importunado por las instancias reiteradas de la viuda, le hace al cabo justicia, para que no vaya más a molestarle. “Ved, añadió el Señor, lo que dijo el juez inicuo. ¿Y Dios dejara de hacer justicia a sus escogidos que claman a él día y noche, y les hará esperar?”
Y en San Juan (10, 27) dice Jesucristo: “Mis ovejas oyen la voz mía, y yo las conozco, y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna, y no se perderán jamás, y ninguno las arrebatará de mis manos: pues lo que mi Padre me ha dado, todo lo sobrepuja, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre. Mi Padre y yo somos una misma cosa.” Estas palabras manifiestan a las claras la infalibilidad de la Providencia respecto de cuanto sucede, aun respecto de nuestros actos libres futuros.
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La buena nueva del Evangelio nos manifiesta aún más a las claras, si cabe, que el gobierno divino ordena todas las cosas para un bien superior y eterno, y que permite el mal, el pecado, del cual en manera alguna es él la causa, para un bien mayor.
Leemos en San Mateo (5, 44): “Amad a vuestros enemigos, bendecid a quienes os maldicen…, orad por los que os persiguen: para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores”. Y en San Lucas (6, 35): “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.” La persecución misma se torna en bien para quienes saben sufrirla por amor de Dios (Matth., 5, 10): “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren con mentira toda suerte de mal de vosotros: Alegraos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos: del mismo modo persiguieron a los profetas que ha habido antes que vosotros.”
He aquí la luz meridiana que de lejos anunciaba el Libro de Job, y más abiertamente el Libro de la Sabiduría con estas palabras (3, 1-8): “Las almas de los justos están en las manos de Dios…, el día de la recompensa resplandecerán los justos…, juzgarán a las naciones y tendrán el dominio de ellas para siempre.”
He aquí la luz de mediodía que anunciaba el Libro II de los Macabeos (7, 9), donde uno de los siete hermanos mártires, en trance de morir, increpa de esta suerte al tirano: “Tú, perverso, nos quitas la vida presente; pero el Rey del universo nos resucitará algún día para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus leyes.”
A la luz de esta doctrina revelada escribe San Pablo a los Romanos (5, 3): “Nos gloriamos también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. La esperanza nunca engaña, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado.” Y en 8, 28 de la misma Carta: “Sabemos también nosotros que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que él ha llamado según su eterno decreto.”
Este último texto resume todos los anteriores relativos a la universalidad e infalibilidad de la Providencia, que ordena todas las cosas para el bien, aun el mal mismo que permite, sin ser de él causa. Pero queda una cuestión por resolver: ¿Qué conocimiento podemos tener del gobierno divino?
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Los claroscuros del plan providencial

Hemos visto que el Antiguo Testamento abiertamente declara ser cosa para nosotros manifiesta la Providencia divina, si bien ciertos caminos de la misma son inescrutables.
Todavía resalta más esta verdad en el Nuevo Testamento, en lo que mira a la santificación y a la vida eterna.
En lo que toca al orden del mundo, el gobierno general de la vida de la Iglesia y a la vida de los Santos tomada en conjunto, las palabras que acabamos de citar de Nuestro Señor no permiten dudar que la Providencia sea cosa manifiesta: “Mirad las aves del cielo, como no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Pues no valéis vosotros mucho más que ellas?” (Matth. 6, 26).
Lo afirma también San Pablo en la Carta a los Romanos (1, 20): “Las perfecciones invisibles de Dios, su eterno poder y su divinidad, se han hecho visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan las criaturas.”
Enséñanos también Jesucristo qué cosa sea la Providencia respecto de las almas en las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida, del buen pastor y de los talentos. Todo lo que hay de bondad en el corazón del padre del hijo pródigo, preexiste de una manera infinitamente más perfecta en el Corazón de Dios, cuya Providencia vela sobre las almas muchísimo más que sobre todas las criaturas terrenas juntas; y principalmente en la vida de los justos hace que todo coopere al fin último.
Jesús anuncia también que su Padre y Él han de velar sobre su Iglesia; y nuestros ojos ven ahora manifiestamente confirmadas estas palabras: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.” (Matth. 16, 18). Y aquellas otras: “Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñadle a observar todas las cosas que os he mandado. Y estad ciertos que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (Matth. 28, 19-20).
En la evangelización de las cinco partes del mundo vemos hoy realizado el plan de la Providencia, que en sus rasgos generales nos es manifiesto.
Hay, con todo, en este plan providencial cosas que permanecen muy misteriosas para nosotros, las cuales, sin embargo, como advierte Jesucristo, aparecerán sencillas a los pequeños y humildes; la humildad abre a éstos las puertas de los profundos abismos de Dios. Una de ellas sobre todo es el misterio de la Redención, es decir, de la dolorosa Pasión y sus consecuencias, misterio que Jesús va descubriendo poco a poco a los Apóstoles, a medida de sus alcances, pero que, llegado el momento, los deja desconcertados.
Otro es el misterio de la salvación: “Yo te glorifico, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y has revelado a los pequeñuelos. Así es, Padre, porque así te plugo” (Matth. 11, 25). “Mis ovejas oyen la voz mía, y yo las conozco, y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna, y no se perderán jamás” (loann. 10, 28).
“Aparecerán falsos Cristos y falsos profetas y harán grandes maravillas y prodigios, de manera que aun los escogidos, si posible fuese, caerían en error.” (Matth. 24, 24). “Mas en orden al día (último) y a la hora, nadie lo sabe, ni aun los ángeles del cielo, sino sólo el Padre… (lo mismo sucede con el día de nuestra muerte) … Velad, pues, por cuanto no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor.” (Matth. 24, 36 y 42). El Apocalipsis, que anuncia de manera oscura y simbólica estos mismos acontecimientos, sigue siendo el Libro de los siete sellos (Apoc. 5, 1).
San Pablo insiste acerca de los caminos misteriosos de la Providencia, con estas palabras: “Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios; y a los flacos del mundo, para confundir a los fuertes; y las más cosas viles y despreciables del mundo y aquellas que nada valían, para destruir las que valen: a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento.” (I Cor. 1, 27). Escogió a los doce Apóstoles entre humildes pescadores de Galilea, y con ellos triunfó del paganismo y convirtió el mundo al Evangelio, en tanto que una gran parte de Israel se mostraba infiel. Dios puede, sin hacer injusticia, preferir a quien le place.
Libremente escogió de entre todos los pueblos a uno, y de los hijos de Adán dio la preferencia a Set, y de los de Noé, a Sem antes que a sus dos hermanos, y de los hijos de Abraham prefirió a Isaac, desechando a Ismael, y finalmente a Jacob sobre Esaú. Y ahora llama libremente a los gentiles, mientras permite el alejamiento de una porción de Israel.
He ahí uno de los claroscuros más llamativos del plan providencial. Aquí está el misterio de que habla San Pablo en su Carta a los Romanos (9, 6 y 29)
Puede resumirse en estas palabras: Por un lado, Dios no manda nada imposible y quiere la salvación de todos, como lo dice San Pablo (I Tim. 2, 4). Por otro lado, como lo dice el mismo San Pablo (I Cor. 4, 7), “¿qué cosa tienes tú que no las hayas recibido?” Nadie sería mejor que su prójimo, de no ser más amado de Dios, cuyo amor a nosotros es fuente de todo bien (Cf. Santo Tomás, I, q. 20, a. 3).
Y cuanto más luminosas y ciertas son estas dos verdades tomadas por separado, tanto más oscura nos resulta la conciliación íntima de las mismas, porque en el fondo es la conciliación íntima de la infinita Justicia, de la infinita Misericordia y de la Libertad soberana. Ambas se armonizan en la Deidad o en la vida íntima de Dios, misterio tan inaccesible a nuestra inteligencia, como lo sería la luz blanca a quien nunca la hubiera visto o sólo conociera los siete colores del arco iris.
Este grande misterio hace decir a San Pablo, en su Carta a los Romanos (11, 25-35): “Una parte de Israel ha caído en la obcecación, hasta tanto que la plenitud de las naciones haya entrado… Mas si se mira la elección divina, son muy amados los hijos de Israel por causa de sus padres…, y obtendrán misericordia… ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, cuan impenetrables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido los designios del Señor? O, ¿quién fue su consejero?… De él, y por él, y en él son todas las cosas. A él sea la gloria por siempre jamás.”
Pero estos caminos de la Providencia son oscuros para nosotros por la excesiva luz que irradian para ojos tan flacos como los de nuestro espíritu; y los sencillos y humildes admiten sin dificultad que estos caminos superiores, no obstante ser oscuros y ásperos, están llenos de bondad y de amor. Lo expresa el mismo San Pablo escribiendo a los fieles de Éfeso (3, 18): “Doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, el cual es el principio de toda familia en el cielo y sobre la tierra…, a fin da que podáis comprender con todos los santos cuál sea la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer también aquel amor de Cristo que sobrepuja todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de Dios.”
La anchura de los caminos de Dios quiere decir que ellos comprenden todas las regiones del universo, todas las almas y todos los secretos de los corazones.
La longitud es la extensión a todos los tiempos, desde la creación hasta el fin del mundo, y hasta la vida eterna de los elegidos.
Profundidad significa la permisión del mal, a veces grave, en vista de un bien superior, que sólo en el cielo veremos con claridad.
Y al decir altura quiso dar a entender la sublimidad de la gloria de Dios y de los elegidos, el esplendor del reino de Dios definitivamente establecido en las almas.
Está, pues, manifiesta la Providencia en sus rasgos generales; pero sus caminos más elevados son para nosotros un misterio impenetrable. Mas poco a poco, en frase del Salmo 111, 4, “la luz brilla en las tinieblas para los justos: Exortum est in tenebris lumen rectis”. Y cada día vamos comprendiendo mejor las palabras de Isaías (9, 1): “El pueblo que andaba en tinieblas, verá una gran luz, y amanecerá el día a los que moraban en las sombras de la muerte.” Si permanecemos fieles, cada día aprenderemos un poco más a abandonarnos en manos de la divina Providencia, que dirige nuestros pasos en el camino de la paz, ad dirigendos pedes nostros in viam pacis, como cantamos en el Benedictus (Luc. I, 79).
De todo lo dicho se desprende que el abandono en la Providencia divina es una de las más bellas formas de la esperanza unida a la caridad o amor de Dios.
Es también un ejercicio excelentísimo de las tres virtudes teologales, por cuanto en él se encierra un gran espíritu de fe, de esperanza y de caridad.
Y cuando el abandono, lejos de tenernos con los brazos cruzados, como a los quietistas, va acompañado de la práctica humilde y generosa de los deberes cotidianos, es uno de los caminos más seguros para llegar a la unión con Dios y conservarla en medio de las mayores pruebas.
Y como cada día hagamos lo que está de nuestra parte para cumplir la voluntad de Dios, podemos y debemos abandonarnos por lo demás confiadamente en sus brazos; así hallaremos la paz en las mismas pruebas.
La experiencia nos hará ver que Dios se constituye en guía de las almas que, fieles a sus deberes cotidianos, se entregan enteramente a Él, y las conduce tanto más seguramente, dicen los Santos, cuanto más a oscuras parece tenerlas, haciéndolas subir, dice San Juan de la Cruz, a donde ya no hay senda trazada de antemano, allá donde sólo el Espíritu Santo puede conducir mediante sus divinas inspiraciones.

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